Las tres batallas de Miguel Hernández

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La mejor manera de homenajear a un poeta como Miguel Hernández es recordar las dificultades que debió superar a lo largo de su vida para convertirse en un autor decisivo en la literatura española contemporánea. Sólo la dureza de la realidad que vivió puede hacernos entender la sólida energía de su capacidad poética. Quiero en este artículo señalar tres situaciones conflictivas: sus orígenes clericales, su desfase formativo y la complejidad de la escritura en tiempos de guerra y cárcel.

1 Miguel Hernández nació en 1910, en Orihuela (Alicante), un pueblo dominado por costumbres muy reaccionarias y clericales. Destaquemos un detalle importante. La decisión de que el niño dejase de estudiar no se debió a la falta de recursos económicos, porque la familia era menos pobre de lo que se ha repetido. No se trató de miseria económica, sino de miseria ideológica. La tradición reaccionaria de Orihuela, retratada por Azorín en Antonio Azorín, o por Gabriel Miró en Nuestro padre San Daniel o El obispo leproso, le hizo pensar al padre del futuro poeta que su hijo debía dedicarse a cuidar los rebaños de cabras que poseía la familia. La educación escolar y universitaria era algo propio de las clases altas, destinadas a dirigir la sociedad, o de los sacerdotes que debían encargarse del cuidado de las almas. La educación, los libros, las inquietudes intelectuales sólo representaban para las clases bajas un peligro de envenenamiento. Y Miguel Hernández se identificó desde su adolescencia, como no podía ser de otra manera, con esta ideología reaccionaria.

Las contradicciones caracterizan también su formación cultural. Por una parte, se educa a la sombra de eclesiásticos como Luis Almarcha, junto a amigos reaccionarios como Ramón Sijé, y en la atmósfera de publicaciones conservadoras como El pueblo de Orihuela o Voluntad y de organizaciones como el Sindicato de Obreros Católicos. Por otra parte, su vocación poética le hace buscar, estudiar, imitar, opciones de origen y perspectivas muy distintas, llamadas a desembocar en otro tipo de modernidad cultural. Su vocación literaria fue el primer carnívoro cuchillo que soportó. En un ambiente hostil, no sólo por las creencias de los demás, sino por las suyas propias, la poesía estaba obligada a abrir heridas y a provocar al mismo tiempo inseguridades y gestos orgullosos de reafirmación.

2 En noviembre de 1931, Miguel Hernández emprende su primer viaje a Madrid. A través de Concha de Albornoz y de Ramón Sijé entra en contacto con Ernesto Giménez Caballero, que no tardaría en dar noticia del pastor-poeta. Pero más que respeto y simpatías por el joven, sus palabras revelan la intención chistosa de criticar a los intelectuales republicanos. El 1 de enero de 1932, en el número 121 de El Robinsón Literario, Giménez Caballero publica una carta de Miguel Hernández pidiendo dinero y un artículo suyo titulado Un nuevo poeta pastor. Leemos: “Queridos camaradas de la literatura: ¿no tenéis unas ovejas que guardar? Gobierno de intelectuales: ¿no tenéis algún intelectual que esté como una cabra para que lo pastoree este muchacho? / ¿Quién ayuda al nuevo pastor poeta? ¿Qué ganado se le confía? / ¡A ver! ¡Entre todos! ¡Un enchufe para este campesino! …. Vosotros, los literatos influyentes y mangoneadores! ¡Un premiecillo nacional para este pastor!”.

La significación histórica de la trayectoria de Miguel Hernández sólo puede comprenderse si nos tomamos en serio el desarreglo y las contradicciones que flotan en la atmósfera de estas imágenes de muchacho necesitado de limosna. Son ruegos que provocan una rara sensación. Cuando la II República intenta una transformación general del país a través del derecho a una educación pública, única y universal, y a través de ayudas y de becas para la formación en el extranjero de los nuevos intelectuales, Miguel Hernández respira todavía en un ambiente de mecenazgos locales, limosnas privadas y caridades religiosas. La caridad del sacerdote Luis Almarcha subvencionará con 425 pesetas la publicación de Perito en lunas, su primer libro. La incomodidad resulta inevitable. Muy pronto se evidencia el esfuerzo autodidacta del poeta, su deseo de superar el localismo y de acercarse a una tradición poética moderna, representada por Rubén Darío y Juan Ramón Jiménez. El esfuerzo supone al mismo tiempo la apuesta por sobreponerse a un ambiente muy precario y la paulatina separación de los códigos culturales heredados. Conmueve, por ejemplo, la ilusión y la realidad que palpita en las cartas enviadas desde Madrid a Ramón Sijé.

