La palabra no vence al monstruo

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Cuando sus embustes simplones terminen intoxicando a una parte sustanciosa del electorado, cuando sus caudillos carismáticos alcancen el poder, cuando no solo apliquen su programa sino que lo amplíen con horrores que no habían anunciado, que nadie diga que no había sido avisado. No, algunas voces se habían alzado para pedir que se desconfíe de los que hablan mucho de la patria y poco o nada de la gente, de los que jamás culpan al capitalismo salvaje de los males de las clases populares y prefieren estigmatizar a minorías étnicas, nacionales o religiosas, de los que prometen garantizar la seguridad si se les concede amplios poderes para devolverle a la nación su grandeza perdida.

Hubo quien alertó ayer, en los años 1920 y 1930, durante la primera y devastadora plaga del virus fascista, y hay quien lleva tiempo alertando de la segunda, la que ahora, en tiempos también de crisis, va infectando a los países de Europa y América. De hecho, la alerta actual data de los años 1990, cuando el Frente Nacional comenzó su ascenso en Francia despotricando de los emigrantes magrebíes. Ya entonces hubo qu ien advirtió de que el nuevo fascismo no haría necesariamente el saludo romano en sus marchas callejeras, no vestiría uniformes paramilitares con correajes de cuero, no reivindicaría a Hitler y Mussolini. El nuevo fascismo se camuflaría con hábitos engañosos.

Uno de los que lo hicieron fue el semiólogo y novelista italiano Umberto Eco. En una conferencia que dio en 1995 en la universidad estadounidense de Columbia sobre lo que llamó “el fascismo eterno”, dijo: “Sería mucho más fácil para nosotros que alguien entrara en escena diciendo: ‘¡Quiero volver a abrir Auschwitz, quiero que los camisas negras vuelvan a desfilar por las plazas italianas!’. Por desgracia, la vida no es tan simple”. El fascismo, señaló, volvería con “ropa civil”.

Podría reconocérsele, sin embargo, por lo que comparte con el fundacional. “Un modo de pensar y de sentir, una serie de hábitos culturales, una nebulosa de instintos oscuros y de pulsiones insondables”, según el pensador italiano. Por ejemplo, el culto a la tradición, la exaltación del nacionalismo, la xenofobia y el machismo, la pasión por la homogeneidad y el rechazo de la disidencia, la apelación a las emociones y el desdén por la racionalidad. Hoy, como ayer, el fascismo, predijo Eco, obtendría una buena cosecha entre “las clases medias frustradas, desvalorizadas por alguna crisis económica o humillación política, asustadas por la presión de grupos sociales subalternos”.

El autor de El nombre de la rosa cumplió con su deber de indicar que el monstruo seguía vivo. Que no fuera escuchado no fue su culpa. Como no fue culpa de tantos escritores y artistas de los años 1920 y 1930 que sus denuncias sobre los peligros del fascismo cayeran en saco roto. Al igual que ahora, los gobernantes democráticos de aquellos tiempos prefirieron creerse sus propios cuentos: las libertades están consolidadas, la ultraderecha jamás será numerosa, los fascistas se moderarán de llegar al poder… Y al igual que ahora, buena parte de las clases medias y populares decidió que, puestos a escoger, prefería el orden a la libertad, la identificación tribal a la hermandad con el diferente, el refugio en un rebaño a la aventura individual.

Desviar el resentimiento del pueblo

En diciembre de 1932, un mes antes de que Hitler se convirtiera en Reichskanzler, Albert Einstein abandonó Alemania en dirección a Estados Unidos. El científico más importante del siglo XX intuía que la llegada al poder de los nazis era ineluctable. Ya eran la primera fuerza electoral de Alemania, aunque no con mayoría absoluta, y los partidos de la derecha tradicional se aprestaban a reconocer su liderazgo en la formación de un nuevo gobierno. A Einstein no se le escapaban las razones de su éxito. “El nacionalismo”, decía, “es una cosa infantil, es el sarampión de la humanidad”. En el caso concreto del nacionalismo pangermánico de Hitler, el antisemitismo servía para “desviar el resentimiento del pueblo contra sus opresores”.

Thomas Mann, Premio Nobel de Literatura en 1929, se fue de Alemania en febrero de 1933, un mes después de la llegada al gobierno de los nazis. Jamás había ocultado que el movimiento dirigido por Hitler le parecía un “disparate con esvástica” y su antisemitismo, “una infamia”. El autor de La montaña mágica se instaló inicialmente en Suiza, donde, según escribió en su diario, las noticias procedentes de Alemania le producían un “violentísimo choque de asco y horror”. Luego se marchó a Estados Unidos. A diferencia de otros compatriotas suyos exiliados, Mann se negó a condenar los feroces bombardeos británicos de ciudades alemanas. Consideraba que su país merecía un duro castigo por haberse dejado embaucar por Hitler.

