Emilio Lledó: "Los oyentes de las tertulias quizás hayamos bajado mucho el listón de nuestra tolerancia"

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Karmentxu Marín

Don Emilio pregunta cuánto tenemos que hablar “para enrollarme más o menos”. Le digo que proceda como acostumbre. Tiene 93 años y un discurso-río estructurado y didáctico. Es un excelente y lúcido conversador que pide al final de la charla: “Oye, si te he dicho muchos disparates, púlemelo”.

– ¿Para qué sirve un filósofo?

– Bueno, yo creo que todos los seres humanos somos filósofos. A través de la tradición literaria e histórica parece que el filósofo es un ser fuera de la realidad, como por encima de los seres humanos, dando ideas superiores que cuajan en eso que se llama un sistema filosófico. Pero eso nunca ha sido la filosofía. Todos necesitamos saber en qué mundo estamos, quién nos informa, quién nos deforma, quién nos engaña, quién nos dice la verdad. Y eso lo han querido saber todos los seres humanos. La tendencia a enterarse sería quizá la traducción más exacta que yace en el término filosofía.

– Si alguien no entrara en esos parámetros, ¿debería, no obstante, tener un filósofo a mano?

– No [ríe], es que todos lo tenemos dentro de nosotros mismos. Todos queremos saber. Lo que pasa es que hay que producir, crear una educación en donde sea posible esa curiosidad. Uno de los principios de la filosofía en sus orígenes —porque, como sabemos de sobra, es una palabra griega— significó quedarse asombrado, interesarse por algo para saber qué significa.

– Es usted un pozo sin fondo.

– Pero el agua está un poco helada.

– ¿Por qué? 

– El agua tiene que fluir. Es la imagen famosa del río de Heráclito, que no podemos bañarnos dos veces en el mismo río porque el agua que fluye es distinta siempre. Pero a veces una sociedad desinformada, con problemas que la acosan continuamente, por información, por realidad, por guerras, por miserias, por pobreza, por injusticia, etcétera, ve cómo ese agua que tiene que fluir se congela, se cuaja. Y sobre ella, en lugar de podernos bañar, nos escurrimos. Eso puede ocurrir con el lenguaje, que puede helarse con frases hechas, conceptos estereotipados, y entonces el pensamiento no fluye, no piensa, valga la redundancia.

– Por muy helada que esté el agua, usted se atreve a meter el pie.

– No hay más remedio. Además, tengo esa experiencia del año 1953-1954 en Heidelberg. Tengo una foto de pie sobre el Neckar helado con dos amigos españoles que estaban allí, Gonzalo Sobejano y Juan José Carreras. Creo que fue la primera vez que se congeló el río, y el Neckar es ancho. En este caso no es una metáfora. El río debía de discurrir y escurrirse por debajo de esa superficie helada. El lenguaje actual y la educación tienen que permitirnos saber penetrar en ese río seco de frases hechas, de conceptos estereotipados, de deformaciones de ciertos medios. 

– ¿Cada vez somos más ignorantes?

– Espero que no. Pero puede ocurrir que, en un momento de tanta información, estemos asfixiados por ella y nos ignorantifiquemos, valga la expresión.

– ¿Hablar actualmente de ética suena a chino?

– Sería terrible. La palabra ética viene de un concepto maravilloso griego, el ethos. Los primeros textos donde aparece esa palabra se referían a la guarida en la que se refugiaba siempre el animal, la guarida en donde descansaba y se encontraba a sí mismo. Y la ética, en cierto sentido, tendría que ser el espacio en donde nos sintamos verdaderamente seres humanos, solidarios, aspirando a lo que tiene que constituir la esencia de la cultura, que es la verdad, la justicia, la belleza, el bien, todos esos conceptos que suenan a veces como fuera de la realidad. Son conceptos filosóficos que tienen que encarnarse, que se encarnan, que se cuajan continuamente en la convivencia de los seres humanos. Y por eso es tan importante que esos conceptos, y eso que se llama humanidades, se sigan cultivando.

– ¿No cree que la educación ha perdido importancia, tanto en cuanto a conocimiento como a maneras?

– Pues estoy de acuerdo contigo. Hay una frase de Kant, ese ser humano prodigioso, capaz de escribir uno de los libros más importantes, pero siempre con un estilo que, aunque pueda parecer difícil, no lo es, que decía algo tan sencillo como esto: “El ser humano es lo que la educación hace de él”. La frase es genial. Y por eso los que han querido poner obstáculos a eso que tiene que fluir, a la educación, han intentado en muchos momentos, no sé si consciente o inconscientemente, obturar ese fluido, ese río del ser humano que se enfrenta ante la libertad.

