Dulce Maria Cardoso nació en Trás-os-Montes, Portugal, y con apenas seis meses viajó a Luanda, la capital angoleña. Allí pasó la primera década de su vida, forjando en la temperatura de los trópicos la raíz de su naturaleza más íntima y querida.
Regresó –si es que se puede llamar así a volver a un lugar al que no se pertenece– a Portugal en junio de 1975, después de la descolonización y cuando comenzaba la guerra civil en Angola.
Con diez años, acompañada por su familia –padre, madre y hermana– pasó a formar parte del impresionante número de retornados que llegaron al país transportados en aviones fletados por todo el mundo para dar salida a los millares de personas que huían de la contienda sin un destino concreto. Entre los meses de mayo de 1974 y noviembre de 1975 casi medio millón de personas viajaron de Angola a Portugal, a un ritmo diario de más de 1.000 personas, en el que fue considerado el mayor puente aéreo en la historia del siglo XX.
Fueron tiempos duros y traumáticos. Pero ella se adaptó. La pérdida de la inocencia en esa abrupta interrupción de la infancia la orientó en el sueño de transformar la materia de resistencia en escritura. Del pasado colonial no conserva nostalgia alguna. Al contrario: “El imperio debía haber terminado mucho antes”, dirá.
A los 14 años decidió que quería ser escritora e hizo un curso veraniego de mecanografía. Después se formó en Derecho, se hizo abogada. Un día rompió con la profesión y se lanzó a la búsqueda de lo que desde siempre le había dado sentido a su vida: vivir historias dentro de sí misma y contarlas.
Su primera novela, Campo de sangre (2001), fue escrita con una beca de creación del Ministerio de Cultura portugués y recibió el Gran Premio Acontece. Siguieron otras novelas y más premios… Hasta que llegó El retorno en 2011 (publicada en España por la editorial La Umbría y la Solana), su consagración como una de las voces fundamentales de la nueva literatura portuguesa. Esa obra, que fue distinguida con el premio English Pen de obra traducida, ha sido editada en varios países, es materia de estudio en las universidades y hay ofertas para trasladarla a la gran pantalla.
Dulce Maria Cardoso tiene ahora 55 años. Nos encontramos en los jardines de la Fundación Calouste Gulbenkian de Lisboa, en una tarde de afable calor primaveral, rodeadas de frondosas copas de árboles. Pero el verde africano se impone como una presencia de mansa brisa. Esta conversación está atravesada por ese recuerdo.
Tenía 10 años cuando tuvo que salir de Luanda tras la descolonización de 1975 y ha usado sus vivencias para la construcción de El retorno a través de la voz de Rui, uno de los personajes. Al inicio del libro escribe: “Insistimos en conservar detalles insignificantes que ya comenzamos a olvidar”. ¿Tuvo esa conciencia exacta de lo que necesitaba guardar?El retorno
Sí. Pienso que fue una suerte tener esa edad en aquel momento porque pude registrar todo lo que vi sin juzgarlo. Siempre tuve una memoria fotográfica muy buena y cuando comencé a escribir sobre el año de mi retorno me di cuenta de que había guardado aquellos recuerdos casi intactos. No necesité recurrir a otros relatos ni hacer investigación para escribirla.
¿Y qué había quedado registrado?
La Luanda de aquel tiempo, cómo era y de qué hablaban las personas, cómo se comportaban. En aquel año de 1974, los tres meses que siguieron a la Revolución del 25 de Abril, el Ejército portugués consiguió mantener un cierto orden en la ciudad. Pero cuando los movimientos independentistas llegaron a Luanda y comenzaron a luchar por el poder, se instaló una guerra civil. Las escuelas y las tiendas cerraron, había toque de queda, comenzó la desbandada de gente de regreso a Portugal. Fue el caos. Moría gente todos los días y la lista de desaparecidos era todavía mayor. Cuando recuerdo aquel tiempo, esa memoria de guerra, lo que más me impresiona es entender que las personas se acostumbran a todo. Un día vemos coches con niños armados, lo encontramos extraño, pero al día siguiente deja de serlo.
