Casi coincidiendo con la primera fase de la pandemia del coronavirus, se publicó en castellano el último libro de Paul Krugman, titulado Contra los zombis (Crítica), en el que, a través de sus principales artículos publicados en la prensa en los últimos años, demandaba transversalmente la necesidad de políticas keynesianas para salir de las crisis económicas y, en concreto, de la Gran Recesión. Sin embargo, la principal obsesión del Premio Nobel de Economía a lo largo de las 450 páginas de su texto es lo que él llama “economía zombi”, una idea que debería haber sido desterrada de la realidad, pero que se niega a morir y sigue haciendo mucho daño. Las ideas zombis son aquellas que van dando tumbos, arrastrando los pies y devorando el cerebro de los ciudadanos, pese a haber sido refutadas por las pruebas.
Krugman dice que la más persistente de estas ideas tiene que ver con los impuestos: la insistencia en que gravar a los ricos es destructiva para la economía en su conjunto y que las rebajas fiscales a las rentas altas dará lugar a un crecimiento económico milagroso. La creencia en la magia de las rebajas de impuestos a los ricos es, para él, el zombi por excelencia, “y lo cierto es que no es difícil ver por qué ha resultado imposible acabar con él: pensemos en quien se beneficia de que persista la idea de que las ventajas fiscales a los ricos son estupendas. Todo lo que se necesita son unos cuantos millonarios dispuestos a gastar una pequeña parte de su riqueza en apoyar determinadas políticas redistributivas a la inversa, laboratorios de ideas o medios de comunicación partidistas deseosos de propagar el virus de las rebajas fiscales. Con esto es suficiente para mantener a los zombis avanzando a trompicones”.
Más allá de la opinión de Krugman, la idea zombi por excelencia durante la Gran Recesión fue la de la llamada “expansión cuantitativa”. Debida sobre todo a los economistas Alberto Alesina y Silvia Ardagna, la austeridad expansiva, aplicada masivamente en Europa en los años de la recesión, es, según estos autores, una forma de deflación voluntaria por la cual la economía entra en un proceso de ajuste basado en más paro, reducción de salarios y un menor gasto social con el objeto de disminuir la deuda y el déficit. O más en paladino, todo ajuste basado en un recorte del gasto público, que tendrá finalmente carácter expansivo, olvidando a los muchos que se quedan por el camino. Alesina y sus colaboradores sofisticaron su teoría en los últimos textos, dada la catástrofe que había supuesto como filosofía madre de las políticas llevadas a cabo por la Unión Europea y la célebre troika a partir del año 2008, afirmando que, como el colesterol, no hay una sola austeridad sino dos: la austeridad mala basada en la subida de impuestos (austeridad recesiva) y la que se centra en el recorte del gasto y que es buena porque la austeridad y el crecimiento se hacen compatibles.
Todos dicen ser keynesianos
Dos hecatombes, la Gran Recesión y el shock sanitario y económico causado por el Covid-19 han recuperado la figura y la obra de Keynes. En el pasado, personajes tan antitéticos a sus ideas como el presidente republicano americano Richard Nixon y el premio Nobel de Economía Milton Friedman, máximo representante del monetarismo en el mundo, declararon: “Hoy todos somos keynesianos”. En estas circunstancias se podría dar otro giro de tuerca a la frase y convenir que quien no es keynesiano es un excéntrico. Los neoliberales más comprometidos ideológicamente están hoy escondidos debajo de las piedras ante el hecho de que una inmensa mayoría de ciudadanos de todas partes cree en la necesidad de la intervención pública para evitar la depresión económica y para disminuir el paro y el empobrecimiento masivo que parecen llegar sin remedio como consecuencia del parón productivo necesario para reducir la pandemia.
Cuando la Gran Recesión entró en sus momentos más comprometidos, el biógrafo canónico de Keynes, el británico Robert Skidelsky, escribió: “El economista John Maynard Keynes vuelve a estar de moda. El guardián de la ortodoxia del libre mercado, The Wall Street Journal, le dedicó un reportaje a toda página el 8 de enero de 2009. La razón es evidente: la economía global está en recesión, los ‘paquetes de medidas de estímulo’ constituyen el último grito. Pero la importancia de Keynes no estriba en su condición de progenitor de políticas de ‘estímulo’. Los gobiernos han sabido cómo ‘estimular’ economías enfermizas —por lo común, mediante la guerra— suponiendo que hayan sabido hacer algo. La importancia de Keynes radica en el hecho de que tenía que proporcionar una ‘teoría general’ que explicase como caen las economías en estos agujeros e indicara las políticas e instituciones necesarias para mantenernos fuera de ellas”. En la actual situación, opina Skidelsky, es mejor no tener ninguna teoría que tener una mala teoría, pero es mejor tener una buena teoría que no tener ninguna. Una buena teoría puede ayudarnos a evitar respuestas impulsadas por el pánico y darnos una nueva percepción de las limitaciones de los mercados y gobiernos.
La revolución keynesiana es mucho más amplia que algunos de los conceptos que se han puesto de moda. Si hubiera que adecuar los puntos más significativos de la misma, en relación con lo que está sucediendo en el mundo, con picos de sierra, desde poco después del cambio de siglo, ellos nos llevarían al convencimiento de que el keynesianismo nació para corregir los excesos del capitalismo. Fue una especie de revolución pasiva de este último, pues su objeto era mitigar sus abusos, desequilibrios y crueldades más evidentes: el empobrecimiento debido al desempleo, la edad o las enfermedades. Pero sobre todo, para corregir los efectos de las recesiones, de modo que durante estas los ciudadanos tuviesen un mínimo flujo de ingresos con los que sobrevivir y consumir y, por tanto, hacer un poco más segura su existencia. Al ejercer en ese sentido, el keynesianismo limitaba la capacidad de indignación y de rebeldía de los individuos en contra del establishment y lo que, por una temporada, se denominó “la casta”.
En 1936 Keynes publicó su obra magna, Teoría general del empleo, el interés y el dinero, en la que explica que la economía puede encontrar un punto de equilibrio con paro y con infrautilización de la capacidad de producción de las empresas; es decir, que la depresión no es, por naturaleza, un asunto temporal que se corrige automáticamente cuando cambia el ciclo económico. Para romper con este nuevo equilibrio más bajo de la economía debe suplementarse la demanda existente con la inversión pública, con el objeto de aumentar la demanda global y, de paso, elevar el empleo. La Teoría general fue, sobre todo, una teoría del empleo publicada en medio de la Gran Depresión. Keynes estaba obsesionado con la tesis de que no había ninguna salida a la mayor crisis del capitalismo si no era activando el papel de la demanda mundial a través de la acción de los gobiernos.
Inversión pública
Pero la Teoría general no solo incluía la necesidad de la inversión pública para sacar a los ciudadanos de la depresión, sino también la teoría de los animal spirits. Fue durante los años de penumbra entre la paz y la guerra (entre las dos guerras mundiales) cuando en Cambridge se empezó a desarrollar la revolución keynesiana. Se preguntaba, entre otros aspectos, qué papel tienen en los análisis económicos las expectativas y los estados emocionales de la gente (la confianza, la envidia, la pereza, la ambición, la solidaridad, los acontecimientos inesperados que hoy llamamos “cisnes negros”…).
Dos premios Nobel de Economía contemporáneos, George Akerlof y Robert J. Shiller, actualizaron las reflexiones keynesianas sobre los animal spirits, con motivo de la Gran Recesión. Se preguntaban por qué la mayoría de las personas no previó la llegada de la crisis, cómo se podían comprender las dificultades que parecían haber caído del cielo sin motivo y por qué todas las medidas que se destinaron en principio para prevenir los problemas se quedaron cortas o fueron ineficaces. Akerlof y Shiller hablaron de una nueva categoría, los “keynesianos bastardos”, que practicaron una mutilación de la Teoría general, erradicando de ella el papel de los animal spirits, que subyacen en el núcleo de las explicaciones del maestro de Cambridge. La Teoría general no solo incluía la necesidad de la inversión pública y de la intervención del Estado para estimular la demanda y sacar a las sociedades del pozo, sino la exposición del papel de los animal spirits en la vida cotidiana. Ambos reflexionan: ¿En qué ha estado pensando la gente?, ¿en qué hemos estado pensando todos?, ¿por qué los ciudadanos no nos dimos cuenta de lo que estaba ocurriendo hasta que no lo tuvimos encima? El público, los gobiernos y numerosos economistas nos sentíamos respaldados por una teoría económica que nos decía que todo iba a ir bien y que no corríamos ningún peligro. Esta teoría, luego lo hemos corroborado otra vez, era incorrecta, ya que ignoró el papel de los espíritus animales. La importancia que Keynes dio a las ideas en el devenir de la humanidad fue central. Más que la lucha de clases. Siempre estuvo dispuesto a defender las suyas en el debate público con todas las armas a su alcance.
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Dentro de esos espíritus animales, Keynes subrayó con trazos muy fuertes el papel de la incertidumbre en la evolución de las sociedades y de las personas. La incertidumbre supone una especie de temor permanente sobre el futuro que constituye un freno al progreso. Miedo a perder el puesto de trabajo, a quedarse atrás en una distribución cada vez más regresiva de la renta y la riqueza, a los cambios en la vida cotidiana, a la enfermedad, a la debilidad, a que nuestros descendientes vayan a vivir peor que nosotros, o incluso a que nuestros representantes políticos, aquellos que elegimos para que nos ayuden a resolver los problemas colectivos, no puedan hacerlo porque las decisiones más importantes se toman cada vez más lejos de ellos. Los mayores males económicos son fruto del “riesgo, la incertidumbre y la ignorancia”, según el economista de Cambridge.
Durante la Gran Recesión uno de los grandes debates fue si el keynesianismo podía ser aplicado en la era de la globalización. La pandemia y las necesidades de acudir a medidas de estímulo keynesianas en todas las partes del mundo han liquidado por el momento ese debate.
*Este artículo está publicado en el número de abril de tintaLibre, a la venta en quioscos. Puedes consultar todos los contenidos de la revista haciendo clic aquí.aquí
Casi coincidiendo con la primera fase de la pandemia del coronavirus, se publicó en castellano el último libro de Paul Krugman, titulado Contra los zombis (Crítica), en el que, a través de sus principales artículos publicados en la prensa en los últimos años, demandaba transversalmente la necesidad de políticas keynesianas para salir de las crisis económicas y, en concreto, de la Gran Recesión. Sin embargo, la principal obsesión del Premio Nobel de Economía a lo largo de las 450 páginas de su texto es lo que él llama “economía zombi”, una idea que debería haber sido desterrada de la realidad, pero que se niega a morir y sigue haciendo mucho daño. Las ideas zombis son aquellas que van dando tumbos, arrastrando los pies y devorando el cerebro de los ciudadanos, pese a haber sido refutadas por las pruebas.