Suave y firme el juez de la Audiencia Nacional pronunció el nombre de Jaime Castellanos. Rodrigo Rato lo miró a los ojos. Con voz ronca, insegura, contestó:
—Bueno, él es el presidente de Lazard España.
—¿Y, aparte de que sea el presidente, tiene usted alguna relación personal?
—Bueno, hombre… lo conozco, lo conocía antes, porque cuando yo era, eh, eh… estaba en política en España, él era el presidente del Grupo Expansión y nos conocíamos desde entonces, y es una persona que conozco, sí, conozco… ¿Quiere decir usted socialmente…? ¿Si le veo o no le veo...?
—No sólo socialmente… Aparte de conocerle personalmente, ¿tiene algún tipo de relación, de amistad, enemistad, de negocios…?
Rodrigo Rato pudo haber pensado dos veces lo que iba a decir. Su respuesta fue un acto reflejo.
—No, no, de ser una relación sería… No de negocios, no tengo… De amistad, sí.
Aquel jueves 20 de diciembre, cara a cara con el juez, Rodrigo Rato mintió.
No era la primera vez. Actuó igual que el 29 de octubre de 2001, cuando era el todopoderoso vicepresidente segundo y ministro de Economía del gobierno de José María Aznar. Entonces no ocupaba una incómoda silla de la Audiencia Nacional, sino un confortable sillón en una sala del Congreso de los Diputados. La oposición iba tras la pista de Gescartera, una tapadera en la que se habían volatilizado 15.778 millones de pesetas, y exigió aclarar su vínculo con Enrique Giménez-Reyna, el dimitido Secretario de Estado de Hacienda que traficó influencias en la Comisión Nacional del Mercado de Valores (CNMV). La beneficiaria era su hermana Pilar, directora de la Gestora de Carteras que había contratado los servicios del HSBC para desvanecer las inversiones de sus clientes en paraísos fiscales. Precisamente ese banco británico había prestado 525 millones de pesetas a Muinmo S. L., la compañía de la que Rato era accionista junto a sus hermanos Ramón y María Ángeles. Esta sociedad administraba las radios que la extinta Rueda de Emisoras Rato no vendió a la ONCE. Los cargos públicos involucrados habían sido propuestos por el responsable de Economía, Rodrigo Rato, quien movía los hilos en la sombra.
A pesar de que Giménez-Reyna asesoró a otra empresa de Rato, Aguas de Fuensanta, y de que uno de sus hombres de confianza, el ex diputado del PP y ex vicepresidente de la CNMV, Luis Ramallo, auxiliaba notarialmente a Gescartera, la investigación acabó con un bufido prepotente: "Su señoría no me puede acusar impunemente de cometer delitos. Eso no es posible. Yo no puedo consentirlo. Si usted se ratifica, yo tendré que actuar penalmente".
Por supuesto que ahora no podía demandar al juez. Tampoco intimidarlo colocándose los lentes al final de la nariz como solía hacerlo para apabullar adversarios. La única salida era recurrir a la mentira flagrante. Esta vez en sede judicial. ¿Cómo tuvo el atrevimiento? Rodrigo Rato es esa clase de políticos que siempre se salieron con la suya. Alguien debió de decirle que ahora los registros mercantiles dejan huellas en Google. Alguien debió de advertirle que las cosas ya no son como antes. Al menos no para él, que ni siquiera cuenta con el apoyo de su partido.
Pasaron 21 largos días para que Rodrigo Rato se recuperara de aquel ataque de amnesia. Justo a la vuelta de las vacaciones navideñas, mediante un suplicatorio, intentó corregir la declaración inicial que infoLibre dio a conocer en primicia.
"Queremos poner de manifiesto que D. Rodrigo de Rato Figaredo, D. Jaime Castellanos Borrego y otras personas, constituyeron en fecha de 30 de octubre de 2009 la sociedad mercantil Paracuga S. L.”. Por lo tanto, sí tenían negocios conjuntos Rato y Castellanos. Hasta aquí la rectificación. Pero como suele ocurrir con los mentirosos, Rato quiso borrar su primera mentira con otra peor: “Dicha entidad no ha realizado operación mercantil de clase alguna y el 30 de octubre de 2012 elevó a pública su disolución, liquidación y extinción que fue presentada al Registro Mercantil el 29 de noviembre de 2012". En ninguna parte se informa que tienen una propiedad común en Alcorcón y que la rentabilizan alquilándola a Mercadona. Eso lo supo el juez cinco semanas después, el 19 de febrero de 2013, por boca de Jaime Castellanos, citado en calidad de testigo.
Esas "otras personas" que menciona el escrito de Rato se llaman Pedro Pasquín y Joaquín Güell, y son ejecutivos de Lazard, la banca presidida por Castellanos, uno de los cuatro nichos empresariales a los que el ex director-gerente del Fondo Monetario Internacional fue a parar después de su aventura en Washington. De acuerdo al Registro Mercantil de Madrid, el objeto social de Paracuga S. L. era la inversión inmobiliaria, lo que en época de crisis significa adquirir a buen precio las propiedades que lastran a promotores y financieras.
