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Perderse dentro de un mapa

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Isabel Soler

Sepan que este mapamundi fue pensado y dibujado literalmente para perderse; o mejor, para no encontrarse, ni encontrar lo que se pretendía buscar. No es un mapa para viajar. De hecho, la mayoría de los hermosos mapas de hace quinientos años que han llegado hasta la actualidad no eran para viajeros, sino para grandes señores renacentistas que querían saber cómo era el mundo; o cómo iba siendo a medida que las naves regresaban a la península tras sus expediciones marítimas. Las cartas de marear, las que usaban los navegantes, apenas sobrevivían a una expedición, por las inclemencias climáticas, por quedar obsoletas, por ser borradas y reutilizadas; también por ser un preciado tesoro rebosante de información geográfica, política y económica que cabía robar.

Los mapas, tanto los de navegar como los de admirar, eran valiosos tesoros. Y éste, además, fue muy polémico; lo fue hace quinientos años y lo volvió a ser a partir de mayo de 1930, cuando, perteneciendo a un mayor inglés cuyo padre lo había comprado en Italia, Sotheby’s lo subastó en Londres. Aquel día ya empezaron las trifulcas entre historiadores de la cartografía: el especialista italiano Giuseppe Caraci dudaba seriamente sobre su autenticidad, frente a su siguiente propietario, el erudito Marcel Destombes, que se lo llevó a París en 1937. Fue éste el primero en conjeturar que el mapamundi, por sus dimensiones y peculiaridades, podría haber sido una especie de frontispicio, una página de apertura, de las riquísimas cartas portulano regionales —cuatro hojas de pergamino iluminadas y dos cartas mayores— que hoy conocemos como Atlas Miller, nombre de su último propietario antes de que pasasen a la Bibliothèque Nationale de France y una joya preciosista de la cartografía renacentista que un portugués, el vizconde de Santarém, había encontrado a mediados del siglo XIX en un librero de viejo en París. Hoy, tras dudas, encuentros y desencuentros, debates y hasta combates, se acepta esta teoría sobre la unidad del famoso Atlas Miller.

De ser así —por qué no va a serlo—, se dieron, entre 1517 y 1519 y en Lisboa, tres circunstancias espectaculares. Por un lado, se reunían en un mismo encargo los cuatro mejores dibujantes del renacimiento portugués: los responsables de las cartas regionales fueron los cartógrafos Pedro y Jorge Reinel, padre e hijo, y el miniaturista e iluminador de origen flamenco António de Holanda; y el que firmó el planisferio fue el todavía muy joven Lopo Homem, quien iba a ser el más cotizado cartógrafo portugués del siglo XVI y que, por entonces, era ya “maestro de cartas de navegar” del rey Manuel I de Portugal además de constructor y corrector de todas las agujas magnéticas (las brújulas) de las armadas de ultramar.

La segunda circunstancia es bastante sorprendente: ¿cómo es posible que Pedro y Jorge Reinel estuvieran en Lisboa tan tranquilamente dibujando el Atlas Miller? ¿Y en esas fechas, hacia 1519? Y sin que les pasase nada, sin que tuvieran que rendir cuentas ante el rey (o no hay pistas de que las hubieran rendido). Un año antes, en 1518, mientras los embajadores portugueses se esforzaban en convencer al rey Carlos de que cambiase de idea, Pedro y Jorge Reinel estaban en Sevilla dibujando los mapas que debía llevarse Fernão de Magalhães en la armada que estaba a punto de zarpar hacia el poniente en busca de las islas de las Especias. Es decir, trabajaban para la corona de Castilla y para el futuro emperador en la cartografía del viaje que había de demostrar que el Moluco, las islas del exótico clavo de olor, quedaban en el lado castellano del antimeridiano de Tordesillas. Al regresar a Portugal, ¿los Reinel no cayeron en desgracia?, ¿no los acusaron de traición ni de espionaje?, ¿de revelación de secretos e información privilegiada? Pues parece que no, y quizá esa circunstancia sea la prueba (la mayor, si cabe) del valor indiscutible que tenía un buen cartógrafo para las empresas oceánicas peninsulares de los siglos renacentistas. Y, asimismo, también prueba que un cartógrafo no sólo dibujaba, sino que fácilmente podía verse inmiscuido en episodios políticos y diplomáticos, y hasta jurídicos.