¿Cómo es que, viviendo lo que narra, tuvo la necesidad de registrar el último día? ¿Con 10 años ya su percepción de la pérdida definitiva estaba desarrollada?
En realidad aquel último día no sucede ya nada. Cuando comencé a escribir sobre el impacto del regreso entendí que debía encontrar una historia muy fuerte para que los lectores pudiesen identificarse con la pérdida. Aquel día yo aún pertenecía a aquello e iba a perder el sitio al cual pertenecía. Pero la mayoría de las personas no consigue identificarse con la pérdida de un país, es una idea demasiado abstracta. En cambio, sí consiguen identificarse con la pérdida del padre. Fue precisamente por eso que escogí comenzar con la narración del último día de Rui. Él pierde al padre, que es hecho prisionero en el momento en que la familia debe partir. Escribo siempre muchas versiones sobre la historia hasta encontrar la final, y llegué a trabajar en una versión en la que el padre regresaba con la familia. Después comprendí que no iba a funcionar. A pesar de que yo no haya perdido a mi padre, nadie se identificaría con mi pérdida, y eso era lo que yo quería transmitir.
Nació en Trás-os-Montes y la llevaron a Angola con tan solo seis meses. Me gustaría que me contase el inicio de la historia de su familia en aquel territorio.
Mis padres vivieron una historia de amor muy complicada. Cuando se conocieron, mi madre era una heredera de campesinos ricos y mi padre era un muerto de hambre. Mi abuelo no quería darles permiso para casarse. Para ello, mi madre tuvo que huir. Todo esto sucedió en la década de los cincuenta en una aldea de Trás-os-Montes. Mis padres se desencantaron con el país y decidieron marcharse. Como en Angola se hablaba portugués fueron allí sin tener ningún vínculo con África. Pero mi padre era muy trabajador, consiguió construir bastantes cosas, aunque nunca dejamos de llevar un modo de vida muy humilde. No nos faltaba de nada, pero no teníamos los lujos que se asociaban a África. Formábamos parte de una pequeña burguesía, que comparada con las estrecheces de la metrópoli en aquella época, podía pasar por una vida casi lujosa. Teníamos coche, los fines de semana íbamos a la playa y al cine, había Coca-cola, había fiestas, las mujeres usaban minifalda y fumaban. La vida era incomparablemente mejor, pero no era la África mía de grandes haciendas y pastos hasta perderse en el horizonte.
Ese era el mito que en el Portugal pobre de los años sesenta se construía sobre África. Y, vista desde allí, ¿cómo se veía la metrópoli, esa palabra que se usaba en las colonias para designar a Portugal?
Si aquí se mitificaban las colonias, también desde allí se mitificaba la metrópoli, la palabra con la que nos referíamos a Portugal como país, aunque se extrapolaba a su geografía. En ese sentido, toda la educación que recibíamos era una educación colonial. Las aulas tenían un mapa de Portugal ultramarino, los sábados cantábamos himnos, alzábamos banderas y declamábamos una oda absoluta dedicada a la metrópoli. Cuando la gente tenía la posibilidad de venir a pasar las vacaciones, al regresar perpetuaba el mito contando cosas maravillosas sobre la vida en la metrópoli.
Yo también crecí en Lourenço Marques, hoy Maputo. Cuando regresé a Portugal con ocho años, todavía en 1973, la gente me preguntaba: “¿Cómo es África?”. Me parecía una pregunta muy extraña porque yo venía de Mozambique. No había comprendido todavía que África, más que un continente, designaba un territorio imaginado. Lo curioso es que más tarde también yo comencé a decir “África” para hablar de mi infancia mozambiqueña.
Probablemente porque la impresión de aquel territorio geográfico, que es también afectivo, queda marcada de un modo indeleble. ¿Sabía que los jacarandás, que es un árbol de los trópicos, en Portugal tiene dos floraciones? Florecen una primera vez en la primavera europea y una segunda, lo que no se esperaba, al mismo tiempo que los jacarandás florecen en el continente africano. Guardaron esa memoria. De algún modo, creo que a los trasplantados les sucede lo mismo.