La sociedad limitada se creó el 30 de octubre de 2009, el mismo día que un periódico titulaba así unas declaraciones del ahora imputado: "Rodrigo Rato duda del capitalismo". Los administradores Castellanos, Pasquín, Güell y Rato cesaron el 17 de enero de 2013, diez días después de presentada la ampliación de su testimonio. De Joaquín Güell y Rodrigo Rato hay una anécdota que demuestra la confianza entre ambos: el 20 de julio de 2011, cuando Bankia salió a Bolsa, tanta era la alegría de Güell que se quitó su corbata verde, a juego con los colores corporativos, y se la regaló a Rato.
Castellanos no fue presidente del Grupo Expansión, como declaró Rato, sino del Grupo Recoletos, propietario de Marca, el periódico deportivo de mayor tirada, y de Expansión, la prensa económica que pregonó las hazañas de Rato. En una jugada maestra, que acabó con la salida de Juan Kindelán, presidente del Grupo Recoletos hasta entonces, Castellanos se reservó el control absoluto. En 2004, con el apoyo de su cuñado Emilio Botín, se independizó del Grupo Pearson, dueño del Financial Times, que se negaba a arriesgar su dinero con un rotativo gratuito. El tiempo les dio la razón: Qué! fue la rémora que impidió venderle el Grupo Recoletos al completo a la italiana RCS Mediagroup, que de todas formas pagó más de 1.000 millones de euros. Un negocio redondo, inconmensurable, para el empresario vizcaíno; no para los compradores. La confirmación de que se mueve como tiburón en el agua en las transacciones complejas, fue la venta del defectuoso Qué! al Grupo Vocento.
Recoletos quería hacerse con las acciones que Telefónica tenía en Antena 3. Según sus cálculos, con Rato detrás, el Gobierno iba a escogerlos. Había un inconveniente: José Manuel Lara, presidente del Grupo Planeta, había pactado tratos bajo la mesa con Aznar, cuya obsesión era presentarle batalla al Grupo Prisa. En la carrera por la televisión también se apuntó Vocento, de tal manera que cada potencia mediática tenía un padrino en el poder: los vascos contaban con el respaldo sutil de Jaime Mayor Oreja, los catalanes eran la apuesta férrea de Mariano Rajoy, y Recoletos, o sea Jaime Castellanos, tenía su aliado en Rato. Esa fue la última vez que Aznar pasó por el aro a sus tres delfines antes de señalar al elegido.
2003 era un año difícil (la invasión ilegal de Irak, las elecciones autonómicas y el codiciado dedazo de Aznar), así que la puja por Antena 3 sorprendió al vicepresidente y ministro de Economía en un ambiente poco propicio para tensar la cuerda y exponerse al disgusto de su líder. Aunque sí hubo forcejeos con Rajoy, que resultó doble ganador de la partida: a finales de agosto se destapó como sucesor de Aznar, y en octubre, de la mano del Grupo Planeta, que la había comprado por 364 millones de euros, Antena 3 salió a Bolsa. Ni siquiera César Alierta, presidente de Telefónica y deudor de Rodrigo Rato, pudo evitarlo.
—Su relación con Jaime Castellanos, ¿cuál es?
La pregunta clave que el juez Fernando Andreu no dudó en hacer. Y Rato, escarnecido por la salva de insultos que le llovió a la entrada de la Audiencia Nacional, todavía pálido, pudo haber contestado la verdad: "Mi relación con Jaime es la misma que tengo con toda la oligarquía bróker española: soy su amigo y benefactor".
Con el paso de los años, Rato ha acentuado su presencia de toro ibérico. El rostro carnoso y lozano; la frente, tatuada con cinco surcos, conquistó la enorme cabeza. La perilla da un aire más de bribón que de caballero distinguido. La papada, los ojillos bocazas, que esta mañana de diciembre han perdido su altivez.
El bisnieto de viejas glorias en el banquillo de los acusados.
—¿Usted trabajó en Lazard?
Preguntó el juez y Rato se fue por las ramas.
—Trabajé en España con tres entidades distintas, con Lazard, y como asesor internacional del Banco de Santander —con Emilio Botín, cuñado de Castellanos— y en Criteria, de la Caixa.
—Es decir, trabajó en Lazard.
Para la especie implantada por Rodrigo Rato mentir es una cualidad, no una fechoría. Sin esa adrenalina que avizora oportunidades y las vuelve un instrumento financiero, nadie podría correr el riesgo de apostarse a ambos lados de una transacción. "La gente está dispuesta a engañar", reflexionó Adam Smith, "porque pueden ganar más mediante una trampa ingeniosa de lo que pueden perder por el daño que se produce a su buen nombre". Pero Rato no es un nombre: es el renombre por antonomasia de una alcurnia que vio en la política el patrocinio de sus negocios.