Este no es el sitio, pero da para mucho esta segunda circunstancia. Sí vale la pena, no obstante, añadir un pormenor curioso: los Reinel eran negros, o mulatos, y costó bastante que la historiografía se diera cuenta de ello, cuando el propio Pedro Reinel lo había dejado bien claro dibujado en su carta atlántica a la que dio el título “Pedro Reinel me fez” (Pedro Reinel me hizo), donde, a la altura de Sierra Leona representó a una enorme felina sosteniendo la bandera de Portugal. El mapa no está fechado, pero pudo haberlo realizado entre 1492 y 1504, cuando hacía más de cuarenta años que los portugueses habían llegado a la tierra de los wolof (o jalofos, dicho a la portuguesa) y donde los sapés o sapís eran grandes expertos en la talla del marfil y hacían objetos muy delicados y bellísimos. Tan apreciadas eran esas piezas que, a partir de 1481, los artesanos más hábiles empezaron a ser trasladados a Lisboa como esclavos reales, con un estatus muy alto, siendo “criados del rey”, es decir, educados en la corte. Y tal vez sea cierto que el hijo del mejor de estos artesanos y jefe del taller de Palacio, nacido hacia 1480, fuera un niño negro o mulato bautizado con el nombre de Pedro, apellidado Reinel, o reinol (es decir, “nacido en el Reino”). Educado en palacio, se convirtió no solo en un gran dibujante, sino también en un gran matemático y cosmógrafo, hasta ser uno de los mayores cartógrafos de Manuel I. A los veinte años ya era mestre das cartas de marear y siempre fue tratado como portugués, tanto él como su hijo Jorge, que también fue un gran cartógrafo. El caso es que nadie los castigó cuando en 1519 regresaron de Sevilla a Lisboa para dibujar el exuberante Atlas Miller, y allí siguieron trabajando durante mucho tiempo, porque Pedro Reinel todavía estaba vivo en 1542 y Jorge, como cartógrafo oficial, lo estaba en 1572.

En 1519, entre los Reinel y António de Holanda dibujaron una espectacular y detallada imagen del mundo rebosante de contenidos en la que, hacia Oriente, aparecen fortalezas y ciudades, diferentes razas humanas con sus indumentarias distintivas, una fauna profusa en la que no faltan leones, rinocerontes y elefantes o pájaros de colores que sobrevuelan templos, y una geografía atravesada por caravanas de camellos y guerreros a galope. Al otro lado del Atlántico, hombres desnudos recogen madera de pau-brasil ataviados con plumas de colores, entre monos encaramados a altísimos árboles y pájaros de plumaje exótico. Y si las tierras aparecen tan repletas de contenido, los mares se ven plagados de naves de diferentes tipos y calados. El colmado Atlas Miller es una gran miscelánea de las realidades del mundo colocadas en el espacio que les corresponde; y a la vez, se advierte una marcada voluntad de destacar los lugares que, desde la llegada de Vasco de Gama a la India, habían ido localizando los portugueses: el detallado océano Índico, Arabia, Persia, la India, el golfo de Bengala con el delta del Ganges, las diferentes zonas del sudeste asiático, Birmania, Tailandia, Malaca, Sumatra, los racimos de islas de Insulindia, hasta las ansiadas Molucas están dibujadas. En América, además de Brasil y las Antillas castellanas, incluso aparecen la Florida, los litorales de Canadá y Terranova, aunque menos perfectos que Brasil, por culpa de la variación de la declinación magnética de la aguja. La representación de América es muy realista y con gran abundancia toponímica en las costas brasileñas; en Oriente, cuanto más hacia el este se avanza, la imagen del mundo se va haciendo más imaginaria, o más ptolemaica. En cualquier caso, las cartas portulanas son minuciosas y específicas, rigurosas dentro de las posibilidades, casi empíricas, novedosas, explicativas y, a su vez, buscan despertar la admiración del que las ha de observar. ¿Quién las había de observar?

