Tiene su gracia que el mayor instigador de los placeres del viaje, fuese alguien que apenas viajó. Fíjense en ese chaval de 20 años al que su padrastro, el general Aupick, le embarca en una larguísima travesía a Calcuta, para distraerle de tentaciones parisinas y noches de farándula. Cuando el Paquebot des Mers du Sud hace escala en la isla Bourbon, el disoluto Charles se da la vuelta. Como viajero será un fracasado, pero como incitador de un discurso del deseo que se construye en la certeza de que siempre se está mejor en otro lugar distinto al conocido, ahí sí, Charles Baudelaire, triunfó con todos los honores. 83 días de viaje por mar, varias excursiones por Francia y un tiempo largo en Bélgica, enfocado a poner a parir a los belgas, dejaron una abundante cosecha en forma de poemas y reflexiones sobre el sentido del viaje que aún citamos con la menor excusa.
Por spleen y por sacudir la rutina, por coleccionar lugares, por cambiar de decorado, por salir de casa, por epatar en las redes, por buscar quimeras, pero también por seguir convencido de que en otro lugar siempre se está mejor o, al menos, más distraído. Y hablemos dejando fuera los grandes flujos migratorios alentados por la necesidad o la supervivencia. En nuestro tiempo, el ajetreo masificado, el loco ir y venir de acá para allá, se ha convertido en la caricatura del viaje y nosotros en esa especie infame que se llama turista. Si pudiéramos contemplar nuestro planeta a distancia, veríamos las masas que cruzan Shibuya en Tokio pero a lo grande. El turismo se ha convertido en una plaga incómoda, un flujo distópico que calcina los lugares abrasando su identidad, destruyendo su epidermis hasta hacerla insoportable y también invivible. Eso en lo que concierne a los lugares, pero si aplicamos la lupa al turista, perversión del flâneur baudeleriano, siempre a la búsqueda de un paraíso imaginado que cree reconocer en los iconos turísticos que expende el mercado, su figura se hace aún más repelente.
El turismo de masas y su potente efecto depredador es un fenómeno que ha ido estudiando la sociología turística desde finales de los años setenta. No así el comportamiento de lo individual sometido a una identidad de masa como cuerpo indiferenciado que ya estuvo en las preocupaciones de Sigmund Freud, José Ortega y Gasset o en las de Gustave Le Bon. Cuando apareció por primera vez en 1976 el ensayo de Dean MacCannell, El turista. Una nueva teoría de la clase ociosa, la propia palabra turista era relativamente nueva, a pesar de su origen aristocrático que se remonta al siglo XVII con los practicantes del Grand Tour o tour-istas. La facilidad y rapidez de los nuevos transportes (avión, trenes rápidos, infraestructuras) que se desarrollan en las décadas siguientes a la Segunda Guerra Mundial y el marketing adecuado para fabricar y vender atracciones deseables (ciudades, monumentos, naturaleza, otras culturas...) crearon en ese tiempo el fenómeno turístico: el desplazamiento supuestamente placentero en busca de iconos catalizadores de placer. Desde aquella época lo turístico pasó a ser un síntoma que se explica en lo humano pero atañe a su comercialización y al supermercado de todas las experiencias que genera: la industria del ocio y el entretenimiento, el primer y gigantesco negocio a escala mundial.
Nadie se siente turista
En su caracterización del hombre-jet, Roland Barthes nos da una imagen del turista, ese personaje jeté, lanzado al movimiento, pero de cuya velocidad surge la paradoja del reposo. El espacio devorado, la agitación embriagadora producirá una cenestesia perceptiva, una forma de sobrepasar el movimiento despojándolo de sensaciones. El turista como antihéroe, manipulado por un mercado que se las sabe todas y al que obedece como un autómata. Su atrabiliaria figura siempre ha sido objeto de mofa y befa en otros textos imprescindibles (El idiota que viaja, de Jean-Didier Urbain; o La horda dorada. El turismo internacional y la periferia del placer, de Louis Turner y John Ash, ambos en Endymion). En ellos lo turístico es una palabra sin trastienda, se deja claro que lo que hace el turista no es viajar —acto diferenciado de elección personal y consciente, además de cierto sometimiento al azar—, sino circular, consumir circuitos y destinos, comprar paquetes turísticos, hacer escapadas, practicar “experiencias” empaquetadas, completar diligentemente los top ten o la visita obligada de lo que se debe ver. Multiplicado en muchedumbre el fenómeno muta en mantis religiosa destruyendo aquello que ama, aquello que ansiaba por puro placer.