La dinámica de la oligarquía bróker está hecha de favores: si Jaime Castellanos estipuló en Lazard un millón de euros al año para Rato, es justo, según la mentalidad bróker, que se le retribuya pagándole, entre junio de 2010 y abril de 2012, una serie de informes. El primero, una asesoría a Caja Madrid por 2.180.000 de euros; el segundo, escrito en inglés, aconsejaba a Bankia sobre su salida a Bolsa por 2,5 millones de euros; el tercero, daba indicaciones sobre política de dividendos, solvencia y rating, costó 1,5 millones de euros; por el cuarto se pagó sólo un millón y tenía por objetivo el asesoramiento en la desinversión de fondos de capital riesgo. Este encargo lo hizo Rato un mes antes de marcharse de Bankia. Sin cobrar quedó un presupuesto de 10,6 millones de euros destinados a Lazard por buscar socios potenciales que quisieran fusionarse con aquel animal moribundo. Y así sucesivamente hasta abarcar veinticuatro encargos contratados o pagados.
Con la documentación presentada por Jaime Castellanos, el juez analizará si esta tasación desorbitada concierne a los precios del mercado. Lo que no podemos dejar de ver es que tales servicios son innecesarios para quien se supone es un conocedor profundo de los mercados financieros. ¿Cómo es posible que el mago del "milagro económico" español pague su peso en oro a curanderos charlatanes?
Rodrigo Rato no soporta la batería de preguntas y responde como puede. Mira, frota, el anillo matrimonial que conserva de su padre y siente en carne propia lo que sintió él, más o menos a la misma edad, cuando fue sitiado por su delito. Cruza los dedos para que el hombre de la toga cometa un mínimo fallo en la instrucción del caso. Envidia la suerte de los implicados en la Operación Emperador, el jaque a la mafia china que se vino abajo por un error de Andreu. Sin duda, el juez está bajo presión y querrá demostrar lo que representa para él la justicia.
Por experiencia familiar, Rato sabe que su as bajo la manga es el indulto político.
Se repite la historia
Es leyenda la versión maledicente de que Ramón Rato fue arrestado en la fiesta de bodas de María de los Ángeles Rato Figaredo y Emilio García Botín. El supuesto despliegue policial sería el toque perfecto al escándalo familiar. El matrimonio se celebró el 28 de junio de 1966, pero la reclusión de Ramón Rato en Carabanchel ocurrió el 4 de noviembre del mismo año.
El patriarca de la familia Rato era asturiano. Probó suerte en la política, pero no alcanzó la alcaldía de Madrid en los cincuenta. Tenía ideas y las escribía; antes de ser padre concibió dos libros que reflejaban sus derroteros. Fue además el primer abogado de las Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista y viajó por el mundo. Contrajo nupcias con Aurora, otra asturiana cuya familia suprimió el Fernández por el Figaredo subrayando la importancia de una saga dedicada a la explotación minera. Del matrimonio nacieron Ramón en 1940 y Rodrigo en 1949. La de en medio es María de los Ángeles.
El padre de la familia Rato abandonó los años trashumantes y acumuló riqueza gracias a la construcción, el negocio inmobiliario, la hostelería y la alimentación. Fue un pionero de la radio. No tardó en dar el salto —él creía que Nicolás Franco era su red— al mundo de las finanzas. Fue un sueño hecho realidad sentarse en su despacho de banquero. Era presidente del Banco de Siero, en cuyo consejo incluyó a su amigo Luis Alfonso de Baviera y Borbón, tío segundo del Rey Juan Carlos; y del Banco Murciano.
Pensó que la red resistía y abrió otros dos bancos en Zúrich y Amberes, y no satisfecho con prestarle cuatro millones de pesetas a Nicolás Franco cometió acto de suicidio al demandar al hermano del dictador por no devolvérselos. El ofensor se hizo el ofendido y esperó la venganza que llegó en forma de soplo: un empleado que se marcha descontento no olvida llevarse consigo un alijo de cartas comprometedoras. La Brigada de Policía de Delitos Monetarios se puso manos a la obra y descubrió que don Ramón lavaba el dinero sucio de burgueses, aristócratas y un puñado de nuevos ricos crecidos al abrigo de la dictadura.
Nicolás habló con su amigo Juan José Espinosa San Martín, ministro de Hacienda, quien a su vez habló con su amigo Mariano Navarro Rubio, gobernador del Banco de España, quien también fue con el chisme al cacique de Rumasa, José María Ruiz Mateos. Y entre todos decidieron desplumar a Ramón Rato. Para los franquistas era uno de los conspiradores del Contubernio de Múnich de la oposición y un devoto que consolaba a Juan de Borbón por el reino perdido. Los Rato habían evolucionado del furor guerracivilista a posiciones de consenso. Por lo mismo, tenían ganada la animadversión del régimen; pero este no fue el motivo de la intervención de los bancos. El 17 de febrero de 1967, lo condenaron a pagar 160 millones de pesetas; a su hijo le impusieron una multa de más de 50 millones. Ambos irían a la cárcel.