En realidad, en 1519 a Portugal le interesaba que el mundo fuera ptolemaico, que América estuviera unida a Asia por el sur, que no hubiera estrecho magallánico hacia las especias por mucho que el rey portugués hubiera mandado expediciones para encontrarlo

De ahí deriva la tercera circunstancia: si las cartas son tan hermosas, ¿por qué el mapamundi de Lopo Homem es tan feo? ¿De verdad Lopo Homem era tan joven que todavía no sabía dibujar cuando ya el rey Manuel lo había nombrado maestro de nuestras cartas de marear? Es verdad que pertenecía a una familia influyente, y también es verdad que había varios Lopo Homem en la misma época. Da igual: no hay que meterse en esos vericuetos genealógicos, aclaran bien poco. Es mejor mirar el planisferio.

¿Es feo? Muy bonito no es si se compara con la belleza exuberante de las cartas por regiones. Es sorprendentemente esquemático, casi torpe, parece una imagen entre teórica y fantasiosa del mundo, ya desactualizada, y a la vez, buscadamente ambigua. Un mapa circular inscrito en un rectángulo donde todos los continentes se apelmazan hacia el hemisferio norte, mientras el sur está dominado por un inmenso espacio marítimo rodeado por una macrobiana Tierra Austral que une las regiones descubiertas del Nuevo Mundo con las de Asia e Insulindia. Aunque el Índico y el Atlántico se comuniquen, los mares de Lopo Homem aparecen nuevamente cercados, como si fueran una gran laguna rodeada de continentes.

Parece paradójico que, aunque no hubiera consciencia de ello, en 1518 los Reinel estuvieran en Sevilla preparando la cartografía de lo que iba a ser el primer viaje de circunnavegación de la esfera y, poco después, contrariaran ese derrotero al aceptar el dibujo de un mundo, el redondo y sincrético planisferio de Lopo Homem, que no es circunnavegable.

El mapamundi de Lopo Homem es un compendio de muchos mapas; lo dice el mismo cartógrafo, en latín, al firmar su obra: “Este es el mapa de todo el orbe del universo hasta hoy conocido, que yo, Lopo Homem, cosmógrafo, tras comparar muchos otros mapas, tanto antiguos como modernos, dibujé con gran industria y diligente trabajo, en la ilustre ciudad de Lisboa, en el año de Nuestro Señor de mil quinientos diecinueve, por orden de Manuel, ínclito rey de Portugal”. Cabe preguntarse qué mapas debió comparar Lopo Homem para llegar a la conclusión de que había dibujado el suyo “con gran industria y diligente trabajo”. Como mínimo, provoca un cierto carraspeo al espectador, sobre todo si se recuerdan otros bellos planisferios de la primera década del siglo XVI: por ejemplo, el hermosísimo Cantino (1502); o los dos, ya impresos, de Martin Waldseemüller (el de 1507, donde aparece por primera vez el nombre de América, y el de 1516, donde el rey Manuel I de Portugal cabalga un delfín en aguas del cabo de Buena Esperanza). Y eso, por nombrar los más conocidos; hay muchos otros. Aunque todos ellos son rectangulares o elipsoidales. No hay mapas circulares en el siglo XVI. Lo cual es un motivo para sospechar que el planisferio de Lopo Homen no es sólo eso, una contradicción geográfica y un compendio de muchos mapas. Es un mensaje.

Y para empezar a descifrarlo hay que irse hacia el Oriente más extremo, donde se advierte que las islas del clavo, el Moluco, quedan encerradas en una especie de Magnus Sinus ptolemaico rodeado por unas costas, muy próximas, que bien pudieran ser las panameñas, “las espaldas de Castilla del Oro”, por las que en 1514 debía navegar Juan Díaz de Solís (que era portugués, dicho de paso). Según esta imagen del mundo, las Molucas pertenecerían a Castilla, y no sólo éstas, sino también el riquísimo puerto de Malaca, y hasta Ceilán y la India.

