En 2017 la población global de las ciudades superó por primera vez a la que habita en el campo. Para 2050 se espera que la proporción sea de dos tercios urbanos por uno rural, exactamente a la inversa de lo que sucedía a mediados del siglo XX. En este tiempo el mundo ha cambiado al ritmo de una migración sostenida, y la perspectiva de crecimiento demográfico es imparable. En sólo 25 ciudades vive el 10% de la población mundial y su impacto se cuantifica con datos económicos: el PIB de Nueva York es mayor que el de Australia y el de Chicago más que el de Israel. Cada vez el mundo se parece más a una ciudad, o viceversa, y por eso tiene lugar en esos territorios la partida decisiva del planeta.
El pasado año se incluyó en Hábitat III, la Conferencia sobre Vivienda y Desarrollo Urbano Sostenible de la ONU, un documento titulado Carta Mundial por el Derecho a la Ciudad. En ella se explicitan las preocupaciones por los modelos de desarrollo de una aplastante mayoría de países, que concentran renta, generan pobreza y exclusión y degradan el medioambiente. El objetivo de la Carta es precisar las responsabilidades de las administraciones para garantizar que se viva con dignidad en las ciudades, un reto de máximos si se echa un ojo a las megalópolis de los países en vías de desarrollo. En África la población se duplicará en los próximos 30 años, con una tasa de crecimiento urbano que también dobla la media mundial. El acelerón no es gratuito: seis de cada 10 africanos subsaharianos siguen viviendo en barrios de chabolas. No le queda atrás países como Brasil, con el mayor desarrollo urbanístico conocido antes del boom de China. En el país sudamericano 70 millones de personas emigraron a la ciudad en el último medio siglo. La falta de planificación y la deficiente organización de recursos multiplicaron los barrios de aluvión, las favelas, con todos sus problemas a cuestas. En ese contexto se hace necesario implementar soluciones a una trampa mortal. Pero pese a las profundas diferencias en las prioridades del sur y el norte del mundo, las ciudades comparten desafíos básicos.
La movilidad es un ejemplo. Mientras en África se puede mejorar con el asfaltado de barrios de periferia, o en Latinoamérica con la ampliación de una carretera de circunvalación, en Europa se recurre la peatonalización de vías cada vez más importantes. Todos tratan de hacer que uno se pueda mover de la mejor manera dentro de un territorio orgánico. La sostenibilidad es otro reto, aunque poco tenga que ver, por ejemplo, una ciudad alemana con cooperativas energéticas limpias con una urbe latinoamericana abocada a renovar el parque automotor para poder respirar. Un último ejemplo es la desigualdad, palpable de forma violenta en el Hemisferio Sur, donde faltan viviendas formales o redes de saneamiento, pero también en el Norte, con el encarecimiento de las viviendas o el aumento del empleo precario.
Superados los problemas más básicos, en los países más desarrollados hoy se profundiza en la gestión del espacio público y su gobernanza. En los últimos años se han desarrollado modelos que preponderan el común como eje de acción, algo relativamente nuevo, como dice Bernardo Gutiérrez, autor del libro Pasado Mañana (Arpa), donde se dan las claves sobre un cambio de paradigma: “En 2010 se vivió el colapso del modelo neoliberal de ciudad. Se había pasado en las décadas anteriores de una ciudad con redes y comercio local a una ciudad de centros comerciales en la periferia. Se empezó a ver como esas redes barriales, la tienda de toda la vida, quedaban desplazadas y desaparecidas, mientras los espacios públicos se convertían en flujos de consumo”, señala Gutiérrez. Un ramillete de filósofos y urbanistas advierten en ese momento -anticipado por Zygmunt Bauman y su Confianza y miedo en la ciudad (Arcadia)- que el capitalismo exacerbado y la arquitectura del miedo que conlleva la exclusión social acaba con la idea de espacio público tradicional, aquel que nació en el ágora ateniense, pasó por el burgo medieval y se tradujo simbólicamente en las plazas de las ciudades contemporáneas. “Y surge un movimiento cívico que concluye en la gobernanza del común, un urbanismo de código abierto, en el que las administraciones no construyen espacios acabados, formateados, sino que abren el proceso para que la ciudadanía decida que quiere hacer, o ceden espacios a la gente para que se ocupe de sitios que ellas no controlan”, concluye Gutiérrez.