– Usted, defensor acérrimo de la enseñanza, y de la pública, ¿entiende que cada Gobierno que se sucede en España haga una ley de educación distinta?

– Pues me parece siniestro, porque solo puede hacerse una ley de educación en la que el concepto y fundamento sea la igualdad educativa para todos. Está dicho hace 24 siglos: la educación tiene que ser una y la misma para todos. Y no puede ser la economía, la capacidad económica, la que cambie los distintos niveles de esa educación, que además son niveles desniveladores.

– La palabra, la lengua, conforma y enriquece la realidad. ¿Cómo interpreta que en la ley que prepara el Ejecutivo se retire el castellano como lengua vehicular? 

– Aunque no sé los detalles concretos, me parece que la lengua es siempre un modo de comunicación. Y con una lengua que tiene la expansión que tiene el castellano, me parece que es una ceguera absurda por un concepto absolutamente equivocado de la identidad. La identidad es lo que cada uno es consigo mismo y lo que ha hecho con esa educación que le han dado y con la libertad que ha sabido crear. El nacer en una lengua es una casualidad. Nadie ha escogido la lengua en la que ha nacido. Aunque tenga esa frase tan bonita de lengua materna, la lengua nos acoge como una cuna. Pero lo importante no es la lengua materna en la que nacemos, no podemos presumir de ella porque es una casualidad. Lo importante es la lengua matriz, la que somos capaces de hacer cada uno, la lengua que se alimenta de libertad, de generosidad, de solidaridad. Por eso, el querer negar esa solidaridad y esa universalidad que da la lengua me parece una de las muchas equivocaciones de un falso criterio de identidad, dominado por intereses que nada tienen que ver con la cultura. La lengua, repito, es lo que cada uno de nosotros hace con ella, la lengua que llevamos, la que, por supuesto, y aunque pueda parecer un idealismo, que en absoluto lo es, es capaz de crear solidaridad y libertad.

– Suya es la frase de que cuando el pensamiento es poderoso se puede decir en cualquier lengua.

– Por supuesto. Eso cuando el pensamiento es pensamiento y no está atascado —y nunca mejor dicho el verbo atascar— por prejuicios, muchos de ellos metidos a través de los medios de desinformación.

– Dice que escucha disparates absolutos en las tertulias, en las que, apunta, “uno habla por igual del cambio climático que del dolor de pies”. ¿Los tertulianos somos banales o los oyentes y espectadores han bajado mucho el listón de su tolerancia?

– Pues a lo mejor los oyentes hemos bajado mucho el listón de nuestra tolerancia. Pero no es un ataque. Estar en una tertulia es tan importante que hay que pensarlo mucho, saber lo que se dice y crear libertad, conocimiento, filosofía, posibilidad de entender. La filosofía surgió como una curiosidad de entender lo que pasaba, cuáles eran los principios de la naturaleza. Y empezaron a pensar que había unos principios teóricos que eran el bien, la cultura. Por eso, paideia en griego, de donde viene pedagogía, significaba cultura. Y eso se aprende desde niño. También se puede aprender, desgraciadamente, la incultura, el fanatismo, la ideologización de la mente.

– Afirma que los políticos pervierten el lenguaje y determinan nuestras vidas. ¿Cree que llevan un Maquiavelo dentro?

– No lo creo, sería terrible. El maquiavelismo es una deformación que se ha hecho de la filosofía y del pensamiento de Maquiavelo. Pero yo no creo que haya algo de maldad, porque si la hubiera ese político ya no vale. La característica esencial del político, y está dicho hace 24 siglos por un filósofo griego, tiene que ser la decencia. Lo decía con esa palabra griega tan hermosa, spoudaios. La indecencia no puede en absoluto entrar en la política.

– ¿Qué le sorprende más de la sociedad actual?