Ruiz Mateos se quedó los bancos y obtuvo subvenciones del Banco de España. Pero Espinosa San Martín no leía la Biblia: "¿Cómo dirás a tu hermano: 'Déjame sacar la paja de tu ojo', cuando tienes una viga en el tuyo?". Navarro Rubio y él debieron tragarse su veneno cuando explotó el caso Matesa (una empresa ligada como ellos al Opus Dei que cobraba subsidios fraudulentos). En vista de que se aproximaba el 35º aniversario del triunfo del Caudillo, se decretó un indulto para todos los delitos cometidos desde julio de 1965 a septiembre de 1971. Abrieron la celda de los Rato, acabaron los embargos y recuperaron su fortuna, menos los bancos, que ya se habían sumado al imperio de la abeja.
Las lecciones aprendidas por el clan Rato se resumen en una obsesión: hay que tomar el poder político para que nada entorpezca al poder económico. Esa seguridad se alcanzaba con un banco y un partido político. A partir de entonces, el padre se encargó de entrenar a Rodrigo. Los jesuitas de Nuestra Señora del Recuerdo ya le habían mostrado que los caminos de Dios son los caminos al poder. Fue a las clases de Derecho en la Universidad Complutense, aunque había empezado la carrera en el ICADE. Salió de allí porque era conveniente apretarse el cinturón y porque los demás niños bien desairaban su abolengo mancillado.
Conseguido el diploma de abogado, decidió que no sería economista: iba a ser un negociante y partió a Berkeley en 1972 para estudiar el MBA. Quería remojarse en las entrañas del capitalismo. Cerrado el paréntesis americano, de vuelta a España con 27 años, se afeitó la barba y alcanzó a escuchar el plañidero "Españoles: Franco ha muerto". Es probable que notara que prácticamente el único jefe de Estado que asistió al funeral del dictador era, como cabía esperarse, otro dictador, el general Augusto Pinochet, a quien habrá visto como un nazi salido del No-Do. Lo que no imaginó el joven Rato es que en los noventa iba a repetir el "milagro económico" que Pinochet estaba a punto de obrar en Chile.
Por decisión de su padre, Rodrigo sería el delfín llamado a recuperar el honor perdido de los Rato. Ramón fue relegado a un segundo plano por el estigma carcelario. Así que empezó a labrarse un horizonte. Naturalmente no lo hizo desde cero. Lo esperaban varias empresas familiares: Aguas de Fuensanta, las bodegas Jaume Serra, Edificaciones Padilla y Construcciones Riesgo. Su padre estaba orgulloso y solía pavonearse entre amigos: "Algún día ese chico será presidente del Gobierno".
En Vagabundo bajo la luna, un libro publicado en 1935, Ramón Rato daba un fogonazo de lucidez: "¿Los partidos políticos qué son y para qué sirven? Ideológicamente son defendibles, pero prácticamente son la cosa más necia y más bochornosa que ha podido discurrir el hombre". Dicho esto trascurrieron 40 años. Entonces, chequera en mano, el padre de Rodrigo Rato se aseguró de que su hijo tuviera una plaza destacada en un partido político. Manuel Fraga le daba largas porque el viejo seguía ofuscado con la pérdida de sus bancos, pero tanta era la presión que aceptó.
Don Ramón Rato murió en Madrid en 1998. Sus restos descansan en la cripta de la iglesia de San Pedro, de Gijón. Su viuda lo sobrevivió siete años; su primogénito casi quince. Al abuelo le hubiera encantado saber que Gela, la hija mayor de Rodrigo, ya tiene el título de administradora de empresas.
Admirador de Reagan y Thatcher
Influido por Milton Friedman, Rato empezó a proyectar sobre su carrera política la sombra de Ronald Reagan y Margaret Thatcher. Ni Washington ni Londres imaginaban que en Madrid había un diputado que tenía la ilusión de calcar, uno a uno, los dogmas ultraconservadores del reaganomics y del thatcherismo. De ahí vendría la ortodoxia con la que erigió el entramado político-económico del vertiginoso fin de siglo español.
En septiembre de 1990 puso las cartas sobre la mesa: "Señorías, hay mucho que hacer, pero para eso el Gobierno tiene que estar dispuesto a tener menos poder desde el Estado. Energía, transportes, comunicaciones, vivienda, sanidad, educación, creación de empleo, son cada vez menos competitivos en nuestro país".
