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La justa memoria literaria de los años de plomo en Euskadi

Luis R. Aizpeolea

Nadie podía sospechar que una novela sobre el terrorismo etarra en los años de plomo como Patria, de Fernando Aramburu (San Sebastián, 1959) fuera a convertirse en un boom literario y se pusiera a la cabeza de los libros más vendidos de ficción en el conjunto de España y en Euskadi cuando todas las encuestas señalan que, una vez desaparecido hace cinco años, el terrorismo etarra ya no preocupa ni a españoles ni a vascos. Pero lo que se desprende del éxito editorial de Patria (Tusquets) es que, finalizado el terrorismo, el cansancio y la despreocupación de españoles y vascos se refiere a las noticias sobre los asuntos pendientes de resolver como el desarme y la disolución de ETA, pero no al relato de lo sucedido, a la recuperación de la memoria de los años de plomo en Euskadi. Si el esfuerzo narrativo de Almudena Grandes por recuperar la memoria de la posguerra española ha triunfado no tiene por qué no suceder lo mismo con la de los años de plomo en el País Vasco.

Esta demanda de memoria en Euskadi desmiente, además, la tesis tan extendida de que los vascos, como los alemanes en la posguerra, miran a otra parte porque no quieren verse en el espejo de la vergüenza que fue su reacción tardía frente al terrorismo de ETA. Con frecuencia se olvida que hubo actitudes dignas y valientes en la Euskadi de los años de plomo y cabe recordar que la izquierda, el PCE y el PSE, empezó a movilizarse en las calles vascas contra ETA ya en 1978. En cualquier caso, está claro que existe una demanda de memoria siempre que esté bien construida literariamente, sea rigurosa con los hechos y, además, abra una puerta a la convivencia como resulta en la novela de Aramburu. Creo que en la combinación de todos estos elementos, en los que hay rigor y emoción a la vez, está la clave de un éxito que ha cogido por sorpresa al propio autor.

Aramburu, que ya venía entrenado en la temática del terrorismo etarra con un libro de relatos (Los peces de la amargura) y una novela (Los años lentos) construye con nueve personajes muy perfilados, que sitúa en una localidad del cinturón industrial de San Sebastián (puede ser Hernani), un fresco de la degradación de la vida social vasca durante los años de plomo con tal riqueza de matices que lo hace creíble. De entrada, los personajes son tan reales que los vascos los identificamos enseguida. Está la víctima del terrorismo, esa viuda digna y valiente, sin aspavientos. Está la víctima propiamente dicha a la que el brazo político de ETA aniquila socialmente y, finalmente, la banda terrorista remata físicamente. La narración del proceso de aniquilación de la víctima, con todas sus secuelas sociales, es uno de los grandes logros de la novela.

Encontramos también a esa mujer conformista durante el franquismo que se hace nacionalista radical de la mano de su hijo que entra en ETA, como un timbre de gloria, durante la Transición. El padre del etarra es el vasco que mira a otra parte y no hace nada para impedir el hundimiento de su hijo. Pero también hallamos a la hermana del etarra que se casa con un joven crítico con el nacionalismo, próximo al PP, que muestra cómo en Euskadi, a diferencia de Irlanda del Norte, no hay dos comunidades, sino que domina la transversalidad: una misma familia contiene las sensibilidades políticas más variopintas. Esta chica es otra heroína discreta. Discrepa de su familia, empatiza con las víctimas del terrorismo y trata de construir puentes.

Aparece también otra víctima, la hija del asesinado, que no quiere quedar estigmatizada de por vida por ello y, viviendo fuera de Euskadi, oculta la identidad de su padre asesinado por ETA. Otra víctima más, su hermano, un médico que, en el ejercicio de su profesión, admite oficialmente que el etarra al que ha examinado, tras pasar por comisaría, ha sido torturado. Es una situación verosímil cuando en Euskadi se conoce que la madre del etarra De Juana Chaos y la viuda, ya anciana, de un oficial de la Policía Nacional, asesinado por ETA, eran amigas y se ayudaban.

A lo largo de la novela sobrevuela con claridad, en medio del marasmo, una clave ideológica: que hubo verdugos y que hubo víctimas que lo fueron injustamente. Aramburu toma parte decididamente a favor de las víctimas y esa clave ideológica se reafirma aún más al mostrar la violencia en su conjunto. Aramburu no esconde la existencia de abusos policiales y torturas a los etarras. Pero el relato aclara asimismo en su propio desarrollo cómo los abusos policiales no justificaron la actividad de ETA que, muerto el dictador, siguió asesinando. De modo que un 95% de sus asesinatos fue cometido en la Transición y la democracia. No hay equidistancia.

