Revisionismo y blanqueo de dictadores

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Xosé M. Núñez Seixas

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El auge de las nuevas formas de derecha radical y de neopopulismos en Europa se acompaña desde principios del siglo XXI de un intento de reescritura del pasado reciente. Esos partidos, líderes o movimientos han fomentado la producción y propagación de discursos con un doble objetivo. Primero, el de cuestionar el supuesto monopolio cultural de la izquierda, divulgando interpretaciones del pasado reciente que cuestionan los relatos establecidos desde 1945 en Europa occidental, o desde principios de los noventa en Europa centro-oriental. Se alimentaron así relatos hasta entonces marginales. Autores condenados a escribir para los nostálgicos del fascismo daban un barniz nuevo a viejos discursos mediante una presentación más comercial. Además, el neorrevisionismo histórico persigue socavar la matriz ética sobre la que se fundamentan buena parte de los sistemas políticos posdictatoriales, cuestionando mitos fundacionales, boicoteando consensos simbólicos y cuestionando las fronteras entre democracia y dictadura o entre víctimas y verdugos.

Los principales Estados de Europa occidental basaron la legitimidad de sus democracias de posguerra en un paradigma antifascista, cuyos postulados básicos compartirían democristianos, liberales, socialdemócratas y comunistas pragmáticos. El antifascismo como matriz de la nueva legitimidad nacional de posguerra fue también un elemento compartido por las democracias populares que surgieron bajo la tutela soviética en Europa oriental. En el caso de las democracias posdictatoriales que surgieron en la Europa del sur durante los años setenta del siglo XX, el paradigma antifascista predominó en Portugal y Grecia. No así en España, donde la transición a la democracia alumbró una democracia que renunciaba a una mirada crítica hacia su pasado dictatorial y la Guerra Civil que lo había precedido.

Existían ciertamente fisuras en la interpretación del pasado en todos los países. Empero, hasta los años noventa esas grietas no se agrandaron lo suficiente como para alumbrar relatos alternativos con capacidad de impregnación social. Dos factores influyeron en ello. Ante todo, la caída del muro de Berlín en noviembre de 1989. La derrota del llamado socialismo real llevó en casi todos los Estados poscomunistas a una reescritura radical del pasado reciente, a menudo fomentada desde el poder. El nuevo relato equiparaba fascismo y comunismo, y destacaba la naturaleza represiva de los regímenes comunistas. Con frecuencia, los regímenes de derecha autoritaria, profascistas o colaboracionistas con el nazismo en los años cuarenta fueron presentados bajo una luz favorable. En Croacia, el líder ustacha Ante Pavelić fue rehabilitado por el primer presidente del país tras 1991, Franjo Tuđman. El Estado eslovaco independiente del prelado Jozef Tiso fue visto como el primer precedente de la independencia recobrada en 1993. Y el controvertido líder de la fracción más profascista y antisemita del nacionalismo ucraniano de entreguerras, Stepan Bandera, fue igualmente objeto de un culto renovado en la Ucrania independiente posterior a 1991. Lo peor llegaría unos años más tarde. Los gobiernos de derecha radical de Varsovia o Budapest promulgaron leyes que establecían verdades canónicas que los profesionales de la Historia no podrían negar.

Cuestionar el mito antifascista

Esos aires procedentes del Este también se dejaron sentir en Europa occidental. Ciertamente, las historiografías profesionales de Francia, Italia o los Países Bajos ya habían empezado a cuestionar algunos de los elementos del mito antifascista heredado de 1945-1948. Sin embargo, la nueva ola revisionista no buscaba ilustrar la complejidad del período de entreguerras, sino cuestionar el paradigma de la Resistencia antifascista como matriz ética de las democracias de posguerra. El revisionismo de derecha italiano se empeñaba en resaltar el carácter “benigno” del fascismo italiano en relación con el Tercer Reich, así como en perpetuar los mitos acerca de Mussolini como un dictador que dejó un legado positivo, y en equiparar desde un punto de vista moral a los partisanos y a los “chicos de Salò”.

También se persiguió la instauración de nuevas fechas conmemorativas de carácter patriótico que sustituyesen al partisano 25 de abril, como el Día del Recuerdo (10 de febrero) dedicado a las víctimas de los partisanos yugoslavos en Dalmacia, o el Día de la Libertad (9 de noviembre), para conmemorar la caída del muro de Berlín. A ello se unieron varias iniciativas locales para rehabilitar a antiguos líderes fascistas en el nomenclátor urbano o iniciativas como el monumento al mariscal fascista Graziani, erigido en la localidad de Affile (Lazio) en 2012. Desde la segunda década del siglo XXI, la nueva extrema derecha alemana ha reivindicado sin complejos el “honor” de la Wehrmacht.