– Quizá el exceso de información y la falta de crítica. No quiero hacer con esto una crítica a los móviles, que son un instrumento importante en nuestra vida, pero los móviles nos enseñan a fuerza de chispazos, de chisporroteos, y lo que necesita la mente es la reflexión. Por eso siempre he sido tan defensor de la lectura y de los libros, porque me parece una idea natural y sensata, con capacidad de crear vida. Y eso es la lectura, el pensamiento, o sea, la reflexión. Fíjate lo que significa que podamos dialogar con lo que se ha escrito hace 24 o 25 siglos, o 10 o 15, que podamos dialogar con Platón y con Cervantes, y con Nietzsche y con Pérez Galdós. Qué posibilidad la de hablar con ellos a través de ese prodigio que es la escritura, los libros y la comunicación. Dialogar con esos seres maravillosos que dejaron su pensamiento, su sentimiento, su perspectiva de la vida en sus escritos. 

– “Estoy cansado y liberado de muchas cosas”. ¿De cuáles?

– ¿De qué me he liberado yo? Bueno, no lo sé. Pero creo que me libero cada vez que pienso, que reflexiono, que no acepto lo que me dicen por ser dicho, sino lo que me dicen por ser entendido, pensado, por ser algo que tiene que ver con el bien de la sociedad. Porque también en la historia de la teoría política, de la filosofía política, se dice que los políticos tienen que ser creadores de felicidad.

– Nada menos. Madre mía.

– Sí, porque no tienen que pensar tanto en sí mismos. Fíjate que paradoja: desde la filosofía griega, como los políticos tienen que darse tanto a los demás, ellos no tienen felicidad. 

– ¿Conoce a algún político que le dé felicidad?

– Pues muchos de la historia de la filosofía política.

– ¿Y así, de más cerca?

– Pues espero que alguno empiece a crearme felicidad. Nunca me había planteado quién me la da. En el momento en que se preocupen de eso que estamos hablando, me darán felicidad. Pero si no lo hacen, me están creando continuamente infelicidad. Por eso me sorprenden muchas veces las discusiones políticas, de políticos profesionales.

– ¿Viendo alguna sesión parlamentaria le invaden el bienestar y el gozo? 

– No. En absoluto. Estoy tristísimo. Lo que pasa es que no las veo nunca, pero sé de qué van, las oigo y me quedo sorprendido. Me pregunto cómo puede ocurrir eso en nuestro tiempo.

– Usted que sabe de tantas edades, ¿cuál considera que ha sido la mejor y la peor?

– La que más me preocupa es la que estoy viviendo, que tiene que ver no solo conmigo, sino con mis amigos, con mis hijos, con mi nieto. ¿En qué época me hubiera gustado vivir? Pues en una en la que se hablase, como se hablaba en el ágora griega, de la cultura, y se reflexionase sobre la cultura para que esta crease felicidad a los demás. La época en que he sido más feliz, tengo que decirlo, es la época en que me fui a Alemania. La única cosa de la que estoy un poco orgulloso en mi vida es que aquel muchachito enclenque tuviera valor para atreverse a irse a Heidelberg al acabar la carrera y el servicio militar, en una época en la que nadie viajaba, y en la que para salir fuera de España había que tener muchos arrestos, y sin saber alemán. Y estuve primero 10 años que fueron para mí una iluminación, porque descubrí lo que era la enseñanza, lo que era una universidad, y también a través de amigos, profesores de instituto, lo que era la enseñanza en esos institutos públicos alemanes. Yo diría que es una de mis épocas más felices porque me encontré con que lo que creía que soñaba como algo utópico sin sentido estaba realizado. Y estaba realizado porque esa universidad y esa enseñanza, desde 1810, cuando se crea la Universidad de Berlín por Guillermo de Humboldt, estuvo siempre en búsqueda, a pesar de los problemas que haya habido en la incultura alemana. Porque un país tan culto como el alemán tuvo que padecer también la incultura del fanatismo y de la ceguera.

– ¿La pandemia nos va a hacer mejores personas, como piensan algunos, o no tenemos remedio?

– Lo escucho a veces. Yo creo que tendría que hacernos buenas personas, pero no mejores personas. Sí, tenemos que mejorar. Ahora que se habla tanto de globalizar, lo que hay que globalizar es la cultura y el conocimiento, no la economía. La economía es muy importante, qué duda cabe, pero no lo es el egoísmo ni la codicia ni el afán del dinero por el dinero. El dinero por el dinero no produce más que negatividad. El dinero tiene que ser por la cultura, por la solidaridad y por evitar los males de la realidad. Cuando te das cuenta de que alguien se enciende en guerras continuamente te preguntas: pero ¿quién las alimenta, qué prejuicios mentales, qué injusticias, qué deformaciones mentales, qué políticos ciegos, qué política de monstruos está rigiendo el mundo? Todo esto de las migraciones es tristísimo. Deberíamos pensar por qué se producen, qué causas hay detrás, qué causa esa pobreza por la que tienen que irse. Y este es un tema de la nueva cultura, de los problemas reales que habrá que abordar y que, por supuesto, los políticos tienen el deber ineludible de abordar. 