La horda turística de hoy ha perdido el estatuto heroico de los esforzados viajeros de otras épocas. Aunque en realidad nadie se siente turista del todo: viajar, salir de casa, bregarse con otras lenguas, otros códigos culturales, otros climas, personas y paisajes, es un esfuerzo, una gran o pequeña epopeya en nuestras aplanadas vidas. Los grandtouristas románticos aborrecían encontrarse con otros viajeros. Nada hay más decepcionante que comprobar cómo tu gesta se convierte, en el fondo, en un episodio estandarizado. Edith Wharton intentaba convencer a Henry James de la importancia de evitar los lugares trillados, por eso sus respectivos libros de viajes no se parecen en nada. Los de James son los de un turista refinado, los de la Wharton eluden lo conocido y buscan siempre el recogimiento y la sorpresa de los grandes viajeros. Por suerte para Wharton, porque ya no es posible la sorpresa. Cuenta Lawrence Osborne en El turista desnudo (Gatopardo) que sólo ha habido hasta ahora dos clases de lugares: aquellos en los que no había puesto sus pies nadie y aquellos en los que aún no hemos estado. De los primeros ya solamente queda el espacio planetario, pero de los segundos sólo permanece lo que ha construido nuestra imaginación porque hace tiempo que se han convertido en caricaturas de sí mismos. Se ha cumplido la profecía de Thomas Cook, el avispado pionero de la industria más importante del mundo, cuando vaticinaba en la década de 1860: “Esta tierra de Dios, con toda su plenitud y su belleza, ha de ser para el pueblo”. Es obvio que desde entonces la tierra se ha hecho muy popular.
Sobre todo es la rutina del viaje la que se ha hecho banal. Un ir y venir sin apenas otro propósito que huir del tedio, de los vínculos que ahogan, de los escenarios conocidos, del tiempo plano sin sobresaltos, pero pocas veces resulta una celebración de la diferencia o de la diferenciación a través de la propia experiencia viajera. Los navegantes renacentistas, españoles y portugueses, se embarcaban con la ilusión de desvelar una nueva imagen del mundo; el turismo actual parece que sólo busca legitimarse en la imagen ensimismada de sí mismo, su selfie junto a los iconos mil veces representados. El fotógrafo británico Martin Parr trabaja sobre estas retóricas de la escenificación porque el turismo genera sus propios paisajes. Cuando irrumpe la pavorosa mole de un crucero en el puerto veneciano la imagen de la ciudad herida muta para siempre. Se convierte en territorio turístico transformando su temporalidad y espacialidad en un nuevo escenario globalizado una vez disuelta su identidad originaria. El arte y la fotografía se han volcado en desarmar estas lógicas representativas, centrándose unas veces en el agente transformador, el turista, como ocurre en los trabajos del fotógrafo Reiner Riedler, o el español Miguel Trillo, y otras veces poniendo el foco en los lugares devastados por la horda viajera y su impacto en el tejido urbano y las vidas de sus sufridos residentes.
Ciudad de vacaciones es una de las últimas exposiciones colectivas que reflexionan sobre este fenómeno que conlleva la homogeneización al servicio de las necesidades de los visitantes y la huida a la periferia de sus habitantes tradicionales en un proceso de gentrificación imparable. La exposición aborda miradas sobre este fenómeno en ciudades como Venecia, Alicante, Barcelona y Palma donde estará abierta hasta el 22 de octubre.
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El viaje hace mucho tiempo que dejó de ser elitista. Basta darse una vuelta por las redes para constatarlo. La economía low cost lo hace irresistible y una industria formidable proporciona señuelos inimaginables en todo el orbe conocido y sin ningún esfuerzo ¿Tendremos que apuntarnos en la lista cuando no haya más remedio que cerrar determinadas atracciones e imponer numerus clausus? ¿Habrá que pagar en un futuro una tasa turística disuasoria? ¿Veremos cambios legislativos de tipo proteccionista en los ayuntamientos afectados? Asistiremos a cambios profundos intervencionistas porque nadie podrá convencernos de que el ahí fuera, sea lo que sea, siempre es una promesa deseable de entretenimiento y placer.
*Pilar Rubio Remiroes editora y crítica literaria especializada en el viaje y sus culturas. Este artículo está publicado en el número de verano dePilar Rubio Remiro tintaLibre, a la venta en quioscos y a través de la App. Puedes consultar toda la revista haciendo clic aquí. aquí
Tiene su gracia que el mayor instigador de los placeres del viaje, fuese alguien que apenas viajó. Fíjense en ese chaval de 20 años al que su padrastro, el general Aupick, le embarca en una larguísima travesía a Calcuta, para distraerle de tentaciones parisinas y noches de farándula. Cuando el Paquebot des Mers du Sud hace escala en la isla Bourbon, el disoluto Charles se da la vuelta. Como viajero será un fracasado, pero como incitador de un discurso del deseo que se construye en la certeza de que siempre se está mejor en otro lugar distinto al conocido, ahí sí, Charles Baudelaire, triunfó con todos los honores. 83 días de viaje por mar, varias excursiones por Francia y un tiempo largo en Bélgica, enfocado a poner a parir a los belgas, dejaron una abundante cosecha en forma de poemas y reflexiones sobre el sentido del viaje que aún citamos con la menor excusa.