El relato de Aramburu no resulta estático. La sociedad cambia con los tiempos y el etarra encarcelado de Aramburu evoluciona. Su evolución no sigue la lógica de militantes históricos de ETA como Joseba Urrusolo y Carmen Guisasola que, en la vida real, constataron primero la inutilidad del terrorismo como instrumento de cambio político y posteriormente asumieron la autocrítica moral: la vida y la dignidad de las personas están por encima de la patria o de cualquier causa política. Fue una evolución madura que les permitió liderar la vía Nanclaresvía Nanclares de reinserción en 2007 cuando ETA rompió el último proceso dialogado con el Gobierno.

Una convivencia posible

El etarra de la novela de Aramburu también existe. Es un militante de base, con delitos de sangre, duro, que, tras una quincena de años de cárcel, empieza a derrumbarse cuando comprende que está perdiendo su vida, que su causa interesa a pocos y que, para colmo, algunos de sus referentes en ETA abandonan el terrorismo. Paralelamente, el preso etarra percibe, a través de las confidencias de su madre en las visitas, cómo se diluye aquel respaldo social que tenía en su pueblo y cómo la soledad a la que sometieron a sus víctimas ahora la empiezan a sentir los verdugos y sus familias. Real como la vida misma desde que ETA se hundió tras al atentado contra la T-4 de Barajas en diciembre de 2006 y la izquierda abertzale giró y se desmarcó del terrorismo.

La novela tiene un colofón que sitúa a Aramburu en el campo de quienes creen posible la convivencia al final de la pesadilla terrorista. La víctima del terrorismo reclama el perdón al verdugo etarra y, tras conseguirlo, ella también perdona. Está lejos de la tesis vengativa de José María Aznar o Vox de que “los presos etarras se pudran en las cárceles”. Se halla, por tanto, más cercana del planteamiento de víctimas como Maixabel Lasa, viuda del exgobernador civil de Gipuzkoa, Juan María Jáuregui, asesinado por ETA, partidaria de conceder segundas oportunidades a los etarras que se hacen acreedores de ello.

En esta mezcla de verdad y reconciliación, envuelta en una narración trepidante, con el lenguaje de los personajes muy cuidado, se encuentra la clave del éxito de Aramburu y la aceptación de su novela por gentes muy variadas, enfrentadas y etiquetadas tiempo atrás como constitucionalistas y nacionalistas. Aramburu ha reflejado la ruptura de esos bloques que empezaron su deshielo en la sociedad vasca antes, incluso, de que ETA anunciara el cese definitivo del terrorismo el 20 de octubre de 2011. Lo empezaron tras el atentado de la T-4 o antes. Con esta novela exitosa, Aramburu avanza en su objetivo narrativo-político: la “derrota literaria” de ETA que cree pendiente. Lo está en algunos ambientes vascos donde aún se mantiene la tesis del conflicto, de la opresión de España sobre Euskadi como justificadora del terrorismo etarra. Pero es un sector minoritario de la izquierda abertzaleabertzale, cada vez más reducido.

La derrota literaria de ETA es indiscutible en el resto de España donde lo que se discute es su derrota política. El nacionalismo español más casposo, los sectores más radicales del PP, con José María Aznar o Jaime Mayor al frente, y medios de comunicación conservadores mantienen que ETA no ha sido derrotada políticamente porque la izquierda abertzale regresó a las instituciones en 2011 con Bildu. Siempre olvidan que el Tribunal Constitucional legalizó a la izquierda abertzale porque en sus nuevos estatutos rechazó el terrorismo de ETA. También olvidan que ETA cesó definitivamente con el terrorismo sin lograr ninguno de sus objetivos políticos: ni el derecho a la autodeterminación ni la incorporación de Navarra a Euskadi.

Más sutil resulta la ocultación del final de ETA por parte de la derecha española. Ganó las elecciones el 20 de noviembre de 2011, justo un mes después de la declaración de cese definitivo de las armas de ETA. El Gobierno del PP no ha explicado ese final. Al contrario. Ha intentado ofrecer la imagen de que ETA continúa, presentando la incautación de zulos y la detención de sus guardianes como si fueran actuaciones contra una banda terrorista en activo cuando la realidad muestra que los pocos etarras restantes lo único que pretenden, con más voluntad que acierto, es un desarme pactado con el Gobierno. Hace más de cinco años que abandonaron el terrorismo y con él todas sus prácticas auxiliares como extorsión, robos de coches y otras.

