Dos preadolescentes entran en un restaurante cercano a la Real Plaza de la Maestranza de Sevilla. Su madre tiene hecha la reserva desde hace días, sabedora del gusto de las criaturas por el tapeo. Entran, se sientan, el sol luce espléndido y entra a chorros por la ventana del local. Hay alegría y hambre en el ambiente. Pasados unos segundos, el menor de los hijos pregunta con los ojos muy abiertos: “Mamá, todas estas cabezas son de mentira, ¿no?”. Y la madre responde con rapidez y ligereza que no, que los astados que adornan las paredes son de verdad, por supuesto. No contenta con eso, se adorna y bromea diciendo que probablemente se mataron en esa plaza tan cercana al plato de jamón de bellota y las regañás que devorarán en un ratito. Que los ciervos y el resto de los animales que abarrotan los tabiques han sido abatidos a tiros, que a ver qué se han creído. Y esa madre, como conocedora también de lo que supone convivir con la preadolescencia, sabrá, por la mirada y el gesto de sus comensales, que les ha decepcionado. Que no les apetece continuar la conversación por muy rica que esté la comida. “Hija, mamá, a quién se le ocurre venir aquí”, dirá la mayor de los hermanos. Tendrá ella, la madre, que asumir que toca renunciar a su pasado cargado de barbarie, de tradición taurina, con una abuela que disfrutaba cuando los toros se saltaban la barrera, o cuando herían a alguien. Y tendrá que reconocer que hay aficiones que envejecen fatal, y no hay retinol que las ampare.
Con Juan Carlos I ha pasado algo parecido. Durante mucho tiempo, los españoles han pensado que todo lo que hacía era bueno, obviaron ciertos escándalos financieros y de paso también los extramatrimoniales. “Pasó haciendo el bien”, dicen de Jesucristo en los Hechos de los Apóstoles. Porque existía una opinión casi unánime: que ese hombre era una apuesta segura. No había más que verlo. Un hombre alto, guapo y con idiomas que mejoraba la raza, nuestras relaciones internacionales, la imagen de país, nuestra vida misma con su mera presencia.
Al fin y al cabo, ¿qué se podía esperar de un hombre si no es cierta tendencia a la codicia, a dejarse llevar por sus impulsos testosterónicos? ¿Y qué más daba si la cabra tiraba a tantos montes después de todo lo que este hombre nos ha dado, si lleva la palabra democracia tatuada en el abdomen?, ¿si fue él, y sólo él, el que hizo frente al golpe de 23F? ¿No recuerdan el miedo que pasaron, aquel día sin colegio, aquella mañana en la que todo parecía nublarse? “Esa masa que no era monárquica se hizo juancarlista”, cuenta el periodista Iñaki Gabilondo en la serie Los Borbones: una familia real, tras lo sucedido ese día de finales de febrero de 1981.
“Los medios de comunicación y el grueso de la opinión popular eran conscientes de las numerosas tareas del rey y en especial de su papel como el embajador comercial de España más conocido, y al parecer, más eficaz. Si hubieran sabido de sus placenteras actividades de ocio, entre las que se encontraban la caza, la navegación y el donjuanismo, todas ellas a menudo comentadas con discreción y respeto, la mayoría de los españoles las habría considerado poco menos que merecidas; por algo era el rey”, cuenta Paul Preston en la edición actualizada de Juan Carlos. El rey de un pueblo (Debate). Champion of Democracy, lo presentó el expresidente estadounidense Ronald Reagan durante una visita de Estado a su país.
Lo merecía, claro. Por ser rey y para compensar su niñez y adolescencia. Esa época de su vida en la que pasaba frío y se sentía muy solo. En una familia que nunca ha sabido ser otra cosa que desestructurada, generación tras generación, y que solo se reúne para los funerales. En la que no estaba bien visto mostrar afecto alguno, tampoco casarse por amor. En la que faltaba dinero, o eso decían, aunque cueste creer hoy qué demonios significa la precariedad siendo Borbón.
Una familia con tradiciones, como ésa que dictamina que ser rey conlleva tener una doble vida, aunque en el caso de Juan Carlos vendría luego su amante más locuaz, Corinna Larsen, a contarnos que la del monarca era más bien quíntuple y que se ilusionaba como un chiquillo al contemplar bolsas llenas de dinero. Un hombre que antes de llegar a ser rey disparó por accidente a su hermano Alfonso causando su muerte y que traicionó a sus padres para seguir adelante con sus planes. Primero al biológico, Juan de Borbón. Luego al adoptivo, el dictador Francisco Franco.
