¡Claro que existe un feminismo islámico!

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Luz Gómez

Decía Gramsci, hoy tan justamente reivindicado como manoseado, que “el islam se ve obligado a correr vertiginosamente” ante la zarpa del capitalismo colonial. Y las musulmanas aún más, cabría añadir. Porque las musulmanas han tenido que enfrentarse a toda prisa a un capitalismo que, además de racista, es patriarcal. Así, el colonialismo, que sojuzgó buena parte del mundo islámico, fue responsable de que el nacimiento del feminismo en estas latitudes, entendido como proyecto de emancipación de las mujeres, coincidiera tanto con las luchas de liberación nacional como con las corrientes reformistas islámicas y se tiñera de ambas. A diferencia de lo que ocurrió en el feminismo europeo coetáneo, la religión fue vista como un motor imprescindible de transformación y liberación personal y colectiva.

Pero una vez superada la dominación colonial, la construcción estatal subsiguiente, con la excusa de tener prioridades mayores en el terreno económico y político, ignoró las demandas de las mujeres de una completa igualdad, que, en las cuestiones de derecho civil (familia, sucesiones, capacidad jurídica, propiedad), los códigos de estatuto personal de cada nuevo Estado se encargaron de atar a una interpretación patriarcal de la sharía. Y no solo los códigos civiles: con la excusa de la sharía, el derecho penal refrendó, por ejemplo, el mayor peso del testimonio del varón sobre la mujer. Hasta tal punto se ha perpetuado este estado de cosas que, a día de hoy, sigue siendo más fácil que una musulmana sea primera ministra (como la bangladesí Sheikh Hasina) o alcaldesa (como la tunecina Suad Abderrahim) que herede lo mismo que su hermano.

La construcción del discurso feminista

La manipulación del islam y su oficialización por parte de los regímenes poscoloniales, de Nasser a Buteflika, condicionó el desarrollo de los proyectos islamistas y el papel de los ulemas en las sociedades musulmanas. El feminismo, como corriente ideológica inspiradora de movimientos y agrupaciones sociales, sufrió por partida triple estos manejos: el Estado se sirvió de las mujeres para atacar a los islamistas, acusándolos de no respetar sus derechos; los islamistas utilizaron a las mujeres para denunciar el autoritarismo de los regímenes estatales, que imponían una versión del islam acorde con su agenda antidemocrática; y los ulemas hicieron de las mujeres moneda de cambio con Estado e islamistas mediante fetuas que abrían o cerraban ad hoc la interpretación jurídica de la sharía en lo tocante a las mujeres. Llegado el final del siglo XX, se podían distinguir a grandes rasgos tres corrientes de feminismo en contextos islámicos: un feminismo musulmán, un feminismo islámico y un feminismo laico, por orden decreciente, aproximado, de simpatizantes.

La línea divisoria entre feministas laicas y religiosas parecía nítida, en la medida en que las primeras demandaban la total abolición de los condicionantes religiosos en materia jurídica como paso previo a una auténtica igualdad de hecho, mientras que las segundas los asumían como fundamento irrenunciable frente a la dependencia neocolonial, en la que incluían el feminismo “blanco y burgués”. Pero también eran posibles los puntos de encuentro. Así sucedía cuando se bajaba a cuestiones concretas, como el matrimonio y la custodia, y no cuando el debate se embarrancaba en grandes declaraciones de principios en torno a la igualdad de género. Lo que podría considerarse incongruente visto con las gafas del feminismo occidental no lo era en absoluto en un contexto en que lo religioso y la emancipación ni se concebían ni se conciben necesariamente como antagónicos.

Por ejemplo, Nawal al-Saadawi, la feminista árabe más conocida y una infatigable defensora del feminismo laico, no ha tenido reparos en valorar la religión a su manera, como cuando les recuerda a sus admiradoras de ardiente verbo antirreligioso que su abuela, una campesina egipcia, decía que dios era “libertad, justicia y amor”. En su sentido último, esta reivindicación de dios no dista de lo que sostiene en su “teología contextual” la afroamericana Amina Wadud, quizá la principal teórica del feminismo islámico. Wadud insiste en la igualdad plena de hombres y mujeres a partir de una nueva hermenéutica coránica, en una “yihad de género”, según su expresión, que devuelva a dios a la cúspide del triángulo escaleno de la creación, de la que el patriarcado le ha desplazado para encumbrar a los varones.

