Peter Thiel o el reaccionarismo tecnológico

Peter Thiel, en uno de sus gestos característicos, fotografiado en las oficinas centrales  de PayPal  en San Francisco.

Juan Elman

Fue de los primeros en subirse al barco, quizás porque siempre estuvo ahí. En julio de 2016, en el último día de la Convención Republicana –el más importante, dedicado enteramente al flamante candidato–, Peter Thiel salió al escenario a pedir el voto por Donald Trump. Estaba visiblemente nervioso. Para Thiel, licenciado en Filosofía por la Universidad de Stanford, admirador devoto del antropólogo francés René Girard y lector atento de los alemanes Carl Schmitt y Leo Strauss, lo suyo son los planteos largos y sinuosos, que interrogan sobre la condición humana (y las ventajas de ciertos tipos de humanos) y el orden político. Esto era un evento de campaña y tenía que ser conciso. 

“Las falsas guerras culturales sólo nos distraen de nuestro declive económico, y nadie en esta carrera está siendo honesto al respecto, excepto Donald Trump”, dijo, recuperando una obsesión duradera. Su oposición visceral a las políticas de identidad datan de su época como estudiante, cuando fundó el periódico conservador The Stanford Review a los 20 años. En 1995 publicó El mito de la diversidad: multiculturalismo e intolerancia política en el campus, un alegato contra la cultura progresista en Stanford escrito junto a David Sacks, excompañero y actual zar de la IA de la Administración Trump. Pero en la convención, y ante millones de personas que apenas lo conocían, Thiel usó por primera vez su propia identidad como munición. “Yo estoy orgulloso de ser gay. Estoy orgulloso de ser republicano. Pero, sobre todo, estoy orgulloso de ser estadounidense”. Fue la línea más aplaudida y recordada de su discurso. 

Por entonces el line-up de la Convención Republicana era un elenco de marginales. Luego de unas primarias explosivas, que habían descolocado al establishment del partido, y en la antesala de una elección que parecía cuesta arriba, eran pocas las figuras de autoridad dentro de la derecha que quisieran hablar a favor de Trump. Que lo hiciera un magnate de la industria tecnológica era todavía más raro. Esa misma semana, 150 ejecutivos de Silicon Valley habían publicado una carta abierta llamando a Trump un “desastre para la innovación”. 

Thiel ocupó un asiento vacío. Tenía las credenciales: era billonario, había sido parte del equipo fundador de PayPal junto a Elon Musk y el primer inversionista externo de Facebook

Thiel ocupó un asiento vacío. Tenía las credenciales: era billonario, había sido parte del equipo fundador de PayPal junto a Elon Musk y el primer inversionista externo de Facebook. Autoproclamado libertario, era también una ascendente figura de culto en los círculos digitales del trumpismo, y ya se había ganado el mote de tecnofascista entre sus detractores. 

La apuesta, dentro de todo, era medida. Thiel recién desembolsó plata cuando la campaña estaba avanzada, aunque coincidió con el momento de mayor vulnerabilidad de Trump, luego de la difusión de unos audios en los que el candidato alardeaba sobre hacer “lo que quisiera” con las mujeres. Esto reflejaba otra cosa más importante: Trump no era una figura especialmente atractiva para Thiel, pero compartían una cierta visión de mundo. Ambos alertaban sobre los efectos negativos de la globalización y la inmigración, veían a China como un enemigo y sentían aversión por lo que llamaban la cultura de la “corrección política”. Thiel, al igual que el candidato, también había coqueteado con el nacionalismo blanco, y ya había dejado claro que prefería los liderazgos fuertes y verticales, como el que ofrecía Trump. Por lo demás, una presidencia republicana lo blindaría de una investigación sobre sus persistentes trampas para eludir impuestos, un escenario al que Thiel había comenzado a tenerle pánico en los años anteriores.

Pero, en cualquier caso, funcionó: tras la victoria sorpresiva en noviembre, Thiel fue invitado al equipo de transición, en el que trabajó codo a codo con Steve Bannon. Entre otras cosas, fue el responsable de organizar una reunión entre Trump y algunos de los jinetes tecnológicos que le habían sido esquivos, como Jeff Bezos (Amazon) y Tim Cook (Apple). En ese encuentro el presidente electo lo reconoció como un sujeto especial, alguien que vio algo en el movimiento de manera muy temprana, “tal vez incluso antes de que nosotros lo viéramos”. Thiel se había tomado la licencia de invitar a otros jugadores de empresas menores, en las que él estaba personalmente involucrado: Elon Musk, con el que habían vuelto a trabajar en SpaceX, y Alex Karp, al que eligió para dirigir Palantir, una empresa de software centrada en el análisis masivo de datos que dependía en buena medida de contratos estatales.