Como si hubiese una parte de nuestra naturaleza que solo se encuentra en los países tropicales…
Exactamente. Yo he logrado finalmente florecer también en esta primavera europea, pero me siento siempre más completa cuando estoy en los trópicos. Por ejemplo, la mayoría de las personas lidia mal con el calor húmedo, pero a mí me encanta. Como si nunca hubiese salido de aquel calor porque fue en ese entorno donde mi cuerpo creció y se formó. Y sueño muchas veces en africano.
¿Qué es soñar en africano?
Sueño con espacios enormes, de colores muy saturados y exuberantes, paisajes que aquí no existen. Si enfermo, si me distraigo, la imagen que se me aparece es la de la tierra roja. Cuando pierdo las defensas o estoy soñando mi realidad se ve transmutada. Es algo constitutivo. Fui arrancada de aquel territorio, no hubo una transición. Así como les sucede a los árboles trasplantados, cargo con esa memoria sensorial y transporto sus raíces.
Cuando Rui llega a Portugal dice: “Al final la metrópoli es esto”. Como si en esa frase, en ese “al final”, se contuviese toda esa desilusión.
Precisamente el capítulo de la llegada fue lo que me llevó más tiempo escribir. Escribí páginas y páginas para explicar la desilusión de la metrópoli y después comprendí que solo lo conseguía ante la hoja en blanco. Era lo que sentía que estaba más cercano a mi sentimiento. La expresión de vacío que hay en la hoja blanca. Es el único capítulo que solo tiene una frase: “Al final la metrópoli es esto”.
¿Fue el primer enfrentamiento con ese país mitificado?
Y la desilusión fue tan brutal que, incluso ahora, cuando alguna cosa me enoja les digo a mis amigos más próximos: “¡Esto está comenzado a parecerse a la metrópoli!”. Se volvió una broma privada. Nunca encontré mejor sinónimo para describir el sentimiento de desilusión.
Hablemos entonces del regreso.
Lo que me sucedió fue lo siguiente: apenas llegamos, mis padres me mandaron a Trás-os-Montes, a la aldea de mis abuelos de dónde mi madre había huido, porque pensaron que estaría más protegida. Me fui a vivir sola con unos abuelos a los que no conocía. Dos viejos vestidos de negro que estaban enfermos y murieron un año después. Al principio fue terrible. Mis abuelos no me conocían ni me comprendían y eran hostiles. Todo me era extraño. Hasta los árboles me parecían arbustos por ser tan pequeños en comparación con los africanos. Pero lo peor era el frío. Pensé que iba a morirme de frío pese a que era verano. Cuando llegué estaba muy tostada, pero el bronceado fue desapareciendo y comencé a quedarme blanca, como una cobra cuando muda la piel. Fue tan dramático que hasta escribí una carta a mi hermana: “¡Me estoy quedando blanca!”.
¿Cómo era la aldea?
Toda de piedra, muy aislada, muy pobre. Todavía se vivía en casas donde los animales dormían en la parte de abajo. Hoy no conseguimos imaginar cómo era posible que en 1975 una aldea de Trás-os-Montes estuviera aún tan atrasada. No tenía ni siquiera una escuela. Las clases nos las daban en una sala de los bomberos de la aldea o en el edificio de la junta de distrito. Los domingos los niños iban a la casa del cura a ver una película. A las tres de la tarde él encendía la televisión y a las cinco la apagaba. Generalmente, el film ya había comenzado y muchas veces, cuando apagaba, no había terminado. Yo conocía muchas de aquellas películas -estoy acordándome de Tarzán- e intentaba explicar que las películas tenían un inicio, un desarrollo y un final. Era inútil. Muchos de aquellos niños ni sabían leer. Yo traía vestidos que se ataban en la espalda y mi abuela iba detrás de mí para taparme porque pensaba que estaba prácticamente desnuda. Las fiestas que conocía de Luanda eran fiestas africanas. Con bailes de merengue y al aire libre. Las mujeres se arreglaban mucho, usaban minifalda y fumaban. Era el ambiente de los años setenta, ¡pero bien entrados en los setenta! Ahora imagine lo que es llegar a una aldea donde había bailes con todas las muchachas sentadas en círculo entre las madres y las abuelas, a la espera de que los muchachos se aproximasen para pedir autorización a la madre de la chica para poder bailar. Cuando mi abuela quería explicar cualquier cosa que yo quería y nadie podía entender decía: “Parece que allí en las tierras africanas…”. Nadie me comprendía y yo tampoco comprendía nada de lo que allí pasaba.