El papel de la tecnología
La búsqueda de respuestas sobre un futuro inmediato ha desarrollado propuestas que han tenido un éxito explosivo pero que han abierto debates sobre su idoneidad. Es este el caso de las smart cities o ciudades inteligentes. La hiperconectividad del presente –y del futuro inmediato- ha disparado la idea de que una ciudad controlada por la tecnología de manera centralizada es una ciudad mejor. Incluso se han levantado urbes como Songdo, en Corea del Sur, con todos los servicios de agua, basura y electricidad conectados a sensores electrónicos, edificios computerizados con IoT (en castellano, el Internet de las cosas) y, por supuesto, un cerebro central que controla los pasos de sus habitantes. En la India el primer ministro prometió construir al menos un centenar de ciudades inteligentes. Además, grandes capitales participan del programa, en el que Londres es considerado como un laboratorio viviente. Las smart cities también siguen programas de reducción de emisiones de CO2 y otras medidas de sostenibilidad y de ahorro de recursos. Y todo ello lo hacen al abrigo de grandes empresas de tecnología como IBM, Cisco o HP, lo que sugiere que el futuro prevé también un negocio suculento.
El modelo ha tenido críticos desde el principio. “La ciudad inteligente fue la idea equivocada planteada de manera equivocada a la gente equivocada”, clama en un celebrado texto el autor inglés Steven Poole. Bernardo Gutiérrez dice que “es un invento de multinacionales que se dieron cuenta de que en las ciudades se cruzaban muchos datos y, por lo tanto, había un mercado de datos si se conseguían configurar como tal. Sonaba muy bien: vamos a controlar la temperatura, el tráfico y los edificios, vamos a ver cuántos usuarios suben al metro, pero con servicios informáticos muy caros para las ciudades y muy centralizados en un sistema de monitoreo que terminó siendo un Big Brother de control de la ciudadanía”. Con el tiempo ha ido creciendo la corriente que prefiere decir que las ciudades inteligentes las forman ciudadanos inteligentes.
La partida tecnológica se libra especialmente en Asia, donde la explosión china por un lado y el sostenido crecimiento de los Tigres (Corea del Sur, Hong Kong, Singapur y Taiwán) extrae también modelos de ciudad diferentes. Smart Nation Singapore es un paso más allá en el cruce de caminos mundial que sublima la urbanización del mundo. Singapur es una ciudad-Estado conscientemente constituida como cobaya del futuro a través de la innovación y la tecnología, tocando todos los retos conocidos y con todas las herramientas del capitalismo. Hay más proyectos, como los liderados por el Laboratorio de Ciudades Sensibles del MIT de Boston, en el que se pone la tecnología en primer plano, o las 100 resilient cities, un proyecto respaldado por la Fundación Rockefeller, en las que se trata de adaptar a núcleos urbanos al estrés provocado por los problemas crónicos (violencia, deficiencias del transporte, desempleo, acceso al agua) y las catástrofes naturales y el cambio climático. De nuevo bajo el paraguas de los grandes capitales y en una organización vertical de arriba abajo. Frente a estos modelos, otros abogan por la colaboración y la participación de la ciudadanía.
Lo importante es participar
En Madrid se celebró en noviembre la conferencia Ciudades democráticas, en la que expertos de todo el mundo debatieron sobre la tecnología y la innovación en la participación, y las herramientas para las políticas públicas de las ciudades del siglo XXI. La taiwanesa Shu Yang Lin, arquitecta y tecnóloga creativa, fundó en su país el PDIS, un espacio para repensar la interacción entre el Gobierno y la sociedad civil a través de la tecnología. Su iniciativa forma parte del ministerio digital, destinado a abrir nuevos caminos en la administración a partir del software libre, y que se creó para dar voz al movimiento Girasol, que en 2014 ocupó el parlamento taiwanés. Shu Yang Lin, que se autodenomina “re-arquitecta”, cree que el futuro de las ciudades está en la tecnología, pero desde el ámbito de la gobernanza. “La tecnología no debe ser vista como enemiga. Puede aportar mucho a la historia de la democracia. En Atenas tenían una democracia directa, donde los ciudadanos de la polis se reunían para deliberar. Creemos que las ciudades pueden servirse de Internet para llegar a algo parecido a gran escala. La tecnología es la que puede unir a todo el planeta”. En Madrid presentó su proyecto estrella, Holópolis, una experiencia de realidad virtual para conectar ciudadanos. “Pensamos que se puede llegar a un híbrido entre lo virtual y lo real para estar conectados y deliberar sobre políticas públicas. Superaríamos las fronteras para convertirnos en verdaderos ciudadanos globales que resuelven problemas globales, empezando por el cambio climático. Podemos aprender unos de otros y usar la tecnología como medio”, asegura esta experta.
