Los psicofármacos y nuestro malestar

Las cifras de prescripción de psicofármacos no paran de crecer. Este crecimiento no es algo reciente: en España la prescripción de antidepresivos se ha multiplicado por diez en los últimos treinta años. Este fenómeno, que también se ha observado en los demás países miembros de la OCDE, tiene una doble lectura. Por una parte, denota un sistema sanitario universal, al que puede acceder toda la población, y que reúne garantías suficientes para diagnosticar y tratar a las personas que sufren una enfermedad mental. Por otra parte, nos hace plantearnos la duda de si estamos utilizando el sistema sanitario para paliar todo tipo de situaciones de malestar e insatisfacción vinculados a la vida cotidiana. Este contexto plantea una pregunta: ¿cómo han llegado los psicofármacos a ocupar un lugar predominante como respuesta a estos problemas intrínsecos a la vida?
Los problemas de la vida cotidiana son dificultades o desafíos que las personas enfrentan de forma habitual en su día a día. Estos problemas suelen generar malestar emocional, pero, a diferencia de los trastornos mentales, no siempre implican una patología clínica. Algunos ejemplos serían los duelos, los conflictos familiares o de pareja, la soledad, el estrés y la precariedad laboral, las preocupaciones económicas, la tardanza de la justicia, la falta de conciliación familiar, la toma de decisiones difíciles, la falta de autocuidado, los problemas existenciales o las crisis de las etapas de la vida.
En los últimos años, especialmente tras la pandemia de coronavirus y los confinamientos asociados, se ha observado un notable aumento en el uso del término salud mental. Sin embargo, su significado ha trascendido el ámbito sanitario, utilizándose con frecuencia desde la perspectiva del bienestar emocional y la promoción de la salud mental. Esta acepción es válida, pero no debe hacernos pensar que todo lo que atendemos los psiquiatras y psicólogos clínicos se reduce a los malestares de la vida cotidiana. Los trastornos mentales tienen una alta prevalencia en la población, sin distinción de origen, cultura o situación socioeconómica. Las formas más graves de estas enfermedades son, en muchos casos, crónicas, lo que exige atención sanitaria especializada y tratamientos de larga duración. El tratamiento de los trastornos mentales se basa en tres pilares fundamentales: los psicofármacos, la psicoterapia y los abordajes psicosociales. La psicofarmacología moderna nació en los años 50 con fármacos muy eficaces, que se han ido sustituyendo por nuevas moléculas con menos efectos secundarios. Millones de personas se han beneficiado de estos tratamientos, no existiendo alternativas terapéuticas en muchos casos.
La necesidad de buscar al responsable
En la sociedad actual queremos soluciones sencillas e inmediatas a los problemas. Nos gusta encontrar respuesta a cuestiones complejas en un tuit o, mejor aún, en un titular. Esto no nos ayuda a reflexionar en torno a los problemas, sino todo lo contrario, nos polariza: nos hace estar más de acuerdo o en desacuerdo con una idea preconcebida. En relación con la medicalización del malestar asociado a la vida cotidiana también se han buscado chivos expiatorios a los que responsabilizar. Veremos que es un tema muy complejo, que no responde a una causa única y en el que hay muchos factores implicados.
Hasta ahora se han señalado a sus protagonistas como responsables principales: los fabricantes (industria farmacéutica), los prescriptores (psiquiatras y otros médicos) y los usuarios (personas en tratamiento con psicofármacos). Sin embargo, en mi opinión, se ha tenido poco en cuenta el factor más importante: el entorno. En este artículo propongo que la medicación se ha abierto camino a través de la selección natural porque se ha encontrado con un caldo de cultivo ideal para convertirse en la primera opción en el manejo de los problemas de la vida cotidiana. Ello no significa que sea la mejor opción.
