Nosotros, los de entonces, nietos de la ira, hijos del “yankee go home”, compañeros de viaje de la “Otan, no. Bases, fuera”, bueno, de entrada no, pero sí, que entremos. Y las bases que se queden donde están, que con ellas nos llegaron la coca-cola y una radio musical que molaba. Siendo sinceros debemos reconocernos en aquellos felices colonos forjados por las películas del Oeste, vivimos su guerra civil en Lo que el viento se llevó, conocimos la parte dura con el cine negro, nos fuimos al Oeste en moto en plan Easy rider y nos hicimos judíos descreídos con Woody Allen. También pertenecemos a la congregación a la que siempre le quedarán Bogart y Marilyn. Nada de ello nos impidió acercarnos a las utopías de Thoreau, conocer la depresion según Steinbeck, las tiernas noches con Scott Fitzgerald o sobrevivir en el duro Sur con Faulkner.
Somos los últimos seducidos de la era del jazz, hicimos el camino por el country de Cash, pasamos por el desgarro de Joplin, el virtuosismo de Hendrix, las baladas de Cohen y seguimos siendo feligreses en la religion de Dylan. Pasamos de Hoper a Rothko, de la beat generation a Warhol, de Dianne Arbus a Cindy Sherman, de Bonanza a los Soprano, de Lloyd Wrigh a Frank Ghery, de Edison a Bill Gates o de Allan Poe a Stephen King. En nuestra peregrinación americana hay que añadir una lista de deportistas, presidentes, estrellas de Hollywood, hermosas, malditos, astronautas, dry martinis, hamburguesas, moteles, rascacielos, Bolsa, barras, estrellas, elecciones... Y mucha más madera para convivir en nuestro particular camarote de los hermanos Marx, para poder explicar ese tan cercano sueño americano, tan nuestro, tan ajeno.
Era cierto que los tiempos estaban cambiando, que nosotros ya no somos aquellos simpáticos inocentes de un pueblo castellano según Berlanga. No nos parecemos a aquellos amables lugareños que para cumplir con la mirada del otro, del americano, se disfrazaban de cordobeses para que míster Marshall nos encontrase tal y como nos imaginaba: pobres, alegres, exóticos y de algún lugar del Sur. Tampoco somos aquellos otros que se emocionaban con la llegada de la bandera americana a la Luna, los que se dejaron seducir por el glamour de un presidente o se irritaron con la guerra de Vietnam. Es posible que sigamos siendo esos que no saben quienes fueron los Padres Fundadores, ni los pobres Okies desplazados de su tierra, ni dónde queda Arkansas, que fue de las granjas del Piedmont, qué representó el New Deal, cuál fue la presencia española, qué queda del espíritu sudista, cómo se vive en Seattle o quién mató a Laura Palmer. Somos esos que no saben. O que saben desde la épica, o la antiépica, del cine y sus alrededores. Pero ese desconocimiento nuestro -lleno de tópicos, mitos, nombres, letras y músicas- de lo que fue la vida de los estadounidenses y en qué se ha convertido, todavía no es comparable con la ignorancia que la inmensa mayoría de los norteamericanos demuestra con respecto a qué somos, quiénes somos, de dónde venimos o a dónde vamos.
Una sangría en El Quijote neoyorquino
Unos días en Nueva York los podríamos comenzar con Ferran Adrià en la Universidad de Columbia dando una clase sobre la revolución de la cocina española. Comprar en alguna de las tiendas de Zara en la Quinta Avenida. Reconocer a Nadal en los carteles de las tiendas de deportes. Pasear por el Botánico entre las colosales esculturas de Manolo Valdés. Ir a la Guggenheim abarrotada con Picasso en blanco y negro. Subir al norte de Manhattan para entrar en la Hispanic Society entre zurbaranes, goyas o la España pintada por Sorolla. Escuchar a Plácido Domingo en la Metropolitan Opera House o a Paco de Lucía llenando un inmenso teatro en Nueva Jersey. Tomar una dudosa sangría en El Quijote, el bar vecino del Chelsea, acompañando a una joven Patti Smith, rodeados de figuras quijotescas y de algo parecido a una paella. Ver los partidos de la selección comiendo morcilla en El Nacional. Cenar con Rafael Moneo en un restaurante de Dani García. Entrar en la exposición dedicada a Federico García Lorca en la Public Library, escuchar a Paul Auster con Vila Matas en el Instituto Cervantes de la calle 49, poder cruzarte sin reconocerlos a Antonio Banderas, Javier Bardem o Penélope Cruz protegidos con su uniforme del más puro estilo casual.