Durante el mandato de Trump, la adjudicación de esos contratos, especialmente en el área de Defensa, dispararon el valor de Palantir y la propia riqueza de Thiel, que ascendería a los 5.000 millones de dólares (hay estimaciones que sugieren que pueden ser más), casi el doble de lo que tenía cuando subió al escenario de la Convención. 

Thiel luego tomaría distancia de Trump, decepcionado por su primer mandato. La mayoría de sus propuestas bocetadas durante la transición, tanto de nombres como de ideas, habían sido desestimadas por ser demasiado radicales. Pero el escenario cambió, otra vez a su favor. Thiel no habló en la Convención de 2024. Tampoco fue uno de los rostros destacados en la inauguración, protagonizada por los magnates que antes tomaban distancia con el republicano, como Zuckerberg, Bezos y Musk. Su influencia, sin embargo, es mayor y más relevante que nunca. Es el mentor del vicepresidente JD Vance, que ha sido su empleado, al igual que una amplia red de colaboradores que hoy ocupan posiciones estratégicas en el Gobierno. Su visión ideológica, antes marginal, hoy se encuentra reivindicada, y es seguida con atención por la izquierda, que lo lee como el mejor representante del proyecto de futuro que tiene una parte de la derecha: uno dominado por billonarios, bajo un orden político destilado de liberalismo que prescinde de la democracia.

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En 1968, Estados Unidos ardía. La guerra de Vietnam crepitaba de fondo, y una serie de asesinatos políticos de figuras como Martin Luther King Jr. y Robert Kennedy habían conmocionado a la sociedad, desatando protestas en más de cien ciudades. Era la década de la contracultura, el movimiento por los derechos civiles amenazaba con radicalizarse y las tensiones raciales iban en aumento. Pero la política también marcaba los límites: Richard Nixon sería elegido presidente a fin de año, posicionándose como el candidato de la Ley y el Orden. 

En ese mismo 1968 llegaron los Thiel, provenientes de Alemania Occidental, donde Peter había nacido un año antes. Durante los primeros años, en Cleveland, Ohio, él y su hermano menor crecieron en un entorno conservador, con padres religiosos, anticomunistas y republicanos. Luego, gracias al trabajo del padre, un ingeniero especializado en minería, los Thiel se mudaron por un par de años al territorio hoy conocido como Namibia, que por entonces era administrado por Sudáfrica bajo el régimen de apartheid. Es difícil escribir sobre Thiel y no repasar esa experiencia de su infancia, atravesada por el racismo. La familia vivía una vida de lujo, con facilidades médicas y acceso a clubes exclusivos, solo para blancos, mientras los trabajadores negros que respondían al padre lo hacían en condiciones insalubres, en campamentos superpoblados cerca de la mina, que era de uranio y por ende más peligrosa. 

Unos años más tarde Thiel defendería el régimen del apartheid frente a sus compañeros de Stanford, comparando los índices de desarrollo de Sudáfrica al lado del de sus vecinos, un argumento común entre los apologistas del régimen. Este tipo de escenas componen la primera parte de El Contrario: Peter Thiel y la búsqueda del poder en Silicon Valley, la biografía no autorizada escrita por el periodista Max Chafkin que se ha convertido en una referencia. Thiel aparece en sus primeras décadas como un hombre solitario y acosado a causa de su arrogancia, que se refugia en el ajedrez y en las novelas fantásticas de Tolkien (un universo presente hasta en el nombre de sus empresas, como Palantir o Mithril) pero nunca avergonzado de su ambición e ideología.

Luego de un paso frustrado como abogado –su segunda carrera en Stanford–, Thiel decide convertirse en inversor. La epifanía coincide con el boom de empresas de internet: para alguien que ya está familiarizado con el entorno de California, el horizonte es evidente. Thiel lo encuentra a través de un criptógrafo de 23 años llamado Max Levchin, por el que apuesta de inmediato (este patrón de inversiones tempranas se va a repetir en el futuro, con Mark Zuckerberg como mejor ejemplo). Levchin es el responsable de un software que, tras un par de experimentos, desembocaría en PayPal, el servicio de pagos online más conocido del mundo. Para un libertario como Thiel, la idea, además de la posibilidad de ganar plata, era un testimonio de sus ambiciones: por esos años le dijo a un periodista que si el proyecto despegaba impediría a los gobiernos regular la economía, provocando “la erosión del Estado-nación”. 