Por su parte, las feministas musulmanas han asimilado la división, poco islámica y más bien occidental, entre espacio público y espacio privado, demandando la igualdad en el primero y desarrollando la noción islámica de complementariedad de hombres y mujeres para el segundo. Algunas hermanas musulmanas, como Zainab al-Gazali, fueron pioneras en una relectura coránica en este sentido. Con todo, ellas abrieron el camino al feminismo islámico, tanto en términos analíticos como de diálogo con sus sociedades, si bien rechazando la decidida militancia de género de las “islámicas”. Finalmente, legados como el de la socióloga marroquí Fátima Mernissi, que releyó el hadiz, los dichos y hechos ejemplares de Mahoma, a la luz del feminismo, son reivindicados no solo por el feminismo islámico y el musulmán, sino incluso por el laico.

Después de 2011

Como en tantos aspectos de la realidad árabe, las revueltas de 2011 introdujeron nuevas dinámicas que pusieron a prueba los argumentos de unas y otras feministas. Madeeha Anwar es una de esas voces “anónimas” de la plaza de Tahrir que vivieron y no solo idearon un nuevo feminismo revolucionario: enfundada en un niqab, se declaraba socialista y feminista ante la cámara de Leila Zahra-Mortada, y rechazaba que hubiera contradicción alguna entre su feminismo y su islamismo.

Si bien en un principio el levantamiento contra el enemigo común —los regímenes autocráticos de turno— difuminó las discrepancias sobre los objetivos feministas en el espacio compartido de calles y plazas, con el avance de la contrarrevolución afloraron las diferencias. Para regocijo de los enemigos de siempre —esto es, el régimen, los ulemas y las fuerzas políticas tradicionales—, los enfrentamientos a propósito de las prioridades de la lucha feminista están poniendo a prueba la unidad de acción lograda por las mujeres durante el año y medio de movilizaciones populares, si bien, y para alarma de la involución, abonan, por contraste, el empoderamiento de las mujeres en el espacio público, las cuales, al margen de su militancia, ya no están dispuestas a retroceder a las trincheras anteriores a las revoluciones.

En un tiempo de creciente represión y de violencia generalizada, de aumento del control estatal del espacio público y privado, este feminismo (sea musulmán, islámico o laico) se ve confrontado a la necesidad de pensar estrategias guiándose por objetivos puntuales más que por reivindicaciones discursivas, a diferencia de lo que había venido sucediendo en el último cuarto de siglo. Quizá esta sea la característica más relevante del feminismo árabe posrevolucionario, en la medida en que se aleja tanto de su historia como de la dialéctica inane con el feminismo “occidental”. Es un feminismo de la acción, de la urgencia, no de la construcción de un relato.

En el mapa de las más recientes luchas feministas árabes que hallan en el islam un elemento de empoderamiento, el Estado, los partidos islamistas y no islamistas y los ulemas se han replanteado sus estrategias para seguir impidiendo una auténtica emancipación de las mujeres. Las feministas han respondido con una guerra de posiciones, sea contra un Estado dinosaurio prerrevolucionario, como el de Arabia Saudí, contra un seminuevo mastodonte, como el de Egipto, o una serpiente que se revuelve mudando de piel, como el de Marruecos, por poner tres ejemplos dispares y semejantes.

Los delirios neocalifales de la corona saudí

En Arabia Saudí, el nuevo hombre fuerte, el príncipe Mohamed Bin Salman, pretende convertir a las saudíes en rehenes de sus delirios neocalifales, a lo que ellas, maestras en el uso emancipador de las redes sociales, se resisten: a nadie se le oculta que las activistas de larga trayectoria, como Manal al-Sharif, Aziza al-Yusuf o Luyain al-Hadhlul, que hicieron de la reivindicación del derecho a conducir un símbolo de la denuncia de la ley del máhram (la dependencia de la mujer de un varón de su familia), están encarceladas o en el exilio aun después de que, graciosamente, su majestad derogara la prohibición “islámica” de conducir.

En Egipto, el actual presidente, Abdel Fatah al-Sisi, cuando solo era miembro del Consejo Superior de la Fuerzas Armadas, defendió las pruebas de virginidad a las revolucionarias detenidas con el argumento de “protegerlas de las violaciones de los soldados y a estos de falsas acusaciones”. Con posterioridad, ya a la cabeza del Estado, declaró 2017 como el año de la mujer egipcia y anunció la puesta en marcha de una campaña nacional contra el acoso machista en las calles (según un informe de Naciones Unidas de 2013, un 99,3% de las egipcias ha sido objeto de acoso sexual), pero no lo hizo porque atentara contra la dignidad de las mujeres, sino contra “el honor del país”. Las feministas, amordazadas, en la cárcel o en el exilio, como toda la oposición, le recuerdan que el homonacionalismo no es la solución sino parte del problema, y que la omertà sobre la violencia machistomertàa (en expresión de la periodista Mona Eltahawy) no se puede enmascarar con una falsa preservación de la idiosincrasia religiosa y cultural del país.