La prescripción de los psicofármacos la realizamos todos los médicos, no solo los psiquiatras. Es difícil pensar que la industria farmacéutica ejerce una manipulación sobre el colectivo médico a nivel mundial. Los médicos, en psiquiatría y en otras especialidades, nos apoyamos en guías de práctica clínica basadas en la evidencia científica y establecidas por organismos nacionales e internacionales independientes, como las del Sistema Nacional de Salud financiadas por el Ministerio de Sanidad, las de la Organización Mundial de la Salud (OMS) o las del National Institute for Health and Care Excellence (NICE) del sistema de salud del Reino Unido. Existe, por tanto, una autonomía del médico para recomendar tratamientos basados en estas guías clínicas y en su propio criterio profesional, sin influencia del marketing que realizan los laboratorios farmacéuticos.
En 1963 se creó en España una asociación nacional de la industria farmacéutica denominada Farmaindustria y a la que pertenecen 133 laboratorios farmacéuticos. Farmaindustria representa a las empresas farmacéuticas nacionales e internacionales en España, promociona la investigación y desarrollo de nuevos medicamentos y promueve la transparencia en la relación con los profesionales sanitarios. El código de buenas prácticas de Farmaindustria obliga a estas empresas a publicar las transferencias de valor que realizan a los médicos, bajo la supervisión y control de la Agencia Española del Medicamentos y Productos Sanitarios (AEMPS), que también se encarga de la aprobación y comercialización de los fármacos. En España y el resto de países de la Unión Europea están prohibidas por ley las bonificaciones, incentivos y comisiones a los médicos para fomentar las prescripciones. Los pagos que sí están permitidos son por colaboración en ensayos clínicos, consultoría, ponencias, formación y asistencia a congresos médicos.
Al final la industria farmacéutica es otra industria más que tiene que presentar resultados a sus inversores y tiene que hacer dinero. Aun así, como hemos visto, tiene una regulación ética más estricta que otras industrias y tiene que hacer públicas todas sus transferencias de valor a profesionales sanitarios y a instituciones.
Los siguientes señalados hemos sido los psiquiatras y otros especialistas de la medicina. Hay una falsa creencia en la población de que los psiquiatras nos limitamos a identificar síntomas y a medicar, cuando lo cierto es que estamos en la primera línea del sufrimiento emocional de las personas y tenemos muy en cuenta todo lo que acontece en las vidas de nuestros pacientes. En la práctica privada, donde yo ejerzo, el tiempo por consulta lo puede establecer el psiquiatra y es mucho más fácil valorar este trabajo. Sin embargo, en las consultas públicas, donde están muy limitados el tiempo y los recursos de psicoterapia, es probable que demos la impresión de ser meros prescriptores. Lo mismo sucede con los médicos de familia y el resto de especialistas.
Por último, se ha señalado a las personas que acuden al médico para abordar problemas de la vida cotidiana y aceptan un fármaco como “solución”. Sin embargo, no podemos responsabilizarlas de forma individual, ya que muchas veces recurren al médico tras haber agotado sus propios recursos de afrontamiento o haber alcanzado su límite de tolerancia al malestar. Juzgarlas por buscar alivio en un fármaco sería injusto e inapropiado, especialmente considerando la complejidad de la experiencia humana ante el sufrimiento. Ahora bien, sí sería necesario ayudarlas a entender la finalidad de esa emoción negativa o ese sufrimiento y, una vez controlados sus síntomas, ocuparse del problema desde otra perspectiva.
La búsqueda de un único responsable es un intento de simplificar una situación muy compleja. La solución no radica en la labor individual con cada persona que acude a consulta, sino que requiere la coordinación de todos. Quizás debamos ser los profesionales sanitarios quienes lideremos el cambio y planteemos nuevas alternativas. El primer paso podríamos darlo en relación con la prescripción de ansiolíticos tipo benzodiacepinas, cuya cifra en España ha aumentado de forma continua año tras año, alcanzando en 2024 el mayor incremento de toda la serie histórica. En contraste, muchos de los países de nuestro entorno y de la OCDE han logrado reducir las prescripciones o mantenerlas significativamente más bajas que las nuestras. Si logramos reducir las prescripciones de benzodiacepinas limitando la duración de los tratamientos como recomiendan las guías clínicas, habremos mejorado parcialmente la situación. Por tanto, debemos combinar esta medida con otras que tengan un alcance más amplio y que impliquen un cambio social.
El triunfo de los psicofármacos
Charles Darwin en su obra El origen de las especies (1859) introdujo la teoría científica de la selección natural, en la que la especie que sobrevive no es la más fuerte ni la más inteligente, sino la que mejor se adapta al cambio. ¿Son los psicofármacos la especie dominante en el mundo del malestar cotidiano por haberse adaptado mejor a las exigencias sociales?
La selección natural exige que las características de la especie se alineen con las condiciones que plantea el medio en el que se desarrolla. Veamos qué factores de supervivencia reúnen los psicofármacos para haberse convertido en la medida elegida para aliviar el sufrimiento humano:
Eficacia comprobada: Los psicofármacos modernos han demostrado ser altamente efectivos en el tratamiento de trastornos como la depresión o la ansiedad a cambio de una elevada seguridad y un bajo impacto de efectos secundarios, en relación con las primeras generaciones de medicamentos.
Rapidez de efecto: La respuesta a los ansiolíticos aparece en menos de una hora tras la primera toma, mientras que los antidepresivos pueden tardar unas pocas semanas. Esta rapidez contrasta con la psicoterapia, que puede tardar meses en ser efectiva.
Facilidad de uso: Tomar una pastilla supone un esfuerzo mínimo. La prescripción también es un proceso más sencillo que otras intervenciones psicológicas o psicosociales.
Amplia disponibilidad: Los psicofármacos se venden con receta en todas las farmacias y cualquier médico puede prescribirlos.
Bajo coste relativo: El coste mensual de un tratamiento farmacológico ansiolítico o antidepresivo es bastante menor que otras modalidades de tratamiento como la psicoterapia.
Estos factores han hecho que los psicofármacos actuales sean una alternativa terapéutica en muchas situaciones en las que anteriormente su indicación no estaba clara por los elevados riesgos de efectos adversos. De hecho, el mayor crecimiento en la prescripción de antidepresivos tuvo lugar en la década de los 90, con la introducción del Prozac en 1987, y la posterior llegada del resto de ISRS, que siguen siendo a día de hoy el grupo de antidepresivos más prescrito. Estos factores, combinados con un contexto social que ahora expondremos, han contribuido a la consolidación de la hegemonía de los psicofármacos.
Adaptación al medio
No vivimos en el peor momento de la historia, pero encontramos fácilmente motivos para estar insatisfechos y frustrados: la precariedad laboral y el desempleo, las dificultades para la conciliación familiar, las injusticias y desigualdades sociales, la soledad no deseada, la polarización de la sociedad, la violencia, la inseguridad ciudadana, la demora judicial, las crisis humanitarias y migratorias. Aunque estos mismos problemas seguramente fueron peores en los siglos anteriores, existe un sesgo cognitivo denominado sesgo de declive que nos hace creer que la situación general de la sociedad empeora con el paso del tiempo. Además, puede influirnos la exposición continua a noticias negativas a través de las redes sociales y los medios de comunicación.
Más allá de que estos sesgos cognitivos nos lleven a ver la sociedad en decadencia, existen razones objetivas para pensar que las personas enfrentan cada vez mayores dificultades para manejar las adversidades cotidianas, gestionar las emociones negativas y desarrollar la resiliencia. Esta fragilidad emocional contemporánea no solo está relacionada con los cambios en la cultura y la forma de vida moderna, sino también con el modo en que se construyen los discursos sociales sobre la salud mental, el bienestar y la felicidad.
