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Toda una vida

Angeles Aguilera

Escribió Benedetti que “la ausencia es también una forma de estar presente”. No se me ocurre mejor resumen de lo que ha sido este año sin, pero con Almudena. Un estar sin estar, estando todo el tiempo. En estos doce meses, ella ha sobrevolado como nunca nuestras conversaciones, nuestras comidas de amigos Almudenos; los paseos por la playa, los libros leídos, las películas vistas. También nuestros pensamientos, nuestras noches, nuestros silencios y nuestros insomnios. Sé que soy una privilegiada porque he compartido con ella treinta y dos años y medio de intensa amistad. “Toda una vida”, me digo a mí misma cuando, al menor descuido, se me despierta con insistencia, como si se tratase de una lluvia fina, el preguntarme qué estaría opinando Almudena de esto o de lo otro; cómo le gustaría este cotilleo o qué pena no poder comentarle cualquier tontería del día sabiendo, seguro, que el chisme en cuestión le hubiese encantado. La realidad de la muerte es también lo que ocurre con su contorno, y el de Almudena estaba lleno de intereses y depersonas. Entre sus muchas cualidades estaba la de ser una gran aglutinadora de amigos dispares, amigos que ahora nos movemos desconcertados como marionetas desprendidas de sus hilos buscando quién las dirija. Para sus lectores, Almudena vivirá para siempre en sus obras, donde muchos están encontrando una forma de sortear el desamparo de sus vidas. Pero, a los íntimos, su ausencia nos ha dejado un hueco brutal, repleto de melancolía.

Siempre he pensado que estar con ella nos hacía a todos sentirnos mucho más importantes, como si fuéramos personajes de una película o de una novela interesante porque lo que vivíamos en su compañía lo disfrutábamos con enorme pasión. El escritor Fernando Aramburu escribió el año pasado un hermoso texto en su recuerdo en el que señalaba que Almudena era el mascarón de proa de los autores de Tusquets, editorial en la que publicó sus libros desde el primero hasta su última obra, ya póstuma. En realidad, Almudena era mascarón de proa de cualquiera de sus grupos vitales. Cuando ella estaba, empezaba de verdad la alegría, y si ella se iba, sin saber muy bien por qué, notabas que la fiesta había disminuido su interés y que los demás ya resultábamos prescindibles. Almudena adoraba a la gente y la gente la adoraba a ella: era generosa en su tiempo y en sus halagos. A los amigos nos hacía pequeños homenajes en sus novelas. Por ejemplo, con los nombres o los apellidos de sus protagonistas, reflejando diálogos de personajes que antes había compartido con nosotros o incluso llevando los argumentos por calles o casas en las que vivíamos. Cuando el retratado de turno se lo agradecía, ella siempre decía lo mismo: “Ya ves qué tontería, si a mí esto no me cuesta nada”. Pero para los mencionados, estar ahí era la bomba; era como sentirse parte de un club privilegiado con pasaporte a la posteridad. Esa era también otra de sus grandezas: te hacía sentir importante cuando ibas de su mano. Fue generosa igualmente con colegasque estaban empezando —y con algunos que no tanto—, y los amadrinaba al escribirles frases de promoción que la editorial usaba de reclamo en las publicidades del libro, dedicando artículos a sus obras o al apoyarles en sus presentaciones públicas sin escatimar elogios. En tantos años de amistad la he acompañado cientos de veces a actos públicos. En cada uno de ellos, se detenía en minuciosas explicaciones argumentales. No importaba que el auditorio fuera de mil o de veinte personas. A todos les prestaba la misma atención porque, con ello, hacía evidente el respeto a sus lectores. En ellos encontró la mejor motivación para seguir trabajando con la libertad con la que lo hizo hasta el último día.

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Pasión y ambición fueron otras de sus cualidades; aspectos que, raravez, van de la mano. Ella las tuvo. La pasión de disfrutar a tope de la vida con su mejor sonrisa y la ambición de escribir cada vez mejor por respeto a los que la estaban esperando al otro lado de sus páginas. Pienso en todo lo que ha ocurrido en estos doce meses (tantos y tanemocionantes homenajes…) y sé que le hubieran encantado. Mientras tanto, decido inútilmente que tengo que hacer algo para acostumbrarme a su ausencia.

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*Ángeles Aguilera es periodista y editora.

Escribió Benedetti que “la ausencia es también una forma de estar presente”. No se me ocurre mejor resumen de lo que ha sido este año sin, pero con Almudena. Un estar sin estar, estando todo el tiempo. En estos doce meses, ella ha sobrevolado como nunca nuestras conversaciones, nuestras comidas de amigos Almudenos; los paseos por la playa, los libros leídos, las películas vistas. También nuestros pensamientos, nuestras noches, nuestros silencios y nuestros insomnios. Sé que soy una privilegiada porque he compartido con ella treinta y dos años y medio de intensa amistad. “Toda una vida”, me digo a mí misma cuando, al menor descuido, se me despierta con insistencia, como si se tratase de una lluvia fina, el preguntarme qué estaría opinando Almudena de esto o de lo otro; cómo le gustaría este cotilleo o qué pena no poder comentarle cualquier tontería del día sabiendo, seguro, que el chisme en cuestión le hubiese encantado. La realidad de la muerte es también lo que ocurre con su contorno, y el de Almudena estaba lleno de intereses y depersonas. Entre sus muchas cualidades estaba la de ser una gran aglutinadora de amigos dispares, amigos que ahora nos movemos desconcertados como marionetas desprendidas de sus hilos buscando quién las dirija. Para sus lectores, Almudena vivirá para siempre en sus obras, donde muchos están encontrando una forma de sortear el desamparo de sus vidas. Pero, a los íntimos, su ausencia nos ha dejado un hueco brutal, repleto de melancolía.

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