En Marruecos, Mohammed VI impulsó, tras la revuelta popular del 20 de febrero de 2011, una reforma constitucional que acercaba la paridad entre hombres y mujeres. En este contexto, se creó el Centro de Estudios e Investigación sobre Cuestiones de la Mujer en el Islam, con Asma Lamrabet, conocida intelectual del feminismo islámico, como directora: “Hay que liberar el sexo con la religión en lugar de contra la religión”, sostiene Lamrabet. Pero la Liga Muhammadiya de los Ulemas, el órgano oficial del islam marroquí del que dependía el centro, no dejó de presionar para contener las lecturas reformistas que cuestionaban su monopolio del islam marroquí, hasta que logró que Lamrabet dimitiera a comienzos de 2018, en plena polémica sobre la reforma legislativa en materia de herencia. La corona, una vez más, ha fagocitado las demandas de igualdad de las marroquíes en función de sus propios intereses estratégicos, en un momento en que busca ahondar la brecha entre partidos laicos e islamistas.

La cuestión de la herencia no solo enfrenta a las feministas con los Estados árabes (en Irak y en el Líbano también se ha agudizado este debate, condicionado además en ambos casos por su diversidad confesional), sino que sirve de munición en la confrontación entre fuerzas políticas. En Túnez, donde la constitución de 2014 reconoció la igualdad plena de todos los ciudadanos con independencia de sexo, etnia o confesión, la gran batalla se está produciendo en el desarrollo legislativo posterior. Las fuerzas patriarcales se aferran a la provisión constitucional de que “el Estado es el guardián de la religión” (art. 6) para presionar en contra de nuevas lecturas isonómicas, que las feministas de todo signo promueven y que los partidos políticos manipulan en sus disputas, despiadadas, por ganar respaldo social contra el telón de fondo de una vacilante democracia: no es raro escuchar a islamistas anteponiendo la libertad del testamentario al legar y a socialdemócratas invocando el derecho de los padres a seguir la costumbre, que otorga dos tercios de la herencia a los varones y uno a las mujeres.

Para completar el panorama, habría que destacar el importante espacio de poder del funcionariado religioso, en el que las fuerzas patriarcales y las mujeres están jugándose buena parte de su futuro. Regímenes como el marroquí (que desde hace unos meses autoriza los trámites notariales por mujeres adules, es decir, testigos) o el argelino (que desde su Plan de Acción de 2012 fomenta la formación y nombramiento de murchidat, una suerte de imames mujeres) se han aprovechado de reivindicaciones de las feministas creyentes y las han reconducido al proyecto neocolonial en marcha de fomentar un islam “moderado”, como si el islam tendiera, por naturaleza, al extremismo.

En esto, como en tantos otros momentos cruciales de la lucha por la emancipación, las mujeres del sur del Mediterráneo tendrán que seguir peleando en un doble frente: contra el estamento religioso que les niega expresamente la paridad y contra el establishment nacional que se la niega en la práctica al reconocérsela bastardeada por sus intereses.

Todas nosotras, en 'tintaLibre' marzo

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*Luz Gómez es profesora de Estudios Árabes e Islámicos de la Universidad Autónoma de Madrid y autora de ‘Entre la sharía y la yihad. Una historia intelectual del islamismo’ (Catarata, 2018) y ‘Diccionario de islam e islamismo’ (Trotta, 2019).

*Este artículo está publicado en el número de marzo de tintaLibre. Puedes consultar todo el contenido de la revista haciendo clic aquí.aquí

 

Decía Gramsci, hoy tan justamente reivindicado como manoseado, que “el islam se ve obligado a correr vertiginosamente” ante la zarpa del capitalismo colonial. Y las musulmanas aún más, cabría añadir. Porque las musulmanas han tenido que enfrentarse a toda prisa a un capitalismo que, además de racista, es patriarcal. Así, el colonialismo, que sojuzgó buena parte del mundo islámico, fue responsable de que el nacimiento del feminismo en estas latitudes, entendido como proyecto de emancipación de las mujeres, coincidiera tanto con las luchas de liberación nacional como con las corrientes reformistas islámicas y se tiñera de ambas. A diferencia de lo que ocurrió en el feminismo europeo coetáneo, la religión fue vista como un motor imprescindible de transformación y liberación personal y colectiva.

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