Estos cambios y discursos sociales que se han desarrollado en los últimos años han creado un caldo de cultivo ideal para que los psicofármacos proliferen como la opción elegida para atajar el sufrimiento asociado a la vida cotidiana. Analicemos este caldo de cultivo:
1. Papel de la inmediatez y el pragmatismo: Queremos soluciones inmediatas, tener todo bajo control y satisfacer todos nuestros deseos.
2. Bienestar constante: Los discursos del bienestar emocional y las incorrectas conclusiones de la psicología positiva han generado la idea de que debemos alcanzar la felicidad en todo momento. Las redes sociales muestran vidas perfectas que debemos emular.
3. Cambio en la percepción del sufrimiento: El sufrimiento se percibe como algo que debe evitarse a toda costa, en lugar de ser entendido como una parte natural de la experiencia humana. Cualquier malestar debe ser neutralizado, negando la utilidad del sufrimiento en el desarrollo de la resiliencia y en la elaboración de un sentido de propósito en la vida.
4. Patologización de las emociones negativas: La tristeza, la ansiedad o la frustración han dejado de considerarse parte de la experiencia humana y se han convertido en problemas que deben resolverse con un profesional sanitario.
5. Cambios en los valores sociales: El aumento del individualismo y el exceso de autosuficiencia llevan a las personas a tener que resolver los problemas por sí mismas. La idea de la fuerza de voluntad como motor del cambio culpabiliza al individuo que no cumple con sus objetivos y le lleva a no buscar ayuda en la red social de apoyo.
6. Relaciones sociales superficiales: Aunque el individuo busque apoyo en su red social, es fácil encontrarse con relaciones superficiales, donde los vínculos humanos de calidad son cada vez menos frecuentes. Los eventos traumáticos o los problemas no se comparten con nadie, el sujeto no los narra en voz alta y, por tanto, no puede integrarlos en su biografía.
7. Sobreprotección parental: Crecer en un entorno de excesiva protección, sin experimentar pequeñas dosis de frustración, favorece en la edad adulta la hipersensibilidad emocional y dificulta el desarrollo de la resiliencia, la tolerancia al fracaso y el afrontamiento de la crítica externa.
8. Deseo excesivo de control: En la vida cotidiana, la incertidumbre es inevitable ya que no podemos predecir qué pasará en el futuro. Querer planificar todos los aspectos de la vida supone establecer unas expectativas que no siempre se cumplen. Cada expectativa incumplida será una frustración que retroalimenta la necesidad de control.
9. Sentimiento de “nunca es suficiente”: La vida se presenta como un proyecto de éxito individual, donde cada persona es responsable de su felicidad y realización personal. La autoexigencia excesiva y la mentalidad de perfección perciben el fracaso como inaceptable y hacen que el individuo se sienta insatisfecho con los logros alcanzados.
10. Expectativas ilimitadas en la medicina: La medicina moderna ha generado la ilusión de que todos los problemas de salud tienen solución inmediata, llegando incluso a desafiar la muerte con terapias antienvejecimiento.
11. Salarios bajos y alto desempleo: La escasez de recursos económicos y la pobre educación financiera aumenta las preocupaciones vitales. Esto unido a la poca cultura del gasto médico, el acceso a otras modalidades de tratamiento no subvencionadas como la psicoterapia se ve muy limitado.
12. Olvido del compromiso: Nuestra sociedad ha olvidado valores como el compromiso, disciplina y perseverancia que, en otros tiempos, nos han ayudado a mejorar nuestra tolerancia a la frustración y a desarrollar un sentido de la vida.
13. Pérdida de la espiritualidad: La espiritualidad está asociada con la búsqueda de significado, la reflexión sobre la existencia y la capacidad de estar presente en la experiencia diaria. La espiritualidad ha sido reemplazada por la productividad y los logros tangibles. Se hacen muchas cosas sin estar realmente presentes en ellas, a través de una forma de vida caracterizada por la dispersión, la desconexión y la superficialidad.
