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La pornografía de la pobreza, al alcance de todos

Carmen Rosa

Región, digamos, de África central. Protagonista blanco (o blanca) en el 98% de los casos. Un recién llegado en el campo de refugiados, la escuela o el hospital donde pasará trabajando como voluntario el próximo mes. En segundos, nuestro protagonista se ve rodeado por una treintena de niños locales, casi todos sonrientes, curiosos por saber qué se cuenta el forastero. El visitante, uniformado en tonos caquis, sonríe sorprendido, desconcertado, pero no tanto como para no reaccionar rápido, lanzar la mano al bolsillo, sacar el móvil, activar la cámara trasera, estirar el brazo, doblar un poco las rodillas para mejorar el encuadre y hacer el selfie de su vida. Ese que colgará en Instagram nada más conectarse a una red wifi, eligiendo bien las etiquetas y con un comentario que deje bien claro que él (o ella) está allí por esos pobres niños, por sus ganas de vivir.

Esta escena se repite a menudo en diferentes lugares de África, casi nunca entre trabajadores humanitarios, sino más bien entre los que llamaremos turistas de la caridad, instagramers de buen corazón. Los voluntarios de visita breve pero lo suficientemente intensa, a su parecer, como para nutrir unas cuantas conversaciones de sobremesa. Bienvenidos a la pornografía de la pobreza al alcance de todos.

Bono, misionero pop

En 1981, el danés Jorgen Lissner acuñó el término poverty porn para criticar las campañas de captación que por aquel entonces utilizaban algunas organizaciones humanitarias para recaudar fondos con los que financiar su actividad. Fotografías, en su mayoría de niños solos, sin padres en el encuadre, mirando directamente a cámara con ojos vidriosos y lo más vacíos posible. Niños heridos o desnutridos, enfermos, que personalizaban, para Lissner y muchos otros, una descarnada e injusta “exhibición del cuerpo humano y el alma en toda su desnudez, sin ningún respeto y piedad por esas personas”.

Los ochenta fueron también los años de los roqueros solidarios, de la Band Aid, el concierto para salvar el mundo que ayudó, sobre todo, al caché de su creador, Bob Geldof. Fue también la década en la que Bono, líder del grupo U2, descubrió su vocación de misionero pop. El “Bono de bonísimo”, con el que tan acertadamente le bautizó el chanante Joaquín Reyes. La tragedia y la consiguiente culpa se empuñaron como armas arrojadizas contra las conciencias, simplificando al máximo el mensaje.

Ya en aquella época, muchos profesionales del sector humanitario se dieron cuenta de que las imágenes chocantes funcionaban, sí, pero sólo para el corto plazo. La bofetada de miseria era útil cuando el objetivo era recibir inyecciones de dinero urgentes con las que financiar la ayuda tras desastres puntuales que dejaran a una población sin la atención sanitaria o los alimentos para subsistir. Pero poco más. Estos primeros críticos vieron que sin contexto, sin explicar las causas por las que se enferman y sufren los protagonistas de esas fotografías, el resultado no sólo es injusto para ellos, sino inútil para cualquier objetivo de largo plazo. Como decía recientemente Afua Hirsch en The Guardian, estas exhibiciones de la miseria “niegan a los espectadores cualquier contexto que les permita saber quiénes son las víctimas, o los factores estructurales que contribuyen a esa situación, dan la impresión de que su sufrimiento es inevitable. Y no lo es”.

Y ahí está la clave. La situación de los sujetos de esas fotografías no es inevitable y la provocan realidades económicas, geográficas y políticas muy concretas. Sin embargo, 36 años después del alegato de Lissner, voces como la de Hirsch critican hoy las mismas campañas simplistas que, parece, han vuelto a resurgir. Hacer porno con la miseria ha sido el calificativo que volvió a ganarse hace unos meses otro roquero bueno. Ed Sheeran se llevó el premio Rusty Radiator en los Radi-Aid Awards que anualmente destacan la campaña del año que peor habla sobre la pobreza y más estereotipos afianza. Fue por el vídeo de Comic Relief sobre los niños de la calle en Liberia. El jurado, compuesto por los alumnos y profesores de la escuela noruega International Assistance Fund (SAIH), responsable de estos galardones, destacó lo simplista de un vídeo que hace más daño que bien. Aunque nadie critica la buena intención del artista, ver a Sheeran preguntando ingenuamente a cámara si puede pagarles a esos niños una noche de hotel, ruboriza a cualquiera con un poco de facilidad para la vergüenza ajena. El segundo vídeo en el podio, también de Comic Relief, no se queda atrás y basa su mensaje en una sucesión de dramáticas imágenes de niños yemeníes moribundos, acompañadas en la narración por la voz del actor británico Tom Hardy.