Habla siempre de que su deseo de transformarse en escritora comenzó aquel año del regreso. ¿Fue un modo de protegerse?
Ni sabía lo que significaba ser escritora. Pensaba que era tener historias en la cabeza que me hiciesen huir de la realidad, y en eso tenía razón. Por un asunto de pura supervivencia, porque vivía con mucho sufrimiento, un día desperté: “No puedo seguir así. No puedo estar llorando todo el tiempo”. Como me gustaban mucho los libros de aventuras comencé a imaginar que vivía dentro de una historia. Toda la aldea fue convertida en un escenario como si estuviera en una aventura de ficción. Si iba a la fuente era porque tenía la misión de encontrar allí una llave secreta. El pobre Matías, el viejo de la plaza, dejó de ser Matías para ser el malvado de la trama. Comencé a vivir una vida paralela tan intensa que cuando me despertaba por las mañanas ya no me sumergía en el mundo real, sino en una realidad que estaba siendo rediseñada por mí.
Imagen del 11 de noviembre de 1975, día en el que Angola consiguió la independencia. / EFE
Como futura escritora, haber observado un mundo tan radicalmente diferente, ¿qué le dio para su aprendizaje?
Materia.
¿Materia creativa?
No. La materia misma. Lo tangible. Para escribir no es necesario haber vivido casi nada. Kant, por ejemplo, nunca salió de su aldea y consiguió desarrollar un pensamiento que transformó el mundo. La única cosa a la que hemos de tener acceso es a las categorías. Cuando escribí Mis sentimientos me preguntaban si alguna vez había estado muy gorda, por el personaje de mi libro. Yo respondía siempre que para escribir sobre Violeta no necesitaba haber sido gorda. Necesitaba tan solo conocer algunos sentimientos que una persona muy gorda podría sentir. Uno de ellos es la humillación, o el ostracismo. Esos sentimientos sí los conocía. Por lo tanto, a partir de ellos podría ponerme dentro de la piel de una mujer muy gorda y dotar de vida a aquel cuerpo.
¿Su proceso de vivir en un mundo paralelo continuó cuando regresó a Lisboa, un año después de haber llegado a la aldea, o el encuentro con la familia apaciguó ese sentimiento traumático? Le pregunto porque en El retorno la experiencia que describe es la vida de un retornado en la Lisboa de 1975. Nunca habla de la experiencia de la aldea en la casa de los abuelos.El retorno
Aquel año en Lisboa fue igualmente traumático y muy complicado. Cuando los retornados llegaron, la mayoría venía sin dinero ni unas condiciones mínimas de vida. Fuimos alojados en hoteles, porque los hoteles estaban vacíos, ya que no había turismo a causa de la revolución. Las personas habitaban hoteles de lujo como si viviesen en barracas. Vivíamos cinco o seis personas apiladas en un cuarto a la espera de que sucediese algo. Era un mundo muy alucinado, todos me parecían enloquecidos. En realidad, las personas estaban desesperadas. No tenían absolutamente nada y no sabían lo que iban a hacer en la vida. Aún hoy encuentro gente que habla del retorno de manera afectada y enrabietada, con la emoción a flor de piel, como si todo aquello hubiera sucedido ayer. Después de escribir el libro conocí muchas asociaciones de retornados que todavía se reúnen en cenas y en fiestas como si estuviesen viviendo en Luanda.
¿Quedaron atrapadas en una obsesión revivalista?revivalista
Es terrible. El problema es que la vida no les dio nada mejor. A partir de una cierta altura o construimos un nuevo mundo o quedamos presos en el pasado. Consigo entender la nostalgia y la melancolía, pero no es el camino. Todo aquello desapareció y es bueno que así sea.
