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Lisboa, y Tajo y todo

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Ana Soromenho

Amo esta ciudad. Silenciosa y fresca en las mañanas ahora que es junio y los jacarandás acaban de florecer, cubriendo Lisboa de techos de copas lilas que nos llenan de alegría y asombro. Todos los años es así. A partir de mayo los lisboetas comienzan a mirar hacia las ramas verdes de las jacarandás esperando el pronunciamiento del verano. De repente, explotan sus colores. Es tan breve su florecimiento que, durante el poco tiempo que dura, las calzadas de piedra blanca se llenan de flores minúsculas de savia pegajosa que se adhiere a las suelas de los zapatos y los techos de los coches, transportando en esta imagen de belleza e incomodidad un cierto exotismo del hemisferio sur. Los jacarandás son árboles traídos de Brasil en el siglo XIX y se adaptaron a los cambios de las estaciones de este lado del Atlántico como por sortilegio de la naturaleza, para enseñarnos que el tiempo de la Historia no se revela sólo en los edificios y en los museos, sino también en la memoria de los árboles.

Una de estas tardes, en casa de una amiga que vive en la Rua do Salitre, cuyas vistas traseras no se adivinan desde la calle, sentada en el balcón donde ella terminará plantando una trepadora de jazmín y contemplando el macizo verde de los árboles del Jardín Botánico de donde sobresalen el perfil de las palmeras y la mancha lila de los jacarandás, me acordé del sur de India. Inês es fotógrafa y me cuenta historias de los meses que pasó en Goa fotografiando familias católicas goesas que en sus palacios decadentes y nostálgicos poseen todavía resquicios del imperio y el mestizaje: “¡Inês, tu balcón es la villa Panaji en Lisboa!”

El balcón de la Rua do Salitre me lleva como una liana hasta el suelo del Jardín Botánico, mi escondite preferido de entre todos los jardines de la ciudad. Allí fuera, la Rua da Escuela Politécnica ofrece animada peregrinación a los turistas recién llegados a la busca de una ciudad que se transforma a diario en un vértigo de novedades, intentando proyectarse hacia un futuro… Un desfile gay interrumpe el tránsito en la calle; hileras de gente copa en mano espera su mesa a las puertas de los restaurantes llenos… Mientras tanto, yo paseo entre palmeras centenarias de troncos tan delgados que casi los podemos abarcar con un abrazo e higueras africanas de troncos tan amplios que cabemos enteros dentro de ellas, como si por unos instantes pudiéramos fundirnos y ser también materia orgánica.

Nadie conoce tan bien el Botánico como Fernando Catarino, el biólogo que lo dirigió durante más de 20 años. Está jubilado, pero se muestra disponible a recibirme: “Las primeras palmeras de Europa se trajeron desde México en el siglo XVII por los españoles y llegaron a Lisboa en 1850, la más antigua es la de Campo Grande. ¿Ve estos anillos oscuros alrededor de los troncos? Cada anillo representa un año de crecimiento. Cuando llegué aquí estas palmeras tenían la mitad de su tamaño actual, pasé con ellas buena parte de mi vida. Los anillos de las palmeras cargan las marcas del tiempo”, me confiesa.

En tranvía a por galletas de almendra

Trazos visibles, trazos invisibles… Pequeñísimos anillos impresos en nuestra memoria. La ciudad donde crecemos se construye en este juego de luz y sombras. En mi niñez me gustaba ir en tranvía con la ventana abierta para sentir el viento caliente en la cara. En aquella época la red de tranvías todavía cruzaba la ciudad de una punta a otra, era el transporte perfecto para atravesar las siete colinas. Hoy vemos bastantes menos entre el bullicio del intenso tráfico. Pero las vías metálicas de los tranvías que desaparecieron continúan incrustadas en el suelo. En mi infancia, me subía al 28 en Campo de Ourique con una tía abuela que usaba sombrero y guantes de encaje en verano. La tía Maria Domingas, ¡qué personaje excéntrico! Parecía que la hubieran sacado de las postrimerías del siglo XIX para traerla a los años setenta de mi siglo XX. Juntas fuimos una noche de 1974 hasta el Largo de São Carlos para presenciar mi primera ópera, mientras mis padres andaban entretenidos con la Revolución de Abril. Fue con ella que descubrí las galletas de almendra de Ferrari, la mejor confitería de Lisboa, que ardió en el incendio del Chiado hace ahora 30 años, y las mercerías de la Rua da Conceição.