Pero PayPal no ganaba plata. A fines de los 90 el servicio era habitado por estafadores, apostadores y consumidores de pornografía que querían escapar al escrutinio de las tarjetas de crédito. La compañía entonces comenzó a aplicar otras tácticas, como contactar a vendedores en Ebay para cobrar por la plataforma, y ofrecer incentivos de pagos por cada nueva cuenta creada. Esta medida había sido popularizada por el otro servicio de pagos online célebre por esos tiempos, llamado X.com y a cargo de Elon Musk, una joven promesa. Ambas compañías terminarían fusionándose, con Musk como CEO y Thiel como número 2, pero el equilibrio no duraría mucho. Poco tiempo después, cuando el boom de las punto com estaba detenido, un grupo de ejecutivos cercanos a Thiel, entre los que se encontraba Levchin –el cerebro–, organizó un pequeño golpe de Estado dentro de la compañía, amenazando con renunciar en masa si Musk no era desplazado. El candidato a reemplazarlo era el propio Thiel. El timing del golpe, que fue exitoso, no era casual: se hizo cuando Musk estaba de luna de miel, lejos de Estados Unidos e incomunicado. 

Thiel luego ejecutaría otra movida interna para conseguir más acciones antes de que la empresa se hiciera pública, amenazando con renunciar; tras conseguirlo vendió la compañía a Ebay por más de mil millones de dólares y siguió su camino. 

Esta experiencia cimentó la fama de Thiel como un inversor despiadado, dispuesto a todo tipo de trucos, y le dio a él y sus colaboradores el rótulo de mafia de PayPal, una referencia a las prácticas que utilizó la empresa que también describe un poderoso sistema de networking, con ramificaciones presentes en el ecosistema de Silicon Valley y en Washington (Thiel, pese a desprenderse equivocadamente de muchas acciones, integró el board de Facebook hasta el 2022).

Cada uno de los magnates que gobiernan nuestro futuro tienen su mito. Jobs y Gates fueron los idealistas, el primero más hippie que el segundo. Zuckerberg es un genio antisocial capaz de crear la red social más grande del mundo, con tics de cyborg y sudadera con capucha; mientras que Musk aparece, por lo general, como un genio megalómano y sociópata (aunque en la biografía de Chafkin, según fuentes cercanas a ambos, es Musk el que describe a Thiel como un sociópata). 

El título de su biografía desliza que el mito de Thiel es justamente el de ser un contrario o incluso un outsider: es el editor de un periódico reaccionario en la (relativamente) progresista Stanford; el inversor que se hace rico apostando por empresas de riesgo o directamente en contra de la tendencia del mercado; el donante y beneficiario de la política partidaria que no cree en la democracia. 

Pero esa idea es rápidamente desmentida por el propio Chafkin, que sostiene que Thiel está cortado por la misma tijera que los de su clase. ¿O es que el resto de sus colegas se terminó pareciendo a él?

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Es cierto que Thiel tiene algunas particularidades. Para empezar, a diferencia de Jobs, Zuckerberg o Musk, no es un creador de cosas sino un inversor, responsable de éxitos tempranos como PayPal o Facebook, pero sin una virtud técnica per se (su riqueza, por otro lado, también es bastante menor, aunque minimizar la billetera de una persona que tiene miles de millones de dólares es casi paródico). Entre todos ellos, Thiel parece el más cultivado intelectualmente, con inclinaciones que trascienden su costado empresarial. Puede que Silicon Valley no sea el paraíso progresista que alguna vez se pensó –equivocadamente– que podía ser, pero ninguno de sus voceros ha manifestado una visión sobre el futuro tan radical como la de Thiel, que en 2009 escribió que no creía que la “democracia y la libertad fuesen compatibles”. 

En ese ensayo, publicado en la web del Instituto Cato, Thiel desarrolla su vena más libertaria y al mismo tiempo reaccionaria (con él, como con muchos, a veces es difícil distinguir una de la otra). “Los años veinte fueron la última década de la historia de Estados Unidos en la que se podía ser realmente optimista sobre la política”, escribe. “Desde 1920, el enorme aumento de beneficiarios de asistencia social y la ampliación del derecho de voto a las mujeres –dos grupos notoriamente esquivos para los libertarios– han convertido la noción de democracia capitalista en un oxímoron”.

A diferencia de Jobs, Zuckerberg o Musk, Thiel no es un creador de cosas sino un inversor, responsable de éxitos tempranos como PayPal o Facebook, pero sin una virtud técnica per se (su riqueza, por otro lado, también es bastante menor…)

Para Thiel, a la hora de pensar y construir el futuro, el principal desafío era blindarlo de la política. Proponía entonces tres fronteras posibles: internet, retomando el proyecto corrosivo que tenía PayPal sobre el Estado; el sistema espacial, fuera del planeta Tierra (un campo en el cual luego se iban a destacar Musk y Bezos); y el mar, a través de la instalación de viviendas y ciudades flotantes. Esta última mención no era casual: unos años antes, Thiel le había dado medio millón de dólares a un joven llamado Patri Friedman –nieto del economista Milton Friedman– para crear el Seasteading Institute, una ONG orientada a la construcción de utopías libertarias en el mar, tan lejos de tierra firme como del pago de impuestos. Thiel eventualmente se aburriría y le quitaría el financiamiento. 