La participación incluye conceptos como el diseño cívico, que defiende el urbanista italiano Domenico di Siena. “La ciudad es una construcción amplia en la que todos participamos, así que el civic design o diseño cívico aporta una mirada que nos permite ampliar ese imaginario y ver de qué forma podemos intervenir en la ciudad desde una perspectiva realmente multidisciplinar”. Que el sociólogo y el arquitecto trabaje con el programador informático, el artista, el político y sobre todo con los ciudadanos, superando las trabas lógicas de la mirada del otro, ya que el profesional entiende el territorio desde el estudio y el ciudadano desde su experiencia directa. El primero cree que el vecino sólo mira a su calle, su patio, el detalle, en vez de una escala mayor, y el segundo cree que, en el fondo, no se cuenta con él. “Por eso el diseño cívico conecta entre los dos, y lo hace a través de la pedagogía”.
Otro punto de vista privilegiado sobre la participación es el de Yanina Welp, argentina residente en Suiza, donde desempeña su labor como politóloga del Centro de Estudios de Democracia Directa de la Universidad de Zúrich. Cuenta Welp que la experiencia descentralizadora de Suiza es ilustrativa: “Para que haya un cambio constitucional tiene que hacerse un referéndum y tiene que haber mayoría de ciudadanos y de cantones”. Pero en los debates sobre participación ciudadana, Welp advierte que eso sólo es “un mecanismo, un método”, y a veces no resulta como uno cree.
Todavía hay un paso más allá, la democracia por sorteo, el uso de una selección aleatoria de ciudadanos para formar cuerpos representativos, otra posibilidad para las ciudades del siglo XXI, otra forma de poner en común la Administración. El sorteo remite a la Grecia clásica, pero difiere: allí era un sorteo puro, hoy esta práctica requiere un alto nivel de estadísticas. Y eso reduce su comprensión, según Welp: “Un ciudadano/un voto todo el mundo puede entenderlo y comprobarlo. Pero el sorteo requiere un nivel de conocimiento que incluso muchos técnicos de otras disciplinas no entienden, lo que podría abrir una sospecha”. Evidentemente el modelo del sorteo, que ha tenido experiencias en Islandia e Irlanda, hace realmente democrático el sistema, pero hay grados, y no debe, en su opinión, desplazar a la representación partidaria. “La política se ha vuelto una palabrota. Pero hay una función de liderazgo que se pierde en el sorteo, no como persona, sino como idea. Cambiemos la designación, reformulemos los partidos políticos, no los eliminemos”, opina.
España: del desarrollismo a la gentrificación
Habla Sergio del Molino en La España vacía de un país demográficamente sui generis dentro de Europa, con un desequilibrio claro entre ciudad y campo –la España llena y la vacía-, que se exageró en la segunda mitad del siglo XX con la migración interior desde el campo, lo que él denomina El Gran Trauma. Con la llegada de miles de trabajadores las ciudades crecieron tanto en tan poco tiempo que su funcionamiento fue supeditado a la improvisación (y la especulación). Los ensanches, los bloques, los poblados chabolistas de la periferia de los años sesenta dieron paso décadas después a otro tipo de barrios, de bloques y de vecindarios, en una organización urbana condicionada por la chequera de los constructores y el ansia desarrollista y expansiva.