¿Y sus padres?
Mi padre ya murió, pero no conservaba nostalgia alguna, era un hombre muy pragmático. Cuando llegamos y comenzaron esas conversaciones rencorosas entre retornados decía: “Ahora es aquí donde tenemos que vivir”.
Quiero volver a la cuestión de la escritura. Por lo que entiendo, su intención no era escribir, sino vivir otra realidad.
Exactamente. Yo ni siquiera sabía en qué consistía escribir. Recuerdo bien haberme acercado a la escuela y preguntar a la profesora sobre qué debía estudiar para formarme como escritora. Pensaba que había unos estudios universitarios que me enseñarían el oficio de escribir del mismo modo que la carrera de Medicina sirve para formar a un médico. Cuando me dijo que podría estudiar cualquier cosa o incluso no tener título alguno, me quedé muy turbada. Durante mucho tiempo, la primera pregunta que le hacía a un adulto era: “¿Cómo se hace alguien escritor?”. La gente se reía porque yo era una niña pequeña y un día, ya con 14 años, vi a un escritor escribiendo a máquina en un programa de televisión. Fui a inscribirme en un curso de mecanografía porque pensé que era así como un escritor se formaba y pasé el verano entero aprendiendo a dactilografiar. Cuando pienso en eso, en este empeño obsesivo, ni me parece que esa haya sido yo. Me siento tan distante de esa niña. Hoy me parece una extraña.
“Fui arrancada de aquel territorio, no hubo una transición. Como los árboles trasplantados, cargo con la memoria sensorial”
Leí en una entrevista que en su casa no había libros.
Pero la relación con la lectura fue muy importante. Aprendí a leer sola a causa de las historias, esto ya en Luanda. Mi hermana y mi madre se cansaban de tener que leerme siempre y yo, por sentirme independiente, comencé a leer sola. También por ese motivo creo que algo nace con nosotros. Pero en la casa de Portugal no había libros. Después de hacer el curso de mecanografiar me dirigí a la biblioteca municipal, que era el sitio donde estaban los libros, y por tanto algo podría suceder. Apenas llegué vi a un grupo de mujeres sentadas en círculo llorando por un libro de Corín Tellado. Pensé: “¡Eso es un escritor, alguien que hace llorar!”. Comencé a leer todo lo que había escrito. Después, como la biblioteca quedaba lejos de mi casa, un día me llevé un libro más grueso, uno que tardase más tiempo en leer. Era una colección de novelas de Dostoievski. Quedé absolutamente maravillada, y ahí sí. Inicié un proceso más creativo que consistía en copiar los libros que me gustaban cambiando partes de la historia.
¿Copiaba?
Sí. Copiaba literalmente un libro entero, alterando algunos detalles. Por ejemplo, si estaba enamorada de algún chico determinado, cambiaba el nombre del personaje masculino y le ponía el nombre de ese chico. Iba haciendo cambios pequeños que tenían que ver con mi vida y, así, me apropiaba de la historia. Recientemente me invitaron a escribir una crónica para un periódico y la titulé Biografía no autorizada. Viví siempre entre la ficción y la realidad. Los libros que leí fueron tan importantes en mi formación que no veo diferencia entre lo que leí, lo que viví y lo que escribí. Claro que no estoy loca, estoy estrictamente hablando del impacto que causaron en mí.
¿‘El retorno’ es un libro que debía escribir?
Siempre supe que debía hacerlo, no sé explicar por qué. Estaba ahí todo. Como le dije, ni siquiera necesité hacer investigación alguna.
¿Cómo sintió que había llegado el momento de hacerlo?
Tengo siempre muchos proyectos en la cabeza que van sucediéndose, como si tuviera un menú a mi disposición, que voy escogiendo en consonancia con lo que me apetece. De repente, el momento de escribir se impone. Antes de editarlo había sido invitada a participar en una residencia literaria en Múnich y, de algún modo, allí era de nuevo una extranjera. Con todas las salvedades, podía volver a sentir la misma incomodidad, la misma soledad. Era invierno. Fue muy extraño recordar Luanda en aquel paisaje nevado. Todos los días iba a dar paseos en la nieve y después escribía. Escribí mucho en aquellos meses.