Tampoco esperó demasiado para salir de Alemania el autor y director teatral Bertolt Brecht. Marxista sin carné de partido, conocido por la crítica del orden burgués de su Ópera de los tres centavos, Brecht y su familia huyeron de Berlín el 28 de febrero de 1933, un día después del incendio del Reichstag. Terminaron recalando en Dinamarca, donde, en mayo de 1933, Brecht supo que sus libros y los de otros autores “contrarios al espíritu alemán” como Einstein, Freud, Marx, Kafka, Walter Benjamin o Stefan ZweigStefan Zweig, habían sido quemados por los nazis en una veintena larga de delirantes autos de fe.

A Brecht se le atribuye el célebre poema que dice: “Cuando los nazis vinieron a buscar a los comunistas, guardé silencio porque yo no era comunista. Cuando encarcelaron a los socialdemócratas, guardé silencio porque yo no era socialdemócrata. Cuando vinieron a buscar a los sindicalistas, no protesté porque yo no era sindicalista. Cuando vinieron a buscar a los judíos, no pronuncié palabra porque yo no era judío. Cuando finalmente vinieron a buscarme a mí, no había nadie más que pudiera protestar”. Esta atribución es discutida. Parece que el autor del poema fue un pastor protestante llamado Martin Niemöller que había pasado por los campos de concentración nazis. En todo caso, Brecht bien hubiera podido ser su padre. En Terror y miseria del Tercer Reich, el dramaturgo dejó clara su idea de que a los fascistas no había que hacerles la menor concesión, de que la interpretaban como un signo de debilidad que les animaba a seguir e incluso ampliar su programa.

Brecht, ya lo dije, era marxista. Consideraba que el fascismo no es otra cosa que el último recurso del capitalismo para desviar o reprimir los deseos de cambio de las clases populares. En mayo de 1945, recién hundido el Tercer Reich, escribió: “Señores, no estén tan contentos con la derrota de Hitler, porque aunque el mundo se haya puesto en pie y haya detenido al bastardo, la puta que lo parió está de nuevo en celo”.

Intelectuales antifascistas, uníos

“El fascismo es una mentira contada por matones”, decía Hemingway, siempre bueno para las fórmulas claras y concisas. Los ejemplares de la traducción alemana de su Adiós a las armas también ardieron en las piras promovidas por Goebbels en mayo de 1933, junto a los de otros autores extranjeros como André Gide, Romain Rolland, John Dos Passos, Máximo Gorki e Isaak Bábel. Al fascismo todo lo que no sean cantos a la patria le parece extravagancia, pornografía o terrorismo.

La mayoría de los intelectuales de los años 1920 y 1930 era abiertamente antifascista. En la peste parda veían la expresión más febril del rechazo a las ideas y los valores del Siglo de las Luces, una terrible amenaza a la primacía de la razón frente a la fe, al intento de construir un mundo basado en la libertad, la igualdad y la fraternidad. La llegada de Hitler al poder en 1933, que se añadía a la conquista de Italia por Mussolini en 1922, les impulsó a intentar alzar una voz coral.

Sus esfuerzos se enfrentaron a las divisiones políticas que desgarraban a los herederos de la Ilustración: querellas entre liberales y rojos, entre anarquistas y marxistas, entre socialdemócratas y comunistas, entre trotskistas y estalinistas… Y también a otra muy sensible en un tiempo en que los horrores de la Primera Guerra Mundial estaban muy frescos y el pacifismo era mayoritario: la división entre los partidarios de la mera resistencia pasiva y los que no descartaban ningún recurso, incluida la violencia, para abatir al monstruo.

Todas las diferencias de los intelectuales antifascistas terminaban condensándose en el dilema entre la adhesión incondicional a la Unión Soviética, que se presentaba como el único Estado decidido a frenarles los pies a Hitler y Mussolini, o la preservación del espíritu crítico con cualquier totalitarismo que defendían André Gide -“la República Soviética ha traicionado nuestras esperanzas”- y muchos otros.

Esta disyuntiva nubló la primera iniciativa internacional para crear un frente de intelectuales antifascistas, el llamado Movimiento Amsterdam-Pleyel promovido en 1932 por los franceses Romain Rolland y Henri Barbusse, y al que se adhirieron, cada cual con sus propios matices, Einstein, Heinrich Mann, Dos Passos, Upton Sinclair, Bernard Shaw, H.G. Wells, Gide, André Malraux, los surrealistas… De ahí nació en 1933 el Comité de Lucha contra la Guerra y el Fascismo.