Entro en la mercería Adriano Coelho, que tiene dentro de las gavetas de madera mil cajas con botones y cintas de lino bordadas a mano. Busco botones de madreperla. “No existen dos iguales y son cada vez más raros de encontrar”, me dice la empleada que luce un peinado moldeado con laca. Deja caer sobre el mostrador una mano abarrotada para que yo escoja. Salgo de la tienda con mi tesoro guardado en una bolsita de papel y camino por las calles y travesías que tienen nombre de antiguas corporaciones de artesanos. Conozco muchas de estas casas pombalinas con zócalos de azulejos, amplios pasillos y ventanas de guillotina que suben desde la Baixa hasta la Cerca Moura. Casas elegantes con vistas deslumbrantes sobre el Tajo y, hasta hace poco tiempo, con alquileres económicos. Durante décadas nadie quería vivir en la Baixa pombalina, como si la ciudad diseñada geométricamente por el Marqués de Pombal sobre los escombros del gran terremoto de 1755 contuviese una maldición. Ahora la maldición es la voracidad de la especulación inmobiliaria que llena Lisboa de grúas y polvo y expulsa a los lisboetas lejos de su ciudad.

Trepo hasta la ladera del Castillo, indiferente a las tiendas de productos tradicionales que la nostalgia por todo lo que es antiguo transformó en una moda y, en mi trayecto en dirección a la Feira da Ladra, busco abrigo en el Largo do Menino de Deus que tiene una de las iglesias barrocas más bonitas que conozco, a esta hora vacía y fresca, como debe ser un lugar de recogimiento. Hace mucho conocí a un ciego que soñaba con ser realizador de cine y me enseñó a palpar las piedras de las iglesias para sentir con las manos las siglas con las que los canteros marcaban las que habían labrado… Carabelas, flores de cornisas, inscripciones de fechas y santos, todo está grabado en las paredes y en las lápidas de Lisboa.

En una de las frías caras de mármol del túmulo de Fernando Pessoa, en el claustro del Monasterio de los Jerónimos, fue esculpido un homenaje sacado de un poema de su heterónimo Álvaro de Campos, la creación más extraordinaria de Pessoa. También Álvaro de Campos se contaminó por el esplín de esta ciudad en el extremo de Europa, bañada por el agua y por la luz meridional y le dedicó bellos poemas. “Otra vez vuelvo a verte,/ ciudad de mi infancia pavorosamente perdida…/ Ciudad triste y alegre, otra vez sueño aquí… […] Otra vez vuelvo a verte, –Lisboa y Tajo y todo–,/ transeúnte inútil de ti y de mí…” escribió, en 1926, en Lisbon Revisited.

No fue el único que se perdió en la melancolía lisboeta. En el Boqueirão do Duro, que en la toponimia antigua significa “calle por donde entraba el Tajo”, en uno de los almacenes abandonados de la calleja, alguien escribió un grafiti ceniciento: “En nuestras calles, al anochecer, hay tal penumbra, hay tal melancolía/ Que las sombras, el bullicio, el Tajo, la maresía, me despiertan un deseo absurdo de sufrir”. Son palabras de Cesário Verde, a quien Álvaro de Campos llamó “maestro” y le dedicó un poema. Dicen que nuestra lengua es lengua de poetas y el fado, la canción del alma portuguesa. Y en las letras de los sonetos escritos y cantados, transformada en personaje, Lisboa es la gran protagonista.

Almas lisboetas del fado

En mi adolescencia despreciaba el fado representado en las casas nobles, frecuentaba las tabernas del Bairro Alto donde se cantaba fado callejero a puerta cerrada. Fue en una de esas tascas donde vi salir del cuerpo raquítico de un hombre un vozarrón que parecía llegado desde las profundidades. Se irguió en un lado de la sala con su traje ajado y la tez pálida, proyectando una mirada torva al vacío, pronunció la palabra “Noche”, como si en aquel sonido salido de sus entrañas quisiera evocar toda la tristeza del mundo. No volví a las noches del Bairro, pero me consta que todavía andan por la Tasca do Chico esas almas lisboetas del fado amateur que consuelan sus tristezas en coplas de vino y sangre.

Y la Feira da Ladra… Un programa tan antiguo, como las noches locas de mis años noventa en el Bairro Alto. En las mañanas de sábado, cuando salíamos de las discotecas exhaustos y no conseguíamos llegar a la playa para recuperarnos en las olas y amodorrarnos en la arena, íbamos en pandilla hasta la Feira da Ladra a comprar botas militares, discos de vinilo y colecciones de fotografías en blanco y negro. Si sobraba dinero subíamos al restaurante Pitéu en la plaza de Graça, para comer arroz de cabidela, un plato sefardita hecho con sangre de gallina que tiene un aspecto repugnante pero un sabor extraño y elevado como si se tratase de un manjar divino.

