Tuve la fortuna de vivir la última etapa gloriosa del periodismo internacional, cuando se iba a los lugares en los que pasaban cosas que merecían contarse, cuando este trabajo consistía en mancharse los zapatos de polvo y hablar con las personas que sufren la letra pequeña de la historia. Tuve la suerte de desarrollar una parte esencial de mi carrera en un medio puntero que nos enviaba a guerras y hambrunas con los gastos pagados y un sueldo a final de mes. La mayoría de los que hacíamos este trabajo en Bosnia-Herzegovina, en los años 90 del siglo XX, o en Irak, a comienzos del siglo XXI, éramos reporteros en plantilla o colaboradores con unas condiciones definidas por escrito y por lo general bien remunerados.
Íbamos a las desgracias ajenas con billete de ida y vuelta. Éramos mirones que cruzaban el puente que separa el confort de la barbarie con la misión de informar y buscar contextos que explicaran que la pobreza y la violencia no son accidentes al otro lado de nuestra conciencia, sino la consecuencia directa de nuestro sistema de vida.
Color, olor y sabor, decía Larry Collins. Un reportaje sin calle, sin sensaciones ni colores es una estafa. Para escribir sobre el padecimiento hay que viajar donde se sufre, salir del hotel de los periodistas extranjeros y sacar las manos de los bolsillos, tocar y dejarse tocar. Que la persona que te recibe en un piso bombardeado, en una choza o en un campamento de desplazados sienta que tienes todo el tiempo del mundo para escuchar su historia.
Viajar a las tragedias exige desnudarse, sacarse de encima el primermundismo en el que vivimos para poder captar lo inesperado, la pequeña historia que explica la Gran Película.
Sarajevo fue una guerra sin internet ni teléfono móvil. Solo las grandes televisiones como la BBC y las agencias internacionales de noticias tenían medios para desplazar los pesados equipos que se necesitaban para enviar información. Los avances tecnológicos fueron rápidos, pero entre 1991 y 1995 no pasaron, en mi caso, de un fax satélite que nunca me confirmaba la recepción de lo enviado. La redacción central no podía contactar con el reportero. Mi trabajo tenía el placer del silencio, nadie me ordenaba lo que tenía que hacer. Mi autonomía era total.
Este mundo ha desaparecido con la excusa de las diferentes crisis económicas y la llegada de las nuevas tecnologías. Los periodistas que hoy viajan a guerras no están en nómina, salvo una minoría. Casi todos son freelance sin derecho a que les cojan el teléfono. Carecen de garantías contractuales ni cobertura de gastos. En la guerra civil de Siria se ha llegado a pagar en España 50 euros por una crónica.
Los periódicos que desdeñaron Internet se echaron después en sus brazos. Regalaban todo su contenido pese a que horas después pretendían cobrarlo en el kiosko. Sin papel, sin tinta, sin talleres, sin distribución y casi sin redactores en plantilla imaginaron enormes beneficios para los accionistas. En las redacciones actuales existen medidores que indican en tiempo real qué noticias funcionan en las redes sociales. Se busca aquello que genera impacto, tráfico y ruido. Las portadas digitales parecen una feria de fuegos artificiales en las que, en muchos casos, se ha perdido el sentido de lo importante. La precarización ha invadido la profesión. Se ha dejado de pisar la calle y se ha prescindido de los mecanismos de comprobación y calidad.
Hay nuevos medios nacidos en la era digital que siguen las pautas del periodismo de toda la vida, como la revista 5W o Mediapart (socio de InfoLibre). Son los que sobrevivirán. Los demás se empeñan en copiarse como si en la uniformidad estuviera el acierto: las mismas noticias, los mismos enfoques y los mismos titulares.
Los periodistas que pisan el terreno, sea en España o en el extranjero, están sometidos a un bombardeo desde sus redacciones centrales, les exigen rapidez. Aquellos que apuestan por las historias propias son reprendidos. Todo se reduce a una política de declaraciones en la que ni siquiera existe el derecho a formular preguntas.
Sucede en Ucrania: decenas de periodistas sin contrato pelean por contar los hechos desde las trincheras en un mundo polarizado que ha decidido quiénes son los buenos y quiénes los malos. En las guerras solo existen víctimas y verdugos, y están en ambos lados. Nuestro trabajo consiste en contar sus historias, las únicas que explican lo que está pasando.
Desaparecidos los reporteros, y a este paso, pronto los periodistas, solo quedarán influencers capaces de generar cientos de miles de impactos. Hemos pasado de las crónicas trabajadas a los instagramers y tiktokers que nos cuentan su vida en vez de contarnos las de los demás. En ese mundo emergente hay algunos como Ibai Llanos que llegan a cientos de miles de personas que no han leído un libro en su vida. Tiene influencia y un discurso ético. Son minoría.
Los periodistas nos tenemos que adaptar a esta comunicación cambiante, participar y abrir los horizontes de difusión. Solo es imprescindible mantener la apuesta por la calidad y el rigor. Las webs ofrecen un mundo de posibilidades para contar lo que pasa. Disponemos de palabras, fotografías, vídeos y gráficos para desarrollar una historia. Hacerlo bien requiere inversión, más redactores, nuevas especialidades. El The New York Times, uno de los que mejor ha entendido el nuevo hábitat, envió a Gaza tras la última incursión israelí a tres periodistas expertos en redes. Se cuenta lo mismo, pero de otra manera. Es un escenario darwiniano, morirán los que no sean capaces de adaptarse.
No sé si volverán los tiempos gloriosos de los viajes al culo del mundo con los gastos pagados y un sueldo decente. Lo único que sé es que el periodismo de calle, el tocahuevos de toda la vida, el que no se casa con el poder, el que denuncia a los impostores, tiene presente y futuro. Solo necesitamos que la sociedad vuelva a creer en el valor de la verdad. Y eso no se logra con informaciones basura.
* Ramón Lobo (Lagunillas, Venezuela, 1955) es escritor y periodista. Entre sus últimos títulos publicados figuran ‘El día que murió Kapuscinski’ (Círculo de Tiza) y ‘Las ciudades evanescentes. Miedos, soledades y pandemias en un mundo globalizado’ (Península).
Tuve la fortuna de vivir la última etapa gloriosa del periodismo internacional, cuando se iba a los lugares en los que pasaban cosas que merecían contarse, cuando este trabajo consistía en mancharse los zapatos de polvo y hablar con las personas que sufren la letra pequeña de la historia. Tuve la suerte de desarrollar una parte esencial de mi carrera en un medio puntero que nos enviaba a guerras y hambrunas con los gastos pagados y un sueldo a final de mes. La mayoría de los que hacíamos este trabajo en Bosnia-Herzegovina, en los años 90 del siglo XX, o en Irak, a comienzos del siglo XXI, éramos reporteros en plantilla o colaboradores con unas condiciones definidas por escrito y por lo general bien remunerados.