Sin duda, en países como España, donde el consenso político y conmemorativo sobre el pasado reciente era frágil, los aires del Este y del Oeste insuflaron nuevas fuerzas a vientos revisionistas que ya procedían de la década de 1990, y que incidían en los mismos motivos de la propaganda franquista desde 1936. La Guerra Civil y su recuerdo seguían dividiendo a derecha e izquierda, con más intensidad que en el conjunto de Europa occidental. Existen cuatro razones principales para ello.

La primera, la falta de ruptura democrática o de derrota militar de la dictadura, al contrario de lo sucedido en el resto de Europa occidental y meridional: la transición fue un pacto entre reformistas del régimen dictatorial y buena parte de la oposición democrática, y la memoria reciente constituía un estorbo. Por tanto, convenía echarla al olvido. Cuando retornó con fuerza al debate público, llevada en parte de la generación de los nietos, a principios del siglo XXI, el contraataque de la derecha conservadora y sus altavoces mediáticos ha sido contundente. A las víctimas del terror azul se contraponían las del terror rojo, independientemente de las diferencias cuantitativas y cualitativas entre ambos. A la caracterización del franquismo como dictadura fascista o parafascista se oponía su carácter evolutivo y la modernización autoritaria de su última fase. A la legitimidad del Gobierno republicano en 1936 contraponían el derecho de los militares golpistas a alzarse contra una situación caótica. Y a la intervención de la Alemania nazi y la Italia fascista en auxilio de los sublevados de 1936, exponían los revisionistas que, como la experiencia de Europa oriental corroboraría, el bando republicano habría acabado siendo una marioneta de Stalin.

En segundo lugar, cabe recordar que en España no era posible, como en Italia o en otros países ocupados por el Tercer Reich, externalizar las responsabilidades de una guerra civil y subsumirlas en una contienda exterior. En ese sentido, no era sencillo aplicar sin más un paradigma antifascista que hiciese tabula rasa de las complejidades que toda guerra civil encarna.

En tercer lugar, el hecho de que la principal matriz ideológica de la derecha democrática en la España posdictatorial hunda sus raíces en los sectores reformistas del tardofranquismo, como evidenció la evolución de Alianza Popular y parte de la UCD, y no de la democracia cristiana con credenciales antifascistas, como sí ocurría en buena parte de Europa occidental. Refutar la legitimidad del franquismo suponía para esa derecha, en última instancia, negarse a sí misma.

Finalmente, el hecho de que la discusión sobre el pasado reciente también atañe a la legitimidad de la monarquía constitucional, pues la transición consistió en esencia en una restauración monárquica consentida por el tardofranquismo. Ponerla en duda supondría no solo cuestionar la forma de gobierno, sino además, en una comunidad política plurinacional como la española, poner en solfa la propia unidad del país y su símbolo más permanente, la monarquía.

Buena parte de los argumentos que blanquean a la dictadura franquista y al dictador ya fueron utilizados por la publicística y la propaganda franquista en los primeros años cuarenta. Ahora se revisten de un barniz más europeo y un lenguaje más agresivo. Francisco Franco es además presentado como un hombre providencial, un militar sencillo y patriota que habría restaurado los valores fundamentales de la nación española. Y su dictadura sería benigna y poco sanguinaria en comparación con lo que habría podido ocurrir si Stalin hubiese impuesto una dictadura soviética en España, se sugiere. Por supuesto, se recuerda también de la dictadura no tanto la primera fase profascista y represiva, sino el periodo desarrollista de los sesenta y parte de los setenta. Los XXV Años de Paz y el caudillo que, vestido de civil, jugaba con sus nietos en el Pazo de Meirás, en definitiva. El abuelete de la nación. “Qué suerte que ustedes tuvieron a Franco y no a Stalin”, tuvo que oír el autor de estas líneas en 2003 de un historiador polaco…

El lápiz de la historia, en 'tintaLibre' octubre

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Es sin duda vino viejo, aunque en algunos odres nuevos. No sin perspicacia, la derecha radical representada ante todo por Vox, pero también presente dentro de las filas del Partido Popular (PP), procura distanciarse de la reivindicación directa del legado del franquismo, elude pronunciarse en exceso —aunque sí se oponga a la “memoria histórica”, en su vocabulario, al igual que casi todo el PP— sobre el pasado reciente y se envuelve en la bandera española, la unidad de la nación, el nativismo (los españoles ante todo, fuera inmigrantes) y la defensa de la monarquía. Reivindicar a Millán Astray en Madrid no se hace necesariamente en nombre de la Guerra Civil, pero de la Legión y de su defensa de la españolidad. No obstante, la derecha radical española parece más distinta de lo que realmente es a sus congéneres europeos.

*Xosé M. Núñez Seixas es catedrático de Historia Contemporánea de la Universidade de Santiago de Compostela. Su último libro es ‘Guaridas del lobo. Memorias de la Europa autoritaria’ (Crítica, 2021).

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