La oportunidad para reproducir la estela de Reagan y Thatcher llegó con el triunfo del PP en las elecciones generales de 1996. Aznar nombra a Rato ministro de Economía y Hacienda. Aquí se produce una mutación sin precedentes del capitalismo español. Por obra y gracia de Rato se instaura una oligarquía bróker que centraliza su poder en Madrid y se vale del poder político y del Boletín Oficial del Estado. Emerge una élite con raigambre en la bolsa. Se corrompen los espacios de decisión y se entregan las empresas del Estado a los miembros de su órbita.
La oligarquía bróker, que logró legitimarse y prolongarse en el tiempo, se ilustra con una figura de la mitología griega: la hidra, un monstruo imbatible de mil cabezas. Esta hidra tiene su base en la política de privatizaciones y se ramifica en una compleja extensión de intereses bancarios y financieros. Entre junio de 1996 y diciembre de 2002 se realizaron 55 operaciones privatizadoras que afectaron a 47 empresas. La composición del Índice Bursátil Español, el IBEX 35, es su legado.
El juego de sillas que introdujo Rodrigo Rato consistió en propagar presidencias, vicepresidencias y consejerías en las compañías privatizadas, al tiempo que organismos como el Consejo Consultivo de Privatizaciones, la Sociedad Estatal de Participaciones Industriales o la Comisión Nacional del Mercado de Valores trasladaban a los ciudadanos una pantalla de transparencia y legalidad.
Este es el núcleo del "milagro económico" de Rodrigo Rato. Su otra dimensión, la que le ha reportado fama, nació en un contexto favorable. Desde 1994 la economía española daba señales de crecimiento. La implantación del euro, la bajada de los tipos de interés y la consiguiente avalancha de capitales junto con la orgía inmobiliaria espoleada por la brokeriana Ley del Suelo de 1998 activaron la bomba de esta crisis. Todo parecía cuadrar con el dogma en el que Rato había sido formado: hasta el déficit cero parecía al alcance.
Era tanta la reputación entonada desde Expansión y Actualidad Económica, la prensa de su socio Castellanos, que la leyenda de Rodrigo Rato como hacedor del "milagro económico" empezó a eclipsar al presidente del Gobierno. Aznar quiso reescribir la historia y retratarse como Luis XIV. Aseguró con desparpajo a The Wall Street Journal: "El milagro soy yo".
Por celos al carisma y a la notoriedad de Rato, quizá porque el ministro de Economía nunca ocultó sus ambiciones, las gaviotas se confabularon contra el halcón de altos vuelos. Cuanto más batía las alas para que Aznar lo escogiera frente a los deslucidos Rajoy y Mayor Oreja, más se apartaba de la presidencia del PP y de La Moncloa.
A partir de allí, la historia de Rodrigo Rato es la de un ave de presa derribada por un dedazo. Todavía no se ha repuesto de aquella traición.
España se hizo pequeña para Rato y Aznar le tendió el puente de plata.
El dogmático en su elemento
"Para que funcione, tiene que doler". Esta es la letra pequeña de los planes de ajuste estructural aplicados por el Fondo Monetario Internacional. Rodrigo Rato tenía que sentirse como en casa. La austeridad era sagrada; el gasto social, una herejía. Desde el 7 de junio de 2004, convertido en el décimo director-gerente del FMI, pasó a ser el español más poderoso del planeta.
Su puesto en Washington era una recompensa de George W. Bush a la connivencia de España en la invasión de Irak. Al año siguiente del nombramiento de Rato, iría a parar a la cúspide del Banco Mundial Paul Wolfowitz, donde Aznar cobró otra ganga: la vicepresidencia para Ana Palacio. Inesperadamente, halló otro espaldarazo. Tal como cuenta Javier Valenzuela en su libro Viajando con ZP, en la primera visita al Elíseo de José Luis Rodríguez Zapatero, Jacques Chirac le manifestó su rechazo y el de Alemania a la candidatura de Rato. Sin embargo, el entonces presidente negoció el apoyo centrándose en la importancia de contar con un interlocutor español aunque fuera del partido opositor. Este detalle es relevante porque el Gobierno socialista fue el primer damnificado tras la dimisión de Rato, tres años después de haber asumido el cargo. Ideologías aparte, se esfumaba con él la posibilidad de tener un aliado en el contexto de la crisis económica.
Cuando se dio el nombramiento, la sociedad española despidió a Rato como el muchacho de provincias que parte triunfal a la gran ciudad. Cuando renunció de improviso, le abrieron los brazos como si el hijo pródigo hubiera regresado. En el ínterin, cada visita suya, frecuente y mediática, se transformaba en una junta de aduladores que lo alzaban en hombros. De todas partes surgieron homenajes y premios. Tampoco escasearon las reuniones con los banqueros Emilio Botín, Isidro Fainé y Francisco González. Rato se dejaba querer como lo que era: un jefe de Estado.