Ahora bien, que ETA no haya declarado oficialmente su disolución, aunque siga inactiva, le ofrece al Gobierno del PP la coartada de mantener la ficción de que la banda terrorista no terminó con el Ejecutivo socialista. Por otra parte, se evita el engorro de tener que explicar su actitud obstruccionista en el proceso final del terrorismo que dirigió el presidente José Luis Rodríguez Zapatero, en el que la derecha española escribió una de las páginas políticas más mezquinas de los 40 años de democracia.

Por eso, por conocer su complejidad, por ser un triunfo de la inteligencia y el valor sobre la mediocridad y el oportunismo electoral es muy conveniente que se conozcan los entresijos del cese definitivo del terrorismo de ETA.Un final que recoge el documental El fin de ETA, dirigido por Justin Webster, contado por sus principales protagonistas: Jesús Eguiguren, Arnaldo Otegi, Alfredo Pérez Rubalcaba, Baltasar Garzón, Martin Griffiths (director del centro Henri Dunant), el lehendakari Íñigo Urkullu, Pablo Martín Alonso (jefe de Información de la Guardia Civil), Miguel Valverde (coordinador de la Policía Nacional), víctimas, antiguos etarras como Urrusolo Sistiaga e Ibón Etxezarreta, el PP y una larga lista.

La explicación es sencilla y compleja a la vez. ETA y su entorno político sufrían un fuerte acoso policial y judicial que forzó a la banda terrorista a iniciar un proceso dialogado con el Gobierno de Rodríguez Zapatero y declarar una tregua. La ruptura de aquella tregua por ETA, tras el atentado de la T-4 en Barajas, en diciembre de 2006, forzó a la izquierda abertzale abertzalea despegarse de la banda. Eguiguren dice que “de los escombros de la T-4 surgió la paz en Euskadi”. Los dirigentes de la izquierda abertzaleabertzale dejaron que sus bases se pronunciaran y lograron un rechazo mayoritario en contra de la violencia y a favor de las vías políticas. La desvinculación de la izquierda abertzale abertzaledel terrorismo, unida a la intensa presión policial, judicial, internacional y social fue lo que logró que ETA anunciara el cese definitivo de la violencia. La explicación del final parece sencilla. Pero su dirección y realización por por parte de Zapatero, Rubalcaba y Eguiguren resultó compleja, sometida a muchas incertidumbres, riesgos y zancadillas del PP en la oposición. Además se trata de un proceso desconocido por buena parte de la sociedad española.

Curiosamente, el final del documental El fin de ETA es similar al de Patria. Ambos inciden en la necesidad de un relato justo para las futuras generaciones y abren la puerta a la convivencia. En Patria el etarra pide perdón desde la cárcel a la viuda de su víctima y ésta, que lo buscaba, se lo concede. Es un final real porque en el documental, el antiguo etarra Ibón Etxezarreta, participante en el comando que asesinó al exgobernador civil, el socialista Juan Mari Jáuregui, pide perdón a su viuda Maixabel Lasa, que se lo concede porque cree en la capacidad de las personas para rectificar. Puede ser un final voluntarista, pero tiene una base real que hay que tratar de recorrer: la esperanza en la reconciliación.

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*Luis R. Aizpeolea, periodista y escritor, es un especialista en los temas del País Vasco y coguionista del documental 'El fin de ETA'.

*Este artículo está publicado en el número de febrero de la revista tintaLibre, a la venta en quioscos desde el viernes día 3. Puedes consultar el número completo haciendo clic aquí.aquí

 

Nadie podía sospechar que una novela sobre el terrorismo etarra en los años de plomo como Patria, de Fernando Aramburu (San Sebastián, 1959) fuera a convertirse en un boom literario y se pusiera a la cabeza de los libros más vendidos de ficción en el conjunto de España y en Euskadi cuando todas las encuestas señalan que, una vez desaparecido hace cinco años, el terrorismo etarra ya no preocupa ni a españoles ni a vascos. Pero lo que se desprende del éxito editorial de Patria (Tusquets) es que, finalizado el terrorismo, el cansancio y la despreocupación de españoles y vascos se refiere a las noticias sobre los asuntos pendientes de resolver como el desarme y la disolución de ETA, pero no al relato de lo sucedido, a la recuperación de la memoria de los años de plomo en Euskadi. Si el esfuerzo narrativo de Almudena Grandes por recuperar la memoria de la posguerra española ha triunfado no tiene por qué no suceder lo mismo con la de los años de plomo en el País Vasco.

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