Otra de sus iniciativas célebres fue la Thiel Fellowship, que ofrecía 100.000 dólares a jóvenes prometedores para que arrancaran un negocio, aunque sin muchos lineamientos, a cambio de dejar la Universidad, una institución que se había vuelto un blanco del inversor. Según su biógrafo, Thiel también terminaría perdiendo el interés en el proyecto, aunque este sigue activo, con resultados tangibles. Una de las estrellas del Departamento de Eficiencia Gubernamental (DOGE), la embajada de Musk en la Casa Blanca, es Luke Farritor, un ingeniero de 22 años y antiguo fellow

Thiel, como otros líderes, defiende una visión política anclada en el desarrollo de la ciencia y el progreso tecnológico, pero es el que más lejos ha ido respecto a sus adversarios. Para él, el problema no es solamente pagar más impuestos o la difusión de la cultura woke, blancos comunes. Es el liberalismo como sistema. En uno de sus ensayos más famosos, El momento Straussiano, publicado en homenaje al filósofo alemán y en relación al ataque a las torres gemelas, Thiel argumenta que el Occidente liberal y secular no está preparado para entender y responder a un evento como el 9-11, porque no es capaz de concebir una violencia de tipo religioso ni darle entidad a la idea de un enemigo, una referencia directa al pensamiento de Carl Schmitt. Thiel sostenía que el evento había puesto en jaque a “todo el entramado político y militar de los siglos XIX y XX”, obligando a una refundación. Este tipo de ideas lo han ligado a espacios como los de la Neoreacción, que rechazan la Ilustración. Uno de sus principales referentes digitales es el bloguero y programador Curtis Yarvin, conocido por sus posteos monarquistas. Yarvin ha recibido inversiones de Thiel en el pasado, y ambos suelen ser identificados como parte de una red informal que también integra JD Vance, el flamante vicepresidente.

Es difícil, si no imposible, explicar el ascenso de Vance al trumpismo sin el apoyo de Thiel, que financió su campaña al Senado. Algunas de las obsesiones del inversor saltan a la vista en el discurso del vicepresidente, sobre todo la crítica hacia la modernidad liberal y el rechazo a ciertos monopolios tecnológicos como Google, un viejo rival de Thiel, que abogaba por una partición. Esto a pesar de que en el pasado había elogiado a los monopolios creativos por ser un mejor vehículo para el progreso tecnológico a través de la planificación, una idea que recoge su libro De cero a uno, coescrito con Blake Masters, otro exempleado y candidato fallido al Senado. O, sin ir más lejos, a pesar de haber sido durante más de una década ejecutivo de Facebook, empresa que ha incorporado a Instagram y Whatsapp y se ha consolidado como un gigante responsable de muchos de los males modernos que Thiel y Vance diagnostican.

Las contradicciones están tan a la vista que corren el riesgo de volverse lugares comunes. Thiel puede despotricar contra la política y el Estado y sin embargo ser el responsable de Palantir, que no solo vive de contratos estatales sino que ha contribuido a una explosión sin precedentes de las capacidades de vigilancia del gobierno. O puede erigirse como un opositor temprano de la “corrección política” y defender a capa y espada la libertad de expresión, mientras financia secretamente una demanda judicial que termina empujando a la quiebra a un medio de comunicación llamado Gawker, al que Thiel jamás le perdonaría una nota donde se expuso públicamente su homosexualidad, años antes del discurso en la Convención.

Esto podría apurar una moraleja: que hasta el más ideologizado de los nuevos titanes puede flexibilizarse en su búsqueda de riqueza y poder, una máxima que funciona tanto para empresarios conservadores como progresistas. Para su biógrafo, Thiel es el responsable de haber creado la ideología que hoy define a Silicon Valley: “que el progreso tecnológico debe ser perseguido sin descanso, con poca o nula atención a los costes o peligros potenciales para la sociedad”.

Que la influencia de Thiel solo haya crecido desde la publicación del libro, en 2021, pierde de vista el punto. Porque si hay otra cosa que creció en estos años es la evidencia definitiva de que la democracia liberal está en crisis, y puede que el futuro no la tenga en cuenta. En esa discusión sobre lo que viene después, la preferencia por uno u otro tipo de orden –la ideología– importa. Y Peter Thiel tiene algo para decir.

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Juan Elman es periodista y politólogo.

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