El mapa puede entenderse como instrumento de contrainformación, una estrategia geopolítica disuasoria

¿Sí? ¿Eso pretende demostrar este mapa? No. Está dibujado en Portugal y por el maestro de cartas de marear del rey, un cargo de responsabilidad y prestigio, y en un momento en el que las naves portuguesas desplegaban sus velas por tres océanos. En realidad, en 1519 a Portugal le interesaba que el mundo fuera ptolemaico, que América estuviera unida a Asia por el sur, que no hubiera estrecho magallánico hacia las especias por mucho que el rey portugués hubiera mandado expediciones para encontrarlo. Lopo Homem dibujaba un mapa mucho más político que geográfico para conseguir que el emperador desistiera de sus planes de navegación hacia las Molucas. El mapa debe entenderse, por tanto, como instrumento de contrainformación, una estrategia geopolítica disuasoria. Y debe entenderse, también, como la manera que había encontrado el rey Manuel de mostrarle a su sobrino y yerno (además de futuro cuñado), el rey Carlos, todos los territorios y los océanos que pertenecían a Portugal.

Posiblemente sea cierta la hipótesis que explica el encargo de Manuel I del lujoso y exuberante Atlas Miller a los Reinel y a Lopo Homem con motivo de su matrimonio con la que sería su tercera esposa, la infanta Leonor, la hermana mayor de Carlos. Era un espectacular regalo de boda que demostraba la excelencia de sus cartógrafos –dos de los cuales, sorprendentemente, hacía nada, apenas un año, habían trabajado en Sevilla para Magallanes– y además, con aquel mapamundi de Lopo Homem le decía con diplomacia al rey de España que su proyecto era inviable.

En el fuera de lugar

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Estaba Magallanes en Zaragoza en 1519 siguiendo al rey Carlos, mientras el embajador de Portugal negociaba allí la boda de la infanta Leonor con Manuel I. Evidentemente, el navegante portugués no debió de tener acceso al mapa de Lopo Homem, pero conocía a la perfección esa imagen del mundo que le abría una alternativa ante la posible inexistencia del deseado paso sudamericano hacia las islas de las Especias: si no encontraba el estrecho (de Magallanes) iría “por el camino de los portugueses” —es decir, por el Atlántico y el Índico—, porque “se podía ir por su camino sin perjudicarles” siguiendo la costa hacia el sureste, como anotó el cronista Herrera y como se podría ver en el planisferio del Atlas Miller.

Llegó tarde el mapa de Lopo Homem. Carlos había firmado la capitulación de la Armada de las Molucas el 22 de marzo de 1518. Magallanes debía demostrar que las islas del clavo pertenecían a Castilla y demarcar la frontera de Tordesillas en el mar oriental. El rey Manuel nunca llegó a saber que aquel iba a ser el mayor de los viajes oceánicos, el de la primera circunnavegación de la tierra, ni tampoco que, en realidad, las preciadas Molucas quedaban en su lado del antimeridiano. En cualquier caso, el planisferio de Lopo Homem dejó perdido al emperador durante tres años hasta que, el 6 de septiembre de 1522, la nao Victoria consiguió arribar a Sanlúcar de Barrameda con sus dieciocho supervivientes.

Isabel Soler es escritora, autora del libro 'Magallanes & Co.' (Acantilado, 2022) y galardonada con el premio Eduardo Lourenço 2024.

Sepan que este mapamundi fue pensado y dibujado literalmente para perderse; o mejor, para no encontrarse, ni encontrar lo que se pretendía buscar. No es un mapa para viajar. De hecho, la mayoría de los hermosos mapas de hace quinientos años que han llegado hasta la actualidad no eran para viajeros, sino para grandes señores renacentistas que querían saber cómo era el mundo; o cómo iba siendo a medida que las naves regresaban a la península tras sus expediciones marítimas. Las cartas de marear, las que usaban los navegantes, apenas sobrevivían a una expedición, por las inclemencias climáticas, por quedar obsoletas, por ser borradas y reutilizadas; también por ser un preciado tesoro rebosante de información geográfica, política y económica que cabía robar.

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