En ninguna edición de los Radi-Aid han faltado candidatos pero, desde hace unos años, las estrecheces económicas parecen haber vuelto a dormir el ingenio y a despertar de nuevo la opción del camino fácil. Regresan a las marquesinas -nunca se fueron del todo-, los ojos con pena mirando al objetivo y las madres con niños moribundos en brazos. Y aunque, por suerte, no parece que se vaya a descender a los niveles de décadas pasadas, lo peligroso hoy es que esa proyección simplista de unos países pobres, miserables y sin solución, tiene una repercusión y una influencia mucho mayor que la de hace cuatro décadas. Su influjo llega hoy mucho más lejos, exactamente hasta el pulgar del instagramer de buen corazón al que dejamos cazando escenas irrepetibles en un lugar de África.

Antes sólo las malas campañas o las celebrities, gracias a su red profesional de autopromoción, podían apuntarse a poner en práctica esa “pornopobreza” disfrazándola de caridad y ligar su imagen a la de “salvador del mundo”. Ahora, gracias a ventanas de nombre Facebook, Instagram o Twitter, todos podemos ser Angelina Jolie o Madonna, Ed Sheeran o Bono. Pero en versión cutre, claro, porque a esas celebrities, con mejor o peor tino, les suele vigilar un equipo de asesores para que no metan demasiado la pata. A los salvadores amateur nadie los controla, son espíritus libres que no han oído hablar de los códigos de conducta de las ONG, por ejemplo. Esos que en 2007 la Asamblea General Europea de ONG actualizó para pedir a las organizaciones que se alejaran del uso de “imágenes patéticas” o “imágenes que alimenten el prejuicio”. Pero ahora ellos, empapados de aquella imagen deficiente de lugares en desarrollo, pueden también hablarle a miles de seguidores si su campaña de autobombo y de retuiteo es lo suficientemente efectiva. Los teléfonos con cámara y las redes sociales han elevado la pornografía de la pobreza a otra peligrosa dimensión.

Llegan Barbie y Ken salvadores

Hace unas semanas un trabajador humanitario, veterano en misiones en África, comentaba horrorizado un ejemplo que él consideraba el summum de este nuevo fenómeno: un voluntario que, durante sus escasas tres semanas en un proyecto, lanzó su propia campaña de captación de fondos “para los niños enfermos” en la plataforma online Gofundme. Como portada de su empresa solidaria, utilizó, por supuesto, un selfie con el rostro de uno de los pequeños bien pegada a la suya. Con 1.200 euros recaudados, decenas de comentarios aplaudían su iniciativa, considerando al voluntario, sino un santo, un ente muy canonizable. Se trata del perfil de voluntario que parodia la cuenta de Instagram @barbiesavior, con 156.000 seguidores. Su protagonista, una muñeca Barbie, representa a esa joven blanca veinteañera que retransmite su día a día como voluntaria en África. Como deja claro su perfil, la cuenta “No es sobre mí, aunque un poco sí” y con pies de foto como: “Nadie hace mejores selfies que un huérfanoselfies ” o “estoy aquí para amar a estos pequeños que no tienen nadie que les ame. Que sólo me tienen a mí”, reúne en desternillantes fotos con etiquetas comos #holdinghands o #africankids (muchos utilizados en cuentas reales de voluntarios), todos los clichés de lo que el escritor y fotógrafo Teju Cole bautizó como “White-Savior Industrial Complex”: el hombre blanco salvador de esos pobres atrapados en culturas salvajes e injustas.

Los creadores de esta peculiar Barbie, dos antiguos voluntarios norteamericanos que prefieren mantener su anonimato, utilizan de manera brillante esas mismas plataformas en la que otros se exhiben para también intentar educar en un uso más responsable de las redes sociales durante las estancias en proyectos humanitarios.

Han colaborado con Radi-Aid en otros materiales como la popular How to get more likes in social media, una videoguía animada que, también con el sarcasmo por las nubes, ofrece consejos para sacarle el máximo partido (y “me gusta”) a su periodo de voluntarismo.

En vídeo está también el gancho humorístico para promocionar su lista, esta vez en serio, de principios básicos a tener en cuenta antes de publicar una imagen en esos contextos. Promover la dignidad de la persona retratada, obtener su consentimiento informado y cuestionar tus propias intenciones y objetivos como voluntario encabezan esta lista que los responsables animan a compartir y entregar a las organizaciones que carezcan de sus propios códigos de conducta. No son los únicos que intentan luchar desde la red para cambiar comportamientos. La más polémica Humanitarians of Tinder comparte las imágenes de usuarios de Tinder, la popular red social de contactos, que (no es broma) utilizan sus momentos especiales como voluntarios rodeados de niños pobres para obtener beneficios en la siempre difícil tarea del ligoteo.

Ellos y nosotros

Puede que haya personas que tengan dudas sobre la necesidad de condenar este tipo de acciones. Quizá las formas no son las más afortunadas, pensarán, pero el fondo es bueno. ¿Acaso no es positivo pedir atención o dinero para eso niños que han tenido la mala fortuna de nacer en un lugar horrible? Lo cierto es que este tipo de acciones suelen tener pocos efectos positivos. Se trata de imágenes aisladas del contexto y que, en muchos casos, violan la privacidad de las personas que retratan, a menudo menores en situación de vulnerabilidad, de los que publican sus rostros sin haber obtenido el consentimiento informado de sus padres. Unos padres que no tienen las herramientas para conocer la difusión y el alcance que tendrán esas instantáneas.

¿Se comportaría ese voluntario de la misma manera en una ciudad o pueblo de Europa, Estados Unidos o Australia? ¿Se iría al barrio más pobre de Madrid, París, Sidney o Washington a hacerse autorretratos con niños en el primer parque que se encontrara? ¿Entraría en un hospital y se pondría a fotografiarlos en sus camas? Seguramente no. Entonces, ¿por qué con otros niños no nos parece todo esto igual de inconcebible?

Tiempos precarios

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La nueva pornografía de la pobreza es una tendencia en alza que distribuye su contenido desde los teléfonos inteligentes de cientos de voluntarios por todo el mundo, en muchos casos ajenos al efecto negativo que acarrean sus acciones. Plataformas como Radi-Aid o Barbie Savior intentan educar a estos nuevos salvadores blancos y recordarles que no se trata de ellos y que nunca debería. Que ayudarían más (si esa es su intención real), señalando no sólo el problema, sino también la causa y la solución. Que el rostro de un niño pobre, de cualquier lugar del mundo, nunca debería utilizarse como máquina generadora de “me gusta” o emoticonos, porque eso, en lugar de acercar, alarga aún más la distancia entre ellos y nosotros. Entre esos niños y los nuestros.

*Este artículo está publicado en el número de septiembre de tintaLibre, a la venta en quioscos. Puedes consultar todos los contenidos de la revista haciendo clic aquí. aquí

 

Región, digamos, de África central. Protagonista blanco (o blanca) en el 98% de los casos. Un recién llegado en el campo de refugiados, la escuela o el hospital donde pasará trabajando como voluntario el próximo mes. En segundos, nuestro protagonista se ve rodeado por una treintena de niños locales, casi todos sonrientes, curiosos por saber qué se cuenta el forastero. El visitante, uniformado en tonos caquis, sonríe sorprendido, desconcertado, pero no tanto como para no reaccionar rápido, lanzar la mano al bolsillo, sacar el móvil, activar la cámara trasera, estirar el brazo, doblar un poco las rodillas para mejorar el encuadre y hacer el selfie de su vida. Ese que colgará en Instagram nada más conectarse a una red wifi, eligiendo bien las etiquetas y con un comentario que deje bien claro que él (o ella) está allí por esos pobres niños, por sus ganas de vivir.

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