Un nuevo intento fraguó en 1935 al constituirse en París la Asociación Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura, a la que se adhirieron cuatro ganadores del Premio Nobel de Literatura: el francés Rolland, el inglés Bernard Shaw, el estadounidense Sinclair Lewis y la sueca Selma Lagerlöf. Pero un año después, el fascismo daba un nuevo zarpazo: el alzamiento de los militares, los falangistas y otras fuerzas reaccionarias contra la República Española, una insurrección apoyada por Hitler y Mussolini. La realidad desvanecía las esperanzas de detener al fascismo sin usar las armas. El dilema principal se situaba ahora entre el antifascismo o el colaboracionismo.

En julio de 1937, en plena Guerra Civil española, Madrid, Valencia y Barcelona fueron los escenarios del segundo Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura. Aunque tuvo una notable presencia internacional, el protagonismo recayó esta vez en autores antifranquistas españoles como María Zambrano, Rafael Alberti, Miguel Hernández, José Bergamín, Rosa Chacel, Luis Buñuel, Luis Cernuda, Ramón J. Sender, Emilio Prados, Manuel Altolaguirre y Max AubRosa Chacel.

El antifascismo perdió la Guerra Civil española, pero ganó la Segunda Guerra Mundial, y con ello se extendió el sentimiento de que la peste parda era cosa del pasado. De que era irrepetible una sociedad de miedo y sumisión como la contada por la alemana Anna Seghers en su novela La séptima cruz. O una experiencia de estigmatización, ostracismo y, finalmente, encierro como la vivida por el personaje del relato Una lápida en via Mazzini, del italiano Giorgio Bassani.

Vuelven los demagogos

Occidente prefirió correr el velo. Los horrores que acababa de padecer habían sido fruto de las chaladuras de unos pocos. Ahora se abría un futuro de paz, democracia y bienestar, sobre el que solo planeaba la amenaza del comunismo. Cuando, recién regresado de un campo de exterminio, Primo Levi decía que si había ocurrido una vez podía volver a ocurrir, se le miraba con condescendencia: estaba amargado, era demasiado pesimista. Cuando Hannah Arendt recordaba con el concepto de la “banalidad del mal” que los monstruos tienen aspecto humano, que sus familiares y amigos les consideran buena gente, que al mismo Hitler le gustaban los niños y los perros, se le felicitaba por la fórmula, sin acabar de comprenderla.

Los intelectuales del período europeo y americano de entreguerras cumplieron con su deber. Pero se les hizo poco caso. Y aunque cada vez haya menos –los escritores y artistas prefieren ahora no perder contratos, premios y presencia mediática por mostrarse demasiado críticos con los poderosos-, algunos intelectuales también han cumplido con el suyo en las últimas décadas.

Wilhelm Reich se atrevió a decir en su obra ¡Escucha, hombrecillo! que mucha gente desea sentirse parte de un rebaño, que el ansia de un führer al que seguir es una pulsión humana profunda y ancestral. Norman Mailer, por su parte, advirtió de que el fascismo es “más natural” que la democracia, apela a los miedos e inseguridades de la infancia, cuando se necesita una figura protectora, alguien que te diga lo que se puede hacer y lo que se no puede hacer.

Las peores plagas acaban por sucumbir. Pero las peores plagas pueden volver. Aquí están de nuevo los demagogos que excitan las peores pasiones colectivas, los que nunca señalan a los de arriba y siempre a los de abajo –los judíos ayer, los inmigrantes musulmanes hoy, la izquierda siempre-, los que confunden unidad con unanimidad. Sí, los que no quieren que se les llame por su nombre, los que se empeñarán en aplicar sus programas si llegan al poder.

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*Este artículo está publicado en el número de enero de tintaLibre. Puedes consultar todos los contenidos de la revista haciendo clic aquí.aquí

Cuando sus embustes simplones terminen intoxicando a una parte sustanciosa del electorado, cuando sus caudillos carismáticos alcancen el poder, cuando no solo apliquen su programa sino que lo amplíen con horrores que no habían anunciado, que nadie diga que no había sido avisado. No, algunas voces se habían alzado para pedir que se desconfíe de los que hablan mucho de la patria y poco o nada de la gente, de los que jamás culpan al capitalismo salvaje de los males de las clases populares y prefieren estigmatizar a minorías étnicas, nacionales o religiosas, de los que prometen garantizar la seguridad si se les concede amplios poderes para devolverle a la nación su grandeza perdida.

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