14. Condiciones del sistema sanitario: La falta de profesionales de salud mental, consultas cortas y espaciadas, y la presión para actuar rápidamente llevan a muchos médicos a optar por la prescripción de medicamentos.
La medicalización del malestar de la vida cotidiana es uno de los grandes retos de la salud mental actual, junto con la atención a las personas con trastorno mental grave y la preocupante cifra de once suicidios diarios que se consuman en España. Estos otros dos grandes problemas no deben hacernos olvidar cuál es el principal foco de los psicofármacos: el tratamiento de los trastornos mentales que, en muchas ocasiones, son enfermedades graves, incapacitantes y crónicas.
El aumento de la prescripción de psicofármacos que se ha producido en los últimos años es, en parte, una buena noticia, ya que refleja un sistema de atención sanitaria a la salud mental más sólido: los equipos de atención se han reforzado; ha habido grandes avances en el diagnóstico; se ha reducido el estigma y más personas enfermas han podido recibir tratamiento. En este sentido, seguimos necesitando más profesionales, más tiempo para cada consulta y que la psicoterapia pueda ser una opción de tratamiento realista en el sistema público. La psicoterapia tiene un nivel de recomendación muy elevado en las guías clínicas, incluso por encima de la medicación en muchos trastornos, pero faltan profesionales.
Los cambios sociales y los discursos que han proliferado en los últimos años sobre el bienestar emocional han generado unas expectativas en la sociedad de que el sufrimiento emocional asociado a la vida cotidiana debe ser tratado por los profesionales sanitarios. En el día a día, los médicos y psicólogos nos encontramos con personas que han acumulado demasiados problemas y no han sabido cómo encajarlos o afrontarlos con resiliencia; transmiten un sufrimiento con el que no son capaces de convivir. La presión asistencial ha desbordado la capacidad de atención de los equipos de salud mental y la opción de la medicación ha sido la que mejor se ha adaptado a las circunstancias. Esto no significa que sea la mejor de las alternativas en todos los casos, pero puede ser la única viable.
Señalar como únicos responsables a la industria farmacéutica, a los psiquiatras o a las personas que reciben los tratamientos no va a solucionar la situación. La industria farmacéutica hace mucho dinero, pero no tiene tanto poder de influencia como se cree y, además, aporta fármacos innovadores que mejoran el tratamiento de nuestros pacientes. Los psiquiatras deberíamos liderar un cambio, empezando por limitar las prescripciones de benzodiacepinas, que son inusualmente altas en nuestro país y no siempre siguen las recomendaciones de las guías de práctica clínica. Respecto a los pacientes, creo que es muy peligroso juzgar a una persona por tomar una medicación. No sabemos qué les ha llevado a tomarla ni cuál es su situación vital. Es posible que tenga una enfermedad que necesita un tratamiento y sentirse juzgado no le va a venir especialmente bien. Cuando se encuentre mejor será momento de reflexionar y de valorar si hay algún cambio que pueda hacer en su vida para sentirse mejor, aunque este cambio puede no ser suficiente y seguir necesitando un tratamiento.
El cambio que necesitamos es un cambio mucho más complejo: es un cambio de paradigma y discurso social. La situación social actual ha creado un caldo de cultivo para que proliferen las prescripciones de psicofármacos para aliviar el malestar asociado a la vida cotidiana y no solo para tratar los trastornos mentales, que es su verdadera indicación. La búsqueda de una felicidad permanente y la necesidad de neutralizar el sufrimiento a toda costa encuentra en los psicofármacos el aliado mejor adaptado. Espero que encontremos, a través de la educación y los valores sociales, otras formas de mejorar la resiliencia individual y social. ¿Estamos dispuestos a volver a entender el sufrimiento como una parte intrínseca de la vida o queremos eliminarlo por completo?
*David López Gómez es médico psiquiatra, director de menteAmente y autor de ‘Hablemos de los psicofármacos’ (Arpa, 2024).