Comprobar cómo Santiago Calatrava seguía empeñándose en no seguir la senda del genial Guastavino, un valenciano que construyó algunos de los iconos de la más genuina Nueva York. Ver en televisión al cocinero José Andrés, los partidos de los Gasol, ir a la última película de Almodóvar. Ver a Julio Iglesias cenando en Four Seasons. Sacar dinero del Santander, mirar los escaparates de Desigual, Camper o Pronovias. Escuchar todas las maneras de hablar español en el metro, comprobar que en las cocinas se habla el español de México y que en la calle te cruzas con una fauna diversa paseando con camisetas de la Roja.
Nueva York es una ciudad llena de tribus de decoradores, escritores, profesores, músicos, estudiantes y otros buscadores de nuevas vidas. Soñadores españoles que pululan en una ciudad que habla un idioma, ya oficial, con acentos muy diversos. La ciudad de los murales de Sert en el Rockefeller Center, de Vela Zanetti en el edificio de las Naciones Unidas, de los flamencos brindando por Sabicas o de los poetas que siempre cruzan el puente de Brooklyn recordando a Federico en las orillas del Hudson. Nueva York era una fiesta española y el español se había colado hasta la torre de Trump.
No hay que dejarse engañar por esas apariencias, por esas realidades. La verdad de cómo nos ven, qué saben de nosotros (si exceptuamos una minoría muy minoritaria de ilustrados viajeros o del mundo académico) es la crónica de una nada hecha de confusos tópicos, geografías inciertas o de informaciones incompletas. Ni siquiera en Nueva York tienen claro quiénes somos, dónde estamos y a dónde vamos. Es decir, son como nosotros, pero con más imprecision geográfica. ¿Más imprecision? ¿Dónde dijimos que quedaba Ohio? ¿A qué religion pertenece la mayoría de los ciudadanos de Carolina del Norte? ¿Cómo vive la mayoría de los residentes en el Estado de Washington? Casi nadie sabe nada.
Somos intrusos, extranjeros, hostis (huéspedes o enemigos) en un imperio que lleva tiempo desmoronándose mientras se entretiene con la television, con Dios y con los nuevos populismos. En trance de olvidar su propio pasado de una enorme nación que se hizo con aluviones de emigrantes, con polvo, sudor y lágrimas. También con exterminio y whisky, con rezos y duelos al sol. Antes de todo eso, antes de las las grandes emigraciones, antes del Mayflower, nosotros ya habíamos estado allí. Fuimos los primeros en llegar, más de la tercera parte de esa América era española, participamos en su guerra fundacional contra Gran Bretaña financiando y muriendo.
Nos dejamos ganar todas las batallas, no las de las armas sino las otras, las de la realidad, la política, el negocio y el reparto de un país que se construyó dónde nosotros ya habíamos estado. Nos fuimos, y no hubo nada. Bueno sí, quedaron hermosas ruinas de ciudades, misiones, fuertes y muchos nombres. En Estados Unidos sigue habiendo nueve ciudades llamadas Madrid, con perdón. Aunque poco después, cuando llegaron y se quedaron los blancos y pobres europeos, los protestantes y puritanos, los católicos de Irlanda o de Italia, los españoles eran apenas algo más visibles que una mosca cruzando el cañón del Colorado. Por cierto, fue descubierto por dos frailes españoles. Seguimos siendo un puñado de extranjeros en un mundo mayoritariamente anglosajón y protestante.
Somos una ausencia mayoritaria rectificada por una pequeña tribu de notables. Somos una realidad poco definida, pequeña, que tiene tanto camino por recorrer como el tiempo que cueste terminar con los tópicos. No es fácil, por intereses primero, por desinformación después. Fuimos “los turcos de Occidente”. Fuimos el país de la Inquisición, del fanatismo, del bandolerismo y la pereza. Después fuimos exóticos del Sur, románticos y arriesgados. Atractivos para los viajeros que se atrevían con la aventura de ese lugar meridional habitado por bandoleros, mujeres de rompe y rasga, frailes, hidalgos pobres y gitanos con arte.
De Hemigway a Ava Gardner
Todos los pueblos nos forjamos entre estereotipos, tópicos y leyendas. A algunos nos cuesta más desprendernos de ellos y seguimos conviviendo con esa fama durante siglos. La inmensa mayoría de los pueblos tiende al sociocentrismo, a creer que lo nuestro es lo mejor, lo más digno. Somos mejores que los otros, mejores que nuestros vecinos. Respondemos a aquello que dijo ver Julio Caro Baroja en una visita a La Rioja, a las fiestas de Haro: “Los de Haro saludan a la afición y a todos los forasteros, menos a los de Logroño”. Nosotros, capaces de mantener nuestra imagen, nuestra “leyenda negra”, nuestros tópicos que han conseguido perdurar más allá del turismo o de los historiadores, somos un pueblo que no ha sabido quererse lo necesario como para terminar con los lugares comunes.