La burbuja explotó, pero no se detuvo la dinámica de transformación de barrios céntricos por la llegada de capitales, que sigue elevando el coste de la vida y los alquileres desplazando a población local a la periferia. Es decir, la llamada gentrificación, anglicismo de moda que triunfa, según Domenico di Siena, por lo siguiente: “La gentrificación ha sido posible porque cambiamos el imaginario de la vivienda. No es vista como de un derecho, la gente ha aceptadoque la vivienda hay que conquistarla: es una mercancía. Es increíble cómo el capitalismo ha entrado a fondo en lo más básico, que es la vivienda. Se ha convertido a la ciudad en un lugar financiable”. Frente a todo ello, Di Siena propone la economía cívica, un concepto del geógrafo urbano Adolfo Chautón que va un paso más allá de la economía colaborativa en un espacio pequeño, manejable, como un barrio: “Cada uno con sus gustos e intenciones puede generar necesidades colectivas que satisfagan los emprendimientos individuales. Llevado a terreno, es un arma contra la gentrificación”, dice, de tal manera que si un barrio o ciudad se organiza, puede transformar el territorio sin necesidad de que sean los capitales -privados, mayormente- los que inviertan y cambien el barrio. Di Siena pone el ejemplo de la Factoría Cívica de Valencia, un espacio para la construcción colectiva, en el que conviven lo público, lo privado y lo ciudadano: “Es un coworking en el que se trabaja por el territorio”. Llevado a la calle, hay ejemplos como los grupos de consumo, activos en varias ciudades, en el que los vecinos se ponen de acuerdo para comprar directamente al productor.
Para llegar al Pasado mañana de Gutiérrez hubo que pasar por un anteayer: “La burbuja generó monstruos, pero también espacios de oportunidad para pensar todo de otra manera. En la Bienal de Arquitectura de Venecia de 2012 varios arquitectos españoles denunciaron la arquitectura del pelotazo a través del hashtag #UnOccupyBiennale, desocupa la Bienal, un mensaje para decir que no se construyese más. Lo que hacía falta eran nuevas relaciones para evitar el vacío”, cuenta, en un alegato de la ciudad como un organismo vivo basado en prácticas colectivas, con los ciudadanos en el centro. Y pone ejemplos de iniciativas ciudadanas, de los huertos urbanos y lugares de crianza como el Solar Almendro 3 en Madrid a las supermanzanas en Barcelona, espacios de urbanismo colaborativo con un horizonte diáfano: potenciar la ciudad en común.
Armas comunitarias
A las grandes ciudades españolas, como otras capitales europeas, les ha salido una variable inesperada de gentrificación: la turística. El centro de la capital catalana, o de la madrileña, se han convertido en parques temáticos con peculiar banda sonora, una sinfonía de maletas rodando en el asfalto camino de un piso turístico en los centros urbanos. El Ayuntamiento de Barcelona ha puesto coto con sanciones a empresas como Airbnb si no ajustaban su oferta de pisos a la legislación. Hace unos días Madrid también anunció una nueva regulación, con la concesión de licencias para viviendas turísticas. La ciudadanía, sin embargo, se ha adelantado a la Administración con propuestas más creativas.
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Un grupo de activistas fundó en Ámsterdam una plataforma online con un nombre bien traído, Fairbnb, una alternativa justa al gigante de los pisos turísticos, con el fin de “solucionar el reto de poner el procomún en el centro de la economía colaborativa, que permitirá conectar huéspedes y anfitriones mientras se ayuda a reducir el coste del turismo en las comunidades”. Hoy ya funciona en varios países. En Madrid hace unos meses el barrio madrileño de Lavapiés se llenó de carteles con la leyenda “Buscando a Raquel”, con la silueta de una mujer con sombrero. Cuando los vecinos vieron que una tal Raquel aparecía como propietaria de más de 150 pisos en anuncios de las webs turísticas, sospecharon, con toda lógica, que tras el nombre había una empresa o un fondo que posee apartamentos, y se movilizó para encontrar a Raquel y mapear el barrio. Pusieron sus armas comunitarias como solución; la participación como herramienta del común.
*Este artículo está publicado en el número de enero de tintaLibre, a la venta en quioscos. Puedes consultar la revista completa haciendo clic aquí. aquí
En 2017 la población global de las ciudades superó por primera vez a la que habita en el campo. Para 2050 se espera que la proporción sea de dos tercios urbanos por uno rural, exactamente a la inversa de lo que sucedía a mediados del siglo XX. En este tiempo el mundo ha cambiado al ritmo de una migración sostenida, y la perspectiva de crecimiento demográfico es imparable. En sólo 25 ciudades vive el 10% de la población mundial y su impacto se cuantifica con datos económicos: el PIB de Nueva York es mayor que el de Australia y el de Chicago más que el de Israel. Cada vez el mundo se parece más a una ciudad, o viceversa, y por eso tiene lugar en esos territorios la partida decisiva del planeta.