Este libro fue el gran éxito de la nueva literatura portuguesa. ¿Lo esperaba?el gran éxito de la nueva literatura portuguesa
No. Siempre había recibido muy buenas críticas, pero tenía pocos lectores. Pensé que sería un libro más, que no haría mucho ruido.
Me pregunto muchas veces por qué nunca usamos aquel periodo, tan rico en nuestra memoria colectiva, para construir materia literaria o cinematográfica.
No nos interesamos mucho por nuestra historia. Y además es necesario hacer propuestas que no enfrenten a las personas.
¿Esa fue la ventaja de El retorno?El retorno
Tiene la ventaja de no juzgar ni pretender hacer un ajuste de cuentas con la historia. Cuenta apenas un relato. La primera edición apareció en 2011 y se sigue reeditando. Ha sido un libro muy querido. Sigo recibiendo mensajes de gente diciendo que ha sido muy importante leer lo que habían vivido y no conseguían recordar. Hubo personas que lo compraron para regalárselo a sus hijos y que así ellos supiesen lo que habían pasado, ya que nunca habían sido capaces de contárselo.
¿Por qué escogió usar una voz masculina?
Por una decisión puramente afectiva. Fue un homenaje a Rui, mi amigo de Luanda, que en el año del regreso perdió a sus hermanos mayores. Rui fue mi primer noviecito, el primer chico con el que bailé. Me gustaba mucho. Cuando comenzó la guerra, todos los días se leía en la radio la lista de desaparecidos. Un día escuchamos los nombres de los hermanos de Rui. Yo los conocía bien y me obsesioné con encontrar a mi amigo. No sé bien qué le quería decir, era una niña. Pero lo que sucedió era tan atroz que necesitaba verle. Habían ido a llevar a una tía al aeropuerto (ya había toque de queda), pero ellos no quisieron quedarse allí toda la noche y decidieron regresar a casa. Los capturaron. Tenían 18 y 20 años… Eran tan jóvenes. De algún modo el sufrimiento de Rui me sirvió como medida para relativizar el mío. Cuando me ponía muy triste pensaba: “Pero lo de Rui es mucho peor”. Para mí representó la medida de la brutalidad de la guerra. Cuando decidí escribir aquello encontré que le debía dar un homenaje por haber usado tantas veces su sufrimiento para apaciguar el mío. En el año en que llegué a Lisboa lo busqué en todos los hoteles donde estaban distribuidos los retornados. Las informaciones eran muy contradictorias: lo habían visto en Barreiro, otros decían que la familia había ido a Sudáfrica o que la madre se había vuelto loca. Lo que es cierto es que nadie supo decirme dónde estaba.
¿Nunca lo encontró?
Después de haber escrito El retorno fui entrevistada en un programa de televisión y conté que el nombre de mi personaje había sido un homenaje a mi amigo Rui, a cuyos hermanos habían asesinado en Luanda en 1975. Hubo una persona que estaba viendo el programa y reconoció la historia. No era una historia usual. Llamó a Rui. Cuando le dijo que la escritora se llamaba Dulce, evidentemente él se dio cuenta. Lo más curioso es que él ya había visto una fotografía mía como escritora y no me había reconocido. Se puso en contacto con la editorial y dejó su número de teléfono. Nos encontramos. Se acordaba de todo: de cómo bailábamos, del vestido que yo tenía, de la música que tocaba. Me dijo que también él durante años había estado buscándome. Después la vida siguió su camino.
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*Traducción del portugués: Antonio Jiménez Morato.*Este artículo está publicado en el número de mayo de
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Dulce Maria Cardoso nació en Trás-os-Montes, Portugal, y con apenas seis meses viajó a Luanda, la capital angoleña. Allí pasó la primera década de su vida, forjando en la temperatura de los trópicos la raíz de su naturaleza más íntima y querida.