– ¿La libertad intelectual nace o se hace?

– La libertad intelectual se hace. Nacemos con la posibilidad de la libertad, pero esa posibilidad nos la pueden hacer mal realizada, metiéndonos en la cabeza esos bloques de conceptos absolutamente pringosos que nos impiden que fluya ese río del cerebro y, por supuesto, nos impiden la libertad, nos la coagulan.

– ¿Qué conceptos son más pringosos?

– Los que no crean ese idealismo de la justicia, del bien, la cultura, la bondad, la belleza que los seres humanos descubrieron porque lo necesitaban. Todo lo que obstruya, lo que se manifieste de una manera turbia con conceptos tristes y estereotipados en el antipensamiento; todo lo que no cree, que no vaya en busca de esos ideales políticos. Lo decía un filósofo griego también: la política es la más arquitectónica de las ciencias, de los saberes, porque lo incluye todo. Aristóteles utiliza la palabra arquitectónica. Eso es lo que crea libertad. La cabeza de quienes no tengan esa creación de libertad y la intención de limpiar su cabeza de prejuicios, de frases hechas y de conceptos vacíos y de lo que yo llamo patriotismo de trapo no vale para nada. No crea más que insensibilidad y retraso.

– Piensa que cualquier bandera entorpece. ¿Se ha asomado al Paseo de la Castellana, en Madrid, donde el Ayuntamiento ha colocado una kilométrica rojigualda de lucecitas para estas Navidades? 

– Pues aunque no la he visto todavía, me parece, lo tengo que confesar, absurdo. Totalmente absurdo.

– “Pese a todo, yo tengo esperanza”, dijo hace tiempo. ¿Lo mantiene?

– Es que no me queda más remedio. Soy ya muy mayor, y la esperanza de los mayores es poca. Pero mi esperanza ideal está llena de juventud. Quisiera que las generaciones que nos sigan, que vengan después, encuentren un mundo que no esté dominado por la mentira, por la deformación y por los intereses de políticos disparatados.

– ¿Está en paz consigo mismo?

– Sí. Pero estoy inquieto, porque me gustaría haber hecho más cosas. Ahora que estoy pensando en mi vida en estos largos meses, naturalmente que cometemos errores y nos equivocamos, pero encuentro que soy el mismo que se fue hace tantísimos años de este país, porque entonces este país, lo tengo que decir, me repugnaba. Por eso mi llegada a Heidelberg, aquella ciudad de provincias, pequeña, con aquella universidad maravillosa, en cuyo edificio central había una frase que decía: Zum Lebensgeist, al espíritu de la vida, a lo que vive en nosotros como espíritu, como fuerza creadora de libertad y de justicia. El espíritu vivo es el de la cultura. Pero a veces nos dan una cultura machacada, triturada, apresada por ciertos medios y por ciertas tertulias. La tertulia es una cosa importante, una posibilidad de comunicar y de dar ideas, de abrir la mente de los que nos escuchan, pero no de deformarnos, claro.

– No me ha dado ni un nombre de un político que le haga feliz.

– Pues no lo he pensado y no quiero improvisar ni ser injusto. Pero lo que sí hay es una gran deformación de algunos políticos —piensa en Latinoamérica y en otros países— que son verdaderos monstruos humanos. Por desgracia, la monstruosidad mental también existe.

– ¿Cómo andamos de monstruos políticos en España? 

Cuando suenan las alarmas

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– También hay algunas zonas de monstruosidad en los políticos de nuestro país. Pero tiene que haber posibilidad de superar esas amenazas monstruosas que a veces nos caen de mentes absolutamente deformadas. 

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*Esta entrevista está publicada en el número de diciembre de tintaLibre, a la venta en quioscos. Puedes consultar todos los contenidos de la revista haciendo clic aquíaquí

Don Emilio pregunta cuánto tenemos que hablar “para enrollarme más o menos”. Le digo que proceda como acostumbre. Tiene 93 años y un discurso-río estructurado y didáctico. Es un excelente y lúcido conversador que pide al final de la charla: “Oye, si te he dicho muchos disparates, púlemelo”.

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