Un playboy que, supimos después, o así nos lo contaron, pedía ligues a domicilio. Con más rubias en la agencia que la media de los mortales
Pero todo eso son cosas que le pueden pasar a cualquiera, fatalidades de la vida que solo merecen una buena recompensa porque en el fondo España lleva toda la vida buscando líderes. Don Pelayo, el Cid Campeador y el Quijote. Curro Romero, Camarón y Julio Iglesias. Raphael, Almodóvar y Los Javis. Ramón y Cajal, Severo Ochoa, don Rafael Nadal Parera, Manolo el del Bombo. Pero sólo uno llamado Juan Carlos parecía poner de acuerdo a izquierda y a derecha, a los monárquicos perdidos y a los agnósticos, a fervientes republicanos que asumían que este rey, ese al que algunos vaticinaban poco tiempo en el trono, no estaba mal del todo.
Un tipo simpático, el gran conseguidor de la década de los 90. Menos estirado y más ligón de lo que debiera, más viajero que ninguno, casado con la única mujer del planeta (con permiso de Isabel II) que jamás ha cambiado de peinado. Hacedores ambos de tres criaturas rechonchas y rubias con las que nos felicitaban las fiestas en los jardines de palacio y en las portadas de las revistas. Una familia real pero irreal para el español medio de entonces, más cercano a Alfredo Landa y a José Sazatornil que al hijo de María de las Mercedes de Borbón y Orleáns.
Me he equivocado de rubia
Un playboy que, supimos después, o así nos lo contaron, pedía ligues a domicilio. Con más rubias en la agenda que la media de los mortales.
Maravillosa es la anécdota que contó Bárbara Rey y que ha confirmado la que fue su vecina de chalé en la localidad madrileña de Boadilla del Monte, la actriz Jenny Llada. Ese día en que Juan Carlos llegó a casa de la primera y, al equivocarse de adosado, espetó a Llada mientras esta salía de su casa: “¡Me he equivocado de rubia!”. Un chascarrillo que constata que España era un país mucho mejor cuando existían las vedettes.
Durante mucho tiempo, quizá demasiado, las sombras que rodeaban al monarca se tapaban por obra y gracia de la clase política y de los medios de comunicación. Pero hoy sabemos, quizá también demasiado. Y aunque el fango no borra la labor del monarca durante sus casi cuatro décadas de reinado, mancha. A pesar de que algunas causas judiciales hayan prescrito y nadie lo haya condenado. La suya es una mancha tan pegajosa que llega a la ropa y al cuerpo.
Y cuando las puertas se abrieron, conocimos que además de conseguidor era comisionista, porque el amor a España tiene sus límites y uno tiene que cubrir sus necesidades. Que un yerno llamado Jaime de Marichalar salió rana y el otro, Iñaki Urdangarín, fue peor porque acabó en la cárcel acusado de malversación, prevaricación, fraude a la Administración, dos delitos fiscales y tráfico de influencias en el caso Nóos. Se excusó diciendo que no había hecho otra cosa que copiar lo que veía en casa y al salir se enrolló con una compañera de trabajo con la que se dejó fotografiar en una playa de Bidart. Pueden verlo en la portada de la revista Lecturas.
Quizá el punto de inflexión en la figura del rey emérito ocurrió aquel 18 de abril de 2012, cuando salió de su habitación del Hospital USP de Madrid después de que le repararan el porrazo que se pegó en una cacería en Botsuana donde acudió con Corinna Larsen. Había dicho en alguna Nochebuena anterior, durante su discurso televisado: “El camino de la recuperación exigirá sacrificios”. Mientras, España vivía inmersa en una crisis económica que había comenzado en 2008 y de la que aún hay familias con secuelas. Y ese país era otro. Más preocupado que antes por el bienestar animal, por el medio ambiente y ya no tan dispuesto a perdonárselo todo.
Carne de cotilleo
Esa escena, la del “lo siento mucho, no volverá a ocurrir”, la hemos visto decenas de veces. Aquel líder, todopoderoso e imbatible durante tanto tiempo, pidiendo perdón. Con una trasera sin barroquismos ni maderas nobles. Con su bastón, su trajecito y su canesú, su pared de color blanco y el olor a desinfectante de cualquier centro hospitalario. Desde ese día Juan Carlos I de Borbón se convirtió en el tío Juan Carlos, ese familiar con achaques al que cuando le dan el alta el médico le recomienda, como a cualquier persona de su edad, que es importante que recupere la masa muscular cuanto antes y que siga las indicaciones del informe. El periodista José Antonio Zarzalejos, el mismo que publicó la exclusiva de su abdicación en junio de 2014, define esta escena como un momento “antiestético”.