Sigue siendo un misterio la razón que obligó a Rato a retirarse de la primera fila de las decisiones económicas mundiales. Alegó "motivos familiares", una excusa poco creíble en esos círculos. Jeffrey Skilling también abandonó la presidencia de Enron de esa manera y ya sabemos que el barco se hundía. En retrospectiva, es innegable que no pudo integrarse al paisaje gris del FMI. Ciertamente, Washington no es Madrid. Allá el acuario es mayor y los peces gordos son gigantes que no se dejaban impresionar por su apellido, su fortuna o su adscripción ideológica.
Rato era visto por los burócratas como otro político con padrinos eficaces, un pedante sin libros publicados ni cátedras dictadas. Chismorreaban sobre su noviazgo con una periodista veinte años más joven. Sus enemigos internos le dejaban recados en el Herald Tribune y lo describían como vago, disperso e insoportablemente atado a Madrid. Prueba de ello eran su agenda de viajes y la incorporación de amigos suyos: el exgobernador del Banco de España, Jaime Caruana, nombrado director del área de Asuntos Monetarios y de Mercados de Capital; también contrató como asesores a Juan Costa, exministro de Ciencia y Tecnología; y a Luis Maldonado, ex asesor de Rato en el Ministerio de Economía y su futura mano derecha en Caja Madrid y Bankia.
Se sostiene que Rato era un incompetente que estando en el ojo del huracán no supo reaccionar. De hecho, en enero de 2011, la Oficina de Evaluación Independiente del FMI publicó El desempeño del FMI en el período previo a la crisis financiera y económica: la supervisión del FMI entre 2004-07. Un informe crítico en el que Rato sólo se menciona al final, para anotar su nombramiento como director-gerente, pero su gestión sale mal parada.
Si echamos un vistazo a la prensa de la época, las declaraciones de Rato no desentonan con Alan Greenspan, presidente de la Reserva Federal. Ninguna burbuja inmobiliaria, ninguna recesión en el horizonte. Esta pasividad no era ignorancia, era temeridad. Desde el verano de 2005, Raghuram Rajan, economista jefe del FMI, venía advirtiendo las distorsiones del sistema.
Rato decidió dar el portazo al FMI. Ante la espantada, un periodista puso el dedo en la llaga:
—Cuesta creer que no va a dedicarse a la política.
—Ni a la política, ni al ballet, ni a nada… Yo vuelvo a la vida privada.
Brindis en la tormenta
No resulta lógico que Rodrigo Rato esgrimiera "motivos familiares" para salir de Washington, si lo primero que hizo al llegar a Madrid fue pluriemplearse. Aún se escuchaban las notas de su réquiem como líder mundial en diciembre de 2007, cuando su buen amigo Jaime Castellanos lo fichó como director general de banca de inversión de Lazard. La prensa informó de otras incorporaciones en tiempo récord: asesor internacional del Banco Santander y presidente del Consejo Asesor de Criteria Caixa Corp. Más tarde, en abril de 2008, pasaría a dirigir simultáneamente el Consejo Asesor de la Unión Española de Entidades Aseguradoras y Reaseguradoras. Estaba claro que con estos sueldos (además de la pensión vitalicia de 80.000 dólares de su paso por el FMI) Rato iba a cuidar de su familia sin apuros. Lo único que despertaba suspicacia era su futuro político; suposiciones que quitaban el sueño al PP y que convertían al recién llegado en un estorbo. La tregua duró un año. Mejor dicho, el sino político del exministro de Economía no tardó en traicionarlo. Vio el negocio de su vida en Caja Madrid y tocó la puerta de Mariano Rajoy. Dio inicio una batalla campal para sustituir a Miguel Blesa después de casi 15 años de opulencia.
En la disputa de Caja Madrid, Aguirre perseguía el puesto para su favorito, Ignacio González, pero se conformó con Rato. A pesar de que Rato recibió ataques de los populares, logró la victoria que sería su más ruidosa derrota. La exhibición de su magia financiera no existe si no se activa desde el poder del Estado.
No le pasó por la mente que en Caja Madrid iba a sufrir los coletazos de su mala gestión como ministro de Economía. El primer baño de agua helada lo recibió al percatarse del grado de descomposición de la entidad. Años atrás y a la orden de Aznar, Rato apartó a Jaime Terceiro de la presidencia de Caja Madrid en beneficio de Miguel Blesa. A partir de ese momento, la Caja se metió en la liga de los bancos y apostó por el gigantismo y el riesgo bursátil imprudente. Cuando la crisis lanzó su primera embestida, los directivos tenían las manos en las preferentes y los libros llenos de ladrillo.
A Rato le pasó lo que a cualquiera que compre una casa flamante por fuera, saturada de vicios ocultos por dentro. Pero él estaba obligado a saberse los planos de memoria porque había sido el arquitecto de los adefesios financieros. Es increíble que, teniendo los números rojos delante, decidiera aumentar salarios —el suyo y los de sus ejecutivos— mientras por lo bajo de la escala muchos empleados eran despedidos. En lugar de sanear las cuentas y poner orden al ras micro, optó por el caos a nivel macro y se precipitó con las fusiones. El resultado fue la construcción desquiciada de una pirámide con material de derribo. El peor escombro: Bancaja. Rato, satisfecho de su obra, rendía cifras increíbles. Está por demostrarse si se aplicó algo parecido a la célebre Contaduría de Valor Futuro Hipotético utilizada en Enron, y que no era más que el falseamiento del balance presentado a inversores y auditores.