Conozco esta colina que, hasta el final del siglo XIX, marcaba discretamente la frontera entre la ciudad urbana y rural. Esa frontera era la memoria de la Muralla fernandina, construida en 1411 y destruida en el terremoto de 1755. Viví aquí, cerca de la plaza de Graça. Desde mi ventana veía la cúpula de San Vicente y el mar de Paja. Una ventana así nos paraliza. Algunas mañanas de un Tajo argénteo, lleno de mástiles de barcos de regatas y traineras de pesca, el río me hipnotizaba como una prisión. Cuando los cristianos conquistaron Alfama, la ciudad árabe, a mediados del siglo XII, expulsaron a los moros de la colina más luminosa de Lisboa. Los moros que permanecieron aquí se establecieron en la Mouraria, el lado norte de la colina, de espaldas al río. También yo abandoné la melancolía del atardecer sobre el Tajo para encontrar otras geografías que ahora me deleitan.

Desciendo la Calzada do Combro, paso por Letra Livre, mi librería de viejo favorita, y entro en la Rua do Pozo dos Negros. Donde antes estuvieron los estudios clandestinos de los cantantes africanos y se bebía el grog de Cabo Verde, hay ahora cafés y tiendas de delicatesen. Pero aún podemos encontrar una buena cachupa en un pequeñísimo restaurante de esta calle, donde el dueño toca en los acordes de su cavaquinho los sonidos de las mornas de las islas. Pina Bausch, coreógrafa alemana, estuvo en Lisboa una década antes de morir y quedó fascinada con el contorneo de los africanos en las calles de Lisboa. En los días que permaneció aquí por una residencia artística les siguió los movimientos por las calles, bebió grog y cachaça y visitó los barrios donde en la noche se bailan kizombas a la luz de las estrellas en lugares clandestinos. Las impresiones que recibió fueron tan fuertes que, en los pasos de los bailarines de su compañía, fundió África y Lisboa, en un espectáculo que maravilló a los lisboetas.

“Lo que sorprende en Lisboa es esta mezcla propia de una ciudad en el borde. Todavía es Europa pero estamos ya de salida”, me cuenta Anísio Franco, conservador del Museo de Arte Antiguo, amigo desde hace décadas, compartidas en paseos alucinados. “Ven conmigo al museo, quiero enseñarte una cosa”, me invita.

No, no es El Bosco, ni sus Tentaciones de San Antonio lo que me hace atravesar las salas de suelo de parqué del Museo de Arte Antiga. Lo que Anísio tiene entre manos, y me quiere mostrar, es una pequeña caja con tapa de madera y laca, una caja de alimentos japonesa del siglo XII, con delicadas figuras pintadas a mano. Como si en este precioso objeto se guardase una revelación. “Los portugueses se expandieron por el mundo y ese viaje se siente permanentemente en Lisboa porque el mundo a donde llegaron también se encuentra aquí. Es eso lo que vuelve la ciudad tan sorprendente para el que viene de fuera e, incluso no comprendiéndola, siente su exotismo”, explica.

Anísio desaparece dejándome sola en el jardín que también es una terraza sobre el río y me voy acordando de tantas otras veces en las que lo visité. Una ciudad existe en los amigos, es presente y pasado y todo se confunde en nuestra imaginación. Cuando Anísio era niño venía a pasear al Museo de Arte Antiga porque quería conocer todos los cuadros del mundo. Un día descubrió un fauno ardiendo en un caldero del infierno dentro de una pintura de la Edad Media, y ahí se vio proyectado.

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Comencé a visitar este museo en su compañía cuando él era todavía un estudiante de Historia del Arte y ya soñaba con trabajar aquí. En aquel entonces, el Museo de Arte Antiga aún no había sido renovado con unas obras que lo convirtieron en uno de los más bellos de la capital portuguesa, pero tenía el encanto de las cosas detenidas en el tiempo. Como un secreto sólo nuestro. Fue aquí, paseando entre estatuas en una tarde de lluvia de aquellos días distantes, que aprendí a vislumbrar en sus rostros de piedra el soplo imperdurable del tiempo.

*Este artículo está publicado en el número de verano de tintaLibre, a la venta en quioscos. Puedes consultar todos los contenidos de la revista haciendo clic aquí.aquí

 

Amo esta ciudad. Silenciosa y fresca en las mañanas ahora que es junio y los jacarandás acaban de florecer, cubriendo Lisboa de techos de copas lilas que nos llenan de alegría y asombro. Todos los años es así. A partir de mayo los lisboetas comienzan a mirar hacia las ramas verdes de las jacarandás esperando el pronunciamiento del verano. De repente, explotan sus colores. Es tan breve su florecimiento que, durante el poco tiempo que dura, las calzadas de piedra blanca se llenan de flores minúsculas de savia pegajosa que se adhiere a las suelas de los zapatos y los techos de los coches, transportando en esta imagen de belleza e incomodidad un cierto exotismo del hemisferio sur. Los jacarandás son árboles traídos de Brasil en el siglo XIX y se adaptaron a los cambios de las estaciones de este lado del Atlántico como por sortilegio de la naturaleza, para enseñarnos que el tiempo de la Historia no se revela sólo en los edificios y en los museos, sino también en la memoria de los árboles.

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