Y fue la abdicación otro antes y un después. Aprendimos que se pueden tener dos reyes como tuvimos dos Papas en Roma. Que uno es el honorífico y otro el que ejerce. Y que fue Felipe VI el que esta vez traicionó a su padre y le despojó de privilegios, el que renunció a su herencia, el que lo mató en vida para preservar la monarquía. El karma, Juanito.
Desde ese día, también mucho antes, Juan Carlos I empezó a ocupar demasiado espacio en el salón para no ser visto. Nos entretuvo mucho su listín de amantes, aunque algunos medios sigan empeñándose aún hoy en llamarlas socialités o amigas especiales. Supimos de regalos, de cuentas en Suiza, de sus no sé qué con Hacienda siendo él “el primero de los españoles”.
Y cuando las puertas se abrieron, conocimos que además de conseguidor era comisionista, porque el amor a España tiene sus límites y uno tiene que cubrir sus necesidades
Y se marchó. Anunció el 3 de agosto de 2020 que se iba a Abu Dabi. Con la sana intención de no molestar, pero sobre todo para que lo dejaran en paz. Allí se siente, dicen los que lo conocen y lo quieren, tan solo como en la infancia, pero mucho más viejo. Allí sufre por lo injustamente tratado que se siente, después de todo lo que ha hecho, sufrido y sacrificado por España. Carlos Espinosa de los Monteros, uno de sus amigos más próximos, lo resume con precisión como un “dolor que cala los huesos”. Aunque allí viva como un sultán más que como un rey, aunque no sepamos a qué dedica su tiempo libre en ese país tan poco garante de los derechos humanos. Y diga, a través de sus portavoces no oficiales, que echa mucho de menos el país que reinó.
Ver másLa traición de las élites
Hoy, las encuestas de popularidad no las tiene a su favor como entonces, cuando era Reagan el que le recibía con alegría. Las búsquedas en Google con su nombre intentan responder a preguntas que son fantasía para los amantes del salseo. Cuántos hijos tiene. Su posible romance con la cantante Paloma San Basilio. Su bronca (¿cuántas llevan ya?) con su nuera Letizia. Que la jura de la Constitución de su nieta Leonor, princesa de Asturias y heredera al trono, ha sido la última merienda en la que ha tenido que aguantar a sus parientes.
Nos quedan sus visitas a Sanxenxo. Cada vez más delgado. Cada vez más anciano. En la casa en la que le acogen su amigo Pedro Campos y su mujer Cristina Franze, de profesión astróloga. Una mujer a la que aún no hemos dedicado el tiempo que merece. El emérito es ahora carne de cotilleo y de anécdota. La noticia es si le gustan los croissants o la centolla. Si duerme bien por las noches, si tiene mejor cara que en el viaje anterior. Si será éste o el siguiente el último de sus viajes.
Pero España hoy es diferente y tiene otros reyes. Uno se llama Felipe VI. El otro, Carlos Alcaraz.
Dos preadolescentes entran en un restaurante cercano a la Real Plaza de la Maestranza de Sevilla. Su madre tiene hecha la reserva desde hace días, sabedora del gusto de las criaturas por el tapeo. Entran, se sientan, el sol luce espléndido y entra a chorros por la ventana del local. Hay alegría y hambre en el ambiente. Pasados unos segundos, el menor de los hijos pregunta con los ojos muy abiertos: “Mamá, todas estas cabezas son de mentira, ¿no?”. Y la madre responde con rapidez y ligereza que no, que los astados que adornan las paredes son de verdad, por supuesto. No contenta con eso, se adorna y bromea diciendo que probablemente se mataron en esa plaza tan cercana al plato de jamón de bellota y las regañás que devorarán en un ratito. Que los ciervos y el resto de los animales que abarrotan los tabiques han sido abatidos a tiros, que a ver qué se han creído. Y esa madre, como conocedora también de lo que supone convivir con la preadolescencia, sabrá, por la mirada y el gesto de sus comensales, que les ha decepcionado. Que no les apetece continuar la conversación por muy rica que esté la comida. “Hija, mamá, a quién se le ocurre venir aquí”, dirá la mayor de los hermanos. Tendrá ella, la madre, que asumir que toca renunciar a su pasado cargado de barbarie, de tradición taurina, con una abuela que disfrutaba cuando los toros se saltaban la barrera, o cuando herían a alguien. Y tendrá que reconocer que hay aficiones que envejecen fatal, y no hay retinol que las ampare.