El Banco Financiero y de Ahorros nació agonizando. Antes de morir tuvo tiempo de pedirle al FROB un préstamo 4.465 millones de euros. Fue cuando apareció el logo de la marca de Bankia que, supuestamente, constituía el tercer grupo financiero más "grande" de España. Los únicos que aplaudieron aquel error fueron el Banco de España, que por fin se deshacía del producto que podía pudrir el resto de mercancías; y Mariano Rajoy y su grupo: el eterno contendiente iba a estrellarse.
Cuando surgió la posibilidad de fusionar Bankia con La Caixa, Rato rechazó la tabla de salvación porque no estaba conforme con que los catalanes absorbieran su experimento grotesco y encima lo relegaran a la segunda posición de la jerarquía. Tampoco quería mudarse a Barcelona. El ego y la codicia, su hambre de poder, volvían a ser el talón de Aquiles de este contradictorio estudiante de yoga.
Rato decidió apostar el todo por el todo, o lo que es igual: acelerar el colapso, y sacó el esperpento a Bolsa. Lo hizo a sabiendas de que había cráteres por todas partes y que la compra de títulos de Bankia era un teatro montado sobre la marcha para no dañar más la imagen de España. La campana que tocó no iba a salvarlo. En sus ojos se leía el desenlace. Estaba brindando por la derrota.
Para justificar el fallo, corre el rumor que salió a Bolsa para conjurar cualquier sabotaje del gobierno socialista. Se equivocó de adversario. La puñalada que no le dio Zapatero, y que él temía, la recibió de sus viejos compañeros Mariano Rajoy y Luis de Guindos, quien impugnaba, inflexible, sus conatos de supervivencia. A Rato le dolió que lo pisoteara un intruso. Así agradecía Guindos el cargo de Secretario de Estado que ocupó entre 2002 y 2004 sin ser del PP. Pero el ministro de Economía hizo lo que demandaban las circunstancias. Del despacho que abandonó en el FMI su ex jefe, pidieron a España que no hiciera más el ridículo con fusiones bancarias de papel. Guindos tuvo la audacia de publicar el salario millonario de Rato y rebajárselo. Cazó el fantasma de la sucesión que inquieta a las gaviotas que van detrás de Rajoy.
El 7 de mayo de 2012, Rato claudicó ante el acoso de Economía. Anticipándose a una salida por las malas presentó su dimisión. Dos días después, para humillación de los autoproclamados liberales, un gobierno de derecha nacionalizaba al Banco Financiero y de Ahorros.
Después de mentirle en la cara al juez Fernando Andreu, la última proeza de Rodrigo Rato fue buscar entre los contactos la A de Alierta que es la T de Telefónica, y marcar su número. Nuevo favor concedido entre oligarcas bróker: el puesto de consejero asesor para Europa y para Iberoamérica es suyo.
El halcón azul está herido, pero no de muerte. Probablemente se pregunte cómo es posible que una mentira —recurso que lo propulsó al firmamento— pueda hacer que acabe entre rejas para escarmiento de otras aves rapaces.
LA OLIGARQUÍA BRÓKER
La oligarquía bróker, que ha acumulado un inmenso poder en España, tiene sus nombres propios, algunos vinculados con Rodrigo Rato. A César Alierta, en la foto, al que Rato había cooptado en Beta Capital, desde donde le asesoraba en proyectos legislativos de tipo financiero, incluida la Ley de Mercados de Valores, lo instaló en la presidencia de Tabacalera con la misión de privatizarla y fusionarla con la francesa Seita. Así nació Altadis, así se afianzó el patrimonio de Alierta y, de paso, el de Rato: Viajes Ibermar, la agencia de su familia, fue contratada inmediatamente por Altadis. Más adelante, Rato situó a Alierta en Telefónica y le brindó protección cuando en 1997 tuvo problemas con la Justicia por un tema de información privilegiada. En 2000 entró por la puerta grande de Telefónica, y allí sigue.
Francisco González, un inescrupuloso agente de cambio y bolsa que dio el salto a la presidencia de Argentaria en 1996 con el mandato de consumar la privatización. Posteriormente le fue asignada la presidencia del BBVA, surgido de la fusión entre BBV y Argentaria. Ha sido miembro del Consejo Administrativo de Endesa y de otros bancos. En la presidencia del BBVA desde 2000. En 2011, en plena crisis, fue el banquero español mejor pagado.