Esa construcción negativa, generalmente construida por los intereses políticos o económicos de nuestros vecinos y rivales europeos, ha sido capaz de sobrevivir con la ayuda de nuestro propio espíritu autocrítico. Esta mezcla de razas, culturas, idiomas, de Oriente y Occidente que es España, ha sabido mantener sus defectos y sus virtudes. Hemos exportado valores más cercanos a la diversión, la evasión y el placer que al rigor, el trabajo y el aburrimiento. Hemos sido mal vistos, tópicamente o duramente retratados desde hace siglos. Petrarca nos llamó “vil estirpe de mercenarios y traidores”. No siempre ha sido así, no todos han supurado por la herida petrarquista. En muchos sitios nos tienen simpatía. Uno de esos lugares ha sido, sigue siendo, Estados Unidos.
Después de Irving llegó Hemingway. El autor de Fiesta ha sido uno de los que más ha contribuido a que los norteamericanos nos conozcan, aunque sea por ese lado tan brutal, tan festivo y de tantos desacuerdos en nuestro tiempo. Hemingway dijo de nosotros que eramos “los últimos buenos de Europa”. Somos los Sanfermines. También somos la Guerra Civil, las Brigadas Internacionales y Franco. Sí, nosotros somos quienes fuimos, aunque hayamos conseguido ser otros.
Simpatía por España
He vivido en Nueva York en la era de la presidencia de Barack Obama. Allí pude comprobar la simpatía y el interés por España en los lugares en que la ciudad está cambiando, en esos espacios que se están gentrificando con artistas y jóvenes que nos imaginan llenos de pasion por la vida, con buen clima, buena comida y mucha diversion. Ya no es aquel país que, según Ava Gadner, era “puñeteramente barato y puñeteramente divertido”. Ahora no somos tan puñeteros, baratos ni divertidos. Ahora somos menos diferentes. Ahora, en los Estados Unidos de antes de Donald Trump, somos menos folclóricos, menos cañís, menos católicos y menos guerreros. Ya no tenemos mucho que ver con aquella imagen de coros y danzas, de guitarras y espadas de El Cid, de santos y pecadores que fijó una de nuestras imágenes en el pabellón de la Feria Mundial de 1964 en Nueva York. Nos han pasado por delante 50 años, una dictadura, una transición y una democracia que quiere crecer y reformarse sin tener que hacerlo ni al modo cerrado, ni sacristia, ni cañí. Eso sí, queda pedagogía por delante. No estuvo mal el viaje televisivo de Gwyneth Paltrow, con su Spain on the road again, pero queremos un poco más, un poco mejor.
No ser los que fuimos, no dejar de ser lo que somos. No ser conversos a su American way of life. Ni permitir que nos conviertan en un inmenso parque temático. Cuando pienso en el americano que ha podido votar a Trump me dan ganas de irme con Toro Sentado y desenfundar el hacha de guerra. Pero soy pacífico y monto muy mal a caballo. Seguiré mirando los tiros desde debajo del mostrador. Y eso sí, ya no estoy para salir vestido de andaluz y con aquello de Americanos, vienen a España gordos y sanos, viva el tronío de ese gran pueblo con poderío, olé Virginia y Michigan y viva Texas que no está mal. Os recibimos, americanos, con alegría. Olé mi madre, olé mi suegra y olé mi tía. Yo, como los de Haro, saludo a todos los forasteros, a todos los americanos, menos a Trump y su pandilla. I would prefer not to.
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*Javier Rioyo es periodista, escritor y cineasta. Dirigió el Instituto Cervantes de Nueva York. Actualmente está al frente de esta institución en Lisboa.*Este artículo está publicado en el número de enero de tintaLibre, a la venta desde el día 3. Puedes consultarla haciendo clic aquí.Javier Rioyo
Nosotros, los de entonces, nietos de la ira, hijos del “yankee go home”, compañeros de viaje de la “Otan, no. Bases, fuera”, bueno, de entrada no, pero sí, que entremos. Y las bases que se queden donde están, que con ellas nos llegaron la coca-cola y una radio musical que molaba. Siendo sinceros debemos reconocernos en aquellos felices colonos forjados por las películas del Oeste, vivimos su guerra civil en Lo que el viento se llevó, conocimos la parte dura con el cine negro, nos fuimos al Oeste en moto en plan Easy rider y nos hicimos judíos descreídos con Woody Allen. También pertenecemos a la congregación a la que siempre le quedarán Bogart y Marilyn. Nada de ello nos impidió acercarnos a las utopías de Thoreau, conocer la depresion según Steinbeck, las tiernas noches con Scott Fitzgerald o sobrevivir en el duro Sur con Faulkner.