 

El poeta junto a Josefina Manresa, su mujer, en Jaén en marzo de 1937. / CVC

Este esfuerzo conmovedor por apoderarse de una tradición moderna que necesita para escribir alcanza su cota más alta con la publicación en 1933 de Perito en lunas. Miguel Hernández quiere ser poeta, es decir, perito en lunas. La luna ya no sirve sólo para poner nombre a una cabra díscola. Ahora simboliza la apuesta por la poesía. Pero Miguel Hernández no parte de la imaginación gongorina para llegar a una desgarradura humana vanguardista, sino que empieza por el terruño para pasar a los dominios de una literatura culta que permita finalmente transformar la realidad con una mirada gongorina. Se trata de un empeño tardío en la España lírica de 1933.

La poesía gongorina procuró en el año 1927, en torno a la poesía pura, traducir a un lenguaje preconcebidamente estético y perfecto las carencias de una realidad caótica. Con fe en las operaciones de un racionalismo universal, escribir poemas se pareció al ejercicio de componer jeroglíficos metafóricos. Las identidades concretas se borraban en busca de una plenitud de carácter conceptual y abstracto. Miguel Hernández demostró en Perito en lunas su aprendizaje admirablePerito en lunas , su dominio del oficio, la lección asumida de los clásicos y su esfuerzo por conectar con la modernidad. Poemas que hablan de excrementos, de la masturbación, de la eyaculación, de los signos rurales del paisaje mediterráneo, presentan la realidad en la cuidada ordenación de su habilidoso gongorismo. Baste con recordar la octava VIII, dedicada a la palmera:

  Anda, columna; ten un desenlacede surtidor. Principia por espuela.Pon a la luna tirabuzón. Haceel camello más alto de canela.Resuelta en claustro viento esbelto pace,oasis de beldad a toda velacon gargantillas de oro en la garganta:fundada en ti se iza la sierpe, y canta.

La metáforas se convierten en acertijo lírico. El tronco será una columna con desenlace de surtidor, decisión lírica que recuerda el soneto que Gerardo Diego, uno de los gongorinos mayores de la generación del 27, dedicó al ciprés de Silos: “…enhiesto surtidor de sombra y sueño / que acongojas el cielo con tu lanza”. Las ramas de la palmera se presentan como tirabuzón o como claustro. El color del tronco, identificado con la joroba de un camello, adquiere la categoría de la canela. Los dátiles se convierten en una gargantilla de oro. Y si el camello lleva al oasis, el oasis conduce a la sierpe, un juego metafórico que permite describir también las ramas de la palmera como velas desplegadas que cantan al viento. La palmera es una columna que tiene un tronco jorobado de color canela, unos frutos que recuerdan al oro y un surtidor de ramas que parecen serpientes o velas verdes cuando las mueve el viento.

El libro no tuvo el éxito esperado, algo lógico si se piensa que Miguel Hernández estaba intentando aprobar una asignatura que los poetas españoles habían borrado de sus preocupaciones. El surrealismo, el compromiso político, la rehumanización lírica y los diversos caminos de las nuevas lecturas del Romanticismo llevaban años dando unos frutos muy superiores a la moda gongorina. La tragedia íntima del poeta es doble, porque si su oposición a la dictadura franquista le llevará después a morir demasiado pronto, las características de su formación poética hacen que nazca a la poesía demasiado tarde. Su imperiosa y admirable capacidad poética estuvo obligada casi siempre a vivir en soledad, con dolorosos problemas de encaje temporal. Y deberá superar también en su poesía y su vida el distanciamiento que se produce entre su ideología tradicionalista y la nueva ética republicana, ética también de la nueva literatura, en asuntos tan decisivos como la sexualidad masculina, la homosexualidad y la condición femenina. Esta tensión se nota mucho en un libro como El rayo que no cesa.

3 Y cuando estaba alcanzando la madurez personal y encajando en la poesía de su tiempo, se produjo el golpe de Estado de 1936. Aunque parezca lo contrario, el tiempo de guerra no es propicio para la poesía. Cambiar la devoción religiosa por devoción política, más en tiempo de urgencias y temores, invita al dogmatismo. No es bueno para la lírica la necesidad de practicar el culto a la personalidad, la caricaturización del enemigo y la santificación de la muerte en sacrificio. Hay recursos que pueden ser muy aplaudidos, pero que aportan poco a la conciencia lírica. Es lo que intentó decirle su amigo Manuel Altolaguirre en medio de la batalla. Después de declarar su admiración por el poeta, le avisó de los peligros de la grandilocuencia y falsedad de los versos fáciles. En “Noche de Guerra. (De mi Diario)”, publicado en Hora de España (abril, 1937), Altolaguirre incluyó fragmentos de una carta a Miguel Hernández en la que celebraba que su altura poética podía llenar el vacío dejado por García Lorca. Pero también le advertía del riesgo: “Todos estos versos que te cito y muchos más, casi todos, me gustan, los oigo, los veo, son definitivos, te lo aseguro. En cambio, por cariño a ti y a quienes quieren ver en ti lo que no eres, también voy a copiarte un fragmento desdichado de tu romance: Subiera en su airado potro / y en su cólera celeste / a derribar trimotores / como quien derriba mieses. No. Tú sabes que no. Comprendo que en un momento de delirio escribamos cosas por el estilo. El potro, el aire, el trimotor, el trigo: la locura. Pero tú sabes como yo que eso no es poesía de guerra, ni poesía revolucionaria, ni siquiera versificación de propaganda. (Tampoco me gusta: que morir es la cosa más grande que se hace)”.