Manuel Pizarro, ex agente de cambio y bolsa, expresidente de Ibercaja, expresidente de la Confederación Española de Cajas de Ahorro, exconsejero, exvicepresidente y expresidente de Endesa (abandonó la compañía con una prima de 18,5 millones de euros), exconsejero de Telefónica, exdiputado del PP.
José Manuel Fernández Norniella, exdiputado por el PP; exsecretario de Estado de Estado de Comercio, Turismo y Pymes; expresidente del Consejo Superior de Comercio; exconsejero de Iberia hasta su fusión; ex consejero de Endesa; ex vicepresidente de Aldeasa; y más recientemente consejero de BFA y Bankia.
Alfonso Cortina, expresidente de Repsol YPF, asesor de banca Rothschild y representante en España del Fondo de Capital de Riesgo TPG.
Vicente de la Calle, exconsejero de Tabacalera, ex consejero de la Sociedad General Azucarera, expresidente de la Azucarera Ebro Agrícolas.
Pero los ejemplos más clamorosos los ofrecen otros dos financieros íntimos del presidente Aznar: Juan Villalonga, al que conoció de niño en el colegio El Pilar; y Miguel Blesa, con el que se cruzó preparando las oposiciones en Hacienda. Ambos fueron alojados en el centro de los caudales. Blesa fue presidente de Caja Madrid desde 1996 hasta 2010. Villalonga, por su parte, ocupó la presidencia de Telefónica sólo cuatro años desde la llegada del PP al poder.
EL DESPEGUE EN EL PP
Como todo principiante que vaya sobrado de dinero o apoyos, Rodrigo Rato se estrenó políticamente en calidad de vicesecretario general adjunto. El siguiente paso fue hacerse discípulo de Abel Matutes, teórico del pensamiento económico de Alianza Popular. Allí conoció a su amigo José Manuel Fernández Norniella, que ahora y antes se definió como un incondicional de Rato. Lo fue allí y en la desastrosa aventura de Caja Madrid y Bankia. Paralelamente al proceso de ideologización debía convertirse en diputado "cunero". En 1977, Fraga, en la foto, lo impuso como candidato en Ciudad Real, donde nadie votó al madrileño desconocido.
En 1981 se celebró el IV Congreso Nacional de AP en circunstancias especiales. Ha fracasado el intento de golpe de Estado del 23F. El ambiente anticipa un viento de cambio y Unión de Centro Democrático está en la ruina; Fraga sabe que es el momento de expropiar su impronta centrista y a algunos de sus líderes. En ese momento histórico arranca la carrera política de Rodrigo Rato, que se alza dentro de AP con una de las cinco secretarías generales adjuntas y continúa especializándose en temas económicos.
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En 1982 repitió la experiencia de diputado "cunero". Esta vez le tocó aterrizar en Cádiz. Pero hubo suerte porque se había volcado en las actividades proselitistas a la velocidad de su Porsche. Al año siguiente, en febrero de 1983, la intervención de Rumasa lo encuentra en la Comisión de Economía del Grupo Popular. Para la derecha, los socialistas habían violado los principios sagrados de la libertad empresarial. Como corresponde a su posición, Rato debía fustigar al PSOE, pero no lo hace o lo intenta muy tímidamente. Fraga reprende esa dejadez y lo aparta del comité de investigación parlamentaria.
Para suerte de Aznar, Rato ha aumentado su estatus e influencia. En febrero de 1987, en el marco del VIII Congreso Nacional, y a pesar de que los dos, además de Trillo y otros pocos, conspiran contra Antonio Hernández Mancha, éste resulta electo para suceder a Fraga. La carta de los jóvenes era Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón. Sin embargo, con el triunfo de Aznar en las elecciones a las Cortes de Castilla y León de junio de ese año, ganan un espacio que les permite perfilar las maniobras que darán resultado en el siguiente Congreso del partido, en enero de 1989. Hernández Mancha fue defenestrado y Alianza Popular pasó a llamarse Partido Popular. Fraga volvió a tomar las riendas y quiso pasarle el relevo a Isabel Tocino, una profesora que reclutó cuando estaba en su séptimo embarazo. Pero Aznar había demostrado su liderazgo, y aunque fue propuesto como presidente del PP por Juan José Lucas y por Trillo, es Rato el que lo apuntala ante Fraga. Fue así como el 1 de abril de 1990, en Perbes, Aznar es proclamado presidente del PP y, en consecuencia, candidato a la presidencia del Gobierno.
La nueva década marca el salto de Rato. Agresivo, exigente y mordaz: se había hecho un nombre. Su escuela era el departamento de economía de la patronal CEOE. En cuanto a su trabajo parlamentario, el dominio del inglés le permitió ser nombrado, en 1987, vicepresidente de la Comisión de Defensa y Seguridad de la Asamblea de la OTAN.
Suave y firme el juez de la Audiencia Nacional pronunció el nombre de Jaime Castellanos. Rodrigo Rato lo miró a los ojos. Con voz ronca, insegura, contestó: