Dicen que fue por la crisis, pero ya antes perdimos poder adquisitivo con la llegada del euro. ¿Recuerdan cuando un café costaba, a lo sumo, cien pesetas, y cómo asumimos que el equivalente a eso era la moneda de un euro, es decir, cuarenta céntimos más de repente, por obra y gracia de la similitud de ambas moneditas? Como Europa significaba prosperidad y primer mundo y España se había llenado de nuevos ricos, ¿qué más daba? Para quien no fuera nuevo rico, siempre había una hipoteca basura de propinilla: había que ser generosos con los que menos tenían. ¡Qué buenos eran los bancos!
Para cuando llegó el timo de la estampita del euro estaba la burbuja inmobiliaria engordando los precios de los pisos, y qué felicidad invertir en uno para venderlo bastante más caro poco tiempo después, que además como los bancos santísimos te daban la oportunidad de estar pagando toda la vida por tu pisito, pues aquí paz y después gloria. Nadie parecía recordar que apenas una década antes la vivienda la pagaba casi cualquiera en ocho o nueve años, a veces con un solo sueldo: también se nos olvida que la mujer no estaba incorporada masivamente al mercado laboral y que, con lo que ganaba un hombre, una familia podía salir adelante, mejor o peor pero con piso en propiedad sin que eso significara la mitad del salario y una deuda eterna. Porque la vivienda no era un bien de lujo, sino de primera necesidad. El derecho a la independencia económica de las mujeres nos lo cobraron caro: ¿queréis trabajar? Pues os bajamos los sueldos y ya no vale un salario para manteneros: se necesitarán dos. ¡Quien no tenga pareja con la que compartir los gastos, que espabile o que aprenda a malvivir!
Con la crisis se multiplicó el número de malvivientes, con pareja o sin ella. Hay que apretarse el cinturón, nos dijeron. Todos tenemos que hacer un esfuerzo, insistían. Menos los bancos, claro, pobrecitos, que han sido generosos por encima de sus posibilidades prestando pasta a todo quisqui. A ellos hay que ayudarles con el dinero de todos los españoles, devolviendo bien por bien. ¡Se han ganado el irse de rositas! La soberanía nacional comenzó a pasar por una agencia de calificación de riesgos. Los salarios se congelaron y algunos hasta bajaron. Mucha gente se quedó sin casa: ¡menos mal que los bancos también recuperaron esas viviendas que con tanta inocencia habían casi regalado a esa gente desalmada e irresponsable! Asimismo, se puso de moda la palabra recortes, aunque siempre referida a los servicios públicos: recortes en sanidad, recortes en educación, recortes en servicios sociales. ¡Teníamos que comprender que ya no se podía gastar tanto, salvo si se trataba de algún banco! Y perdónenme tanta referencia a nuestros bancos queridos, pero cómo hablar de la precariedad sin nombrarlos, angelitos.
A todo esto, la globalización avanzaba feliz e imparable con su promesa de negocio por doquier y riqueza para todos, que en España significaba turismo a mansalva y low cost. Aquí la tradición es que la gente venga a emborracharse con sangría, a tomar el sol, a comer barato, a salir hasta las mil e incluso a matarse haciendo balconing. Para que no se despisten mucho hay que ponérselo fácil, que se puedan comer rapidito algo que sus paladares conozcan, recetas familiares para paliar la angustia por estar tan lejos de casa: hamburguesitas, donuts, tacos, unos muffins con cafecito, todo de marcas reconocibles, con garantía de seguridad: ¡Starbucks, Burger King, Taco Bell, Dunkin’Donuts, creced y multiplicaos! Y además esas buenas marcas son tan generosas pagando los alquileres, parecían decir en voz baja las fuerzas vivas de la economía y la política. Qué caray, ¡ya está bien de sucios negocios locales con una comida que nadie conoce! ¡Viva la gastronomía internacional! Los ciudadanos empezamos a ver cómo no solo desaparecían los pequeños comercios, sino también cómo echaban a la gente de sus barrios y de qué manera la vivienda protegida la compraban, de forma masiva, los fondos buitres. Y más aún: muchos pisos comenzaron a ser para turistas vía Airbnb. Los centros urbanos perdieron a sus vecinos y también cualquier rastro de sabor local, y empezó a dar igual visitar una ciudad u otra. Algunos llamaban a esto democratización, ya que cualquiera podía ser turista. Ser turista significa que todos podemos consumir rápidamente un lugar a través de su cada vez más monótona oferta. Asimismo, muchos aseguraban que esto, y no otra cosa, es la riqueza.
Los derechos ya no son humanos
Derechos que ya estaban ganados ahora teníamos que volver a ganárnoslos, pero de una manera perversa: ¡hay que ser un emprendedor y pagar por los servicios básicos! ¿Qué es eso de que todo el mundo pueda acceder a ellos en igualdad de condiciones? Si queremos una buena educación, debemos pagarla. La primaria y la secundaria de calidad quedan para los que han sabido ser perfectos capitalistas. Por supuesto, la universidad ya solo es pública de manera nominal, y muchos padres se desesperan y se endeudan para poder costearle las carreras a sus vástagos. La sanidad pública va camino de convertirse en una beneficencia: muchos centros de salud están saturados, y conseguir cita con el especialista empieza a asemejarse a ganar la lotería. Se ha normalizado el sacarse un seguro privado después de mucho aplaudir el esfuerzo de los sanitarios en la pandemia y de lanzar vítores por un sistema de salud al que luego hemos dejado agonizar, por el que solo nos movilizamos atendiendo a los fines electoralistas de los gobernantes. Y es que ya no hay protestas que vengan del pueblo, son los de arriba los que nos dicen cuándo les va bien que nos manifestemos. El ingreso mínimo vital se considera una sopa boba, y cada vez son más los que piensan que quienes no quieren tener los hijos necesarios para cotizar y para que la pirámide de población no se invierta deberían perder su derecho a una pensión. Porque los derechos ya no son humanos, sino económicos.
Ya no hay protestas que vengan del pueblo, son los de arriba los que nos dicen cuándo les va bien que nos manifestemos
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Sumo y sigo: nos dicen que el planeta ya no da más de sí, que la humanidad, convertida en una plaga, incluso ha provocado un cambio climático. Debemos dejar de contaminar, estamos todos de acuerdo en eso, pero también aquí el dinero manda. Los buenos ciudadanos, los que pueden asumir la cacareada “Transición verde y energética” son los que tienen el poder adquisitivo suficiente para comprarse un coche eléctrico, porque no hay infraestructura suficiente, ni tampoco ayudas solventes por parte de los poderes públicos. La ecología y el decrecimiento, inevitables, se aprovechan para hacer negocio, y los coches se van a convertir en un artículo de lujo. Todo redunda en una mayor desigualdad social. Hasta comer de forma responsable pasa por poseer un buen nivel adquisitivo: los productos ecológicos cuestan un pastón, y para más recochineo, un ministro supuestamente de izquierdas saca un recetario para pobres en lugar de legislar contra la comida basura y las macrogranjas. Porque el problema es que incluso buena parte de la izquierda ha asumido el marco de pensamiento de la derecha: que el Estado no puede intervenir nada, que todo depende de los individuos. Y esta derrota de lo que antes entendíamos por izquierda también es precariedad.
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Elvira Navarro (Huelva, 1978) acaba de publicar su última novela, 'Las voces de Ariadna', en Literatura Random House.
Dicen que fue por la crisis, pero ya antes perdimos poder adquisitivo con la llegada del euro. ¿Recuerdan cuando un café costaba, a lo sumo, cien pesetas, y cómo asumimos que el equivalente a eso era la moneda de un euro, es decir, cuarenta céntimos más de repente, por obra y gracia de la similitud de ambas moneditas? Como Europa significaba prosperidad y primer mundo y España se había llenado de nuevos ricos, ¿qué más daba? Para quien no fuera nuevo rico, siempre había una hipoteca basura de propinilla: había que ser generosos con los que menos tenían. ¡Qué buenos eran los bancos!