Aunque parezca paradójico, y es otro dato que nos permite cargar de significación histórica la soledad del poeta, Miguel Hernández sólo empezó a comprender el sentido de la compañía en la derrota. El dolor ayudó a matizar su mirada lírica. La factura cruel de la guerra, la enfermedad y la muerte de su primer hijo, la intuición de la derrota, hacen que la ferocidad del soldado comience a quebrarse y que se apiade del sufrimiento propio y ajeno. En El hombre acecha (1939), libro que confiscaron y destruyeron las tropas franquistas al entrar en Valencia, se recogen algunos de sus mejores poemas. La “Canción primera” de El hombre acecha condensa a las claras el miedo a la violencia de los hombres que se abalanzan contra otros hombres y se abandonan a las garras de la crueldad:

Hoy el amor es muerte,y el hombre acecha al hombre.

Mi poema preferido del libro es “Llamo a los poetas”. Se trata de una composición que es a la vez una declaración de vida y una poética. En tono reposado, con la voluntad de una confesión dispuesta a convertirse en manifiesto compartido, Miguel Hernández asume que su imperiosa ilusión juvenil de convertirse en un poeta famoso está conseguida. Pero ya no basta. Ahora necesita asumir una perspectiva nueva, una verdad humana, que supone alejarse no sólo de la retórica gongorina, del orgullo esteticista o académico, sino también del sermón dogmático, de la consigna que desemboca en “la pantera de acechos”.

Apuesta por una palabra sosegada y leal a la vida. Es también el tono de su Cancionero y romancero de ausencias, su última obra, una de las cumbres de la lírica española. Es paradójico, pero el poeta rural consigue un giro decisivo en una de las tradiciones de la lírica española más transitadas por las grandes voces cultas. Logra una canción y un neopopularismo alejado de la apariencia folclórica y de los aires rurales. Si Juan Ramón había elaborado con sus canciones una lírica culta de tonos populares, si García Lorca y Alberti habían inyectado en el neopopularismo la inquietud de lo irracional, Miguel Hernández condensa una desesperanza íntima y sosegada, una palabra sin solemnidad, sin pedestal, muy parecida a la que iban a necesitar los poetas de las nuevas ciudades.

La voz que había nacido demasiado tarde y que se había formado en una ideología obligada a despreciar aquello mismo que admiraba, murió también demasiado pronto, el 28 de marzo de 1942. Comprenderemos la dimensión del drama humano del poeta si advertimos que sólo en la derrota empezó a sentirse acompañado. Su mejor lección la escribió cuando no quiso dar lecciones. Sus viejos amigos fascistas le pidieron un gesto de acercamiento al Régimen para sacarlo de la cárcel. Él prefirió morir junto a sus camaradas. Esta es la verdadera significación histórica de la soledad y la compañía de Miguel Hernández. No representa el paso natural de la pobreza inocente a la conciencia política y poética; sino un tiempo en el que la cultura política pudo explicarle al pueblo explotado que se podía vivir de otra manera, sin servidumbres religiosas o caciquiles. También la cultura poética de aquel tiempo posibilitó nuevos caminos al margen de la retórica de la solemnidad. Miguel Hernández vivió en su interior y superó las contradicciones de lo que, años después, Gil de Biedma iba a definir como “un intratable pueblo de cabreros”.

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*Luis García Montero es poeta y profesor de Literatura. Su último libro, 'Un lector llamado Federico García Lorca' (Taurus, 2016).*Este artículo está publicado en el número de abril de

tintaLibre, a la venta en quioscos desde el viernes día 31 de marzo. 

 

La mejor manera de homenajear a un poeta como Miguel Hernández es recordar las dificultades que debió superar a lo largo de su vida para convertirse en un autor decisivo en la literatura española contemporánea. Sólo la dureza de la realidad que vivió puede hacernos entender la sólida energía de su capacidad poética. Quiero en este artículo señalar tres situaciones conflictivas: sus orígenes clericales, su desfase formativo y la complejidad de la escritura en tiempos de guerra y cárcel.

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