Weil, la atención creadora

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Emilia Bea

Albert Camus, tan citado en estos tiempos de pandemia por su novela La peste, decía que Simone Weil era “el único gran espíritu de nuestro tiempo” y que “era imposible pensar en un renacimiento para Europa que no tuviera en cuenta las exigencias que ella definió”, puesto que “supo diagnosticar la enfermedad y discernir los remedios”. En concreto, su última obra, L’Enracinement, es definida por Camus como el “verdadero tratado de civilización” que espera nuestra época.

La época en que vivió Simone Weil es muy diferente a la nuestra –nació en París en 1909 y murió en Ashford, Reino Unido, en 1943–, pero las cuestiones de fondo siguen siendo las mismas, pues, como ella misma decía, “habría que escribir cosas eternas para estar seguros de que serán de actualidad”.

Al leer estas palabras, tan certeras como todas las que nos legó en una obra que sorprende por su extensión y rigor, dada su temprana muerte, podemos preguntarnos si no será el momento actual también para nosotros el de plantearnos recomenzar de nuevo, buscar alternativas radicales a un mundo radicalmente injusto. Amin Maalouf, que escribió el libreto de una ópera sobre Simone Weil, comentaba recientemente, a raíz de la publicación de su novela Nuestros inesperados hermanos, que el mundo camina hacia el naufragio y que, por ello, tiene que ser repensado más que en cualquier otro momento de la historia; que necesitamos hoy, más que nunca, esa reinvención, y que quizás esta pausa que la historia nos ha regalado en 2020 (y parece que también en 2021) sea el tiempo necesario para hacerlo. Tenemos que replantearnos, dice el escritor franco-libanés, el funcionamiento del sistema político, los medios de comunicación...

Simone Weil, en su trabajo para los servicios de la Francia Libre en Londres, tras su regreso desde Nueva York –lugar de salvación para una familia judía como la suya– , se refiere con claridad a la oportunidad y necesidad de un cambio radical; la resistencia al nazismo es el kairós, el tiempo crucial para la reconstrucción de la esfera pública en términos de civilización después del triunfo de la barbarie; sin un giro copernicano volveremos a caer en los mismos errores después de la guerra; no es suficiente vencer al totalitarismo si continúan sus prácticas, si las mecánicas del poder no son cuestionadas, si no hay ningún contrapeso real a las leyes de la fuerza que tejen nuestra vida social. Se trataría de repensar la democracia, de elaborar un nuevo contrato social, de hacer un auténtico proceso constituyente sobre otras bases.

Verdad y desgracia

La atención es la virtud que puede conseguir este giro copernicano, puesto que produce un efecto restaurador, vivificador. De hecho, Simone Weil habla propiamente de atención “creadora”. La noción de atención es una constante en su itinerario vital y es seguramente su principal aportación a la historia de la filosofía. A estos efectos, resulta decisivo su encuentro con Alain (pseudónimo de Émile Chartier), del cual es alumna en el instituto Henri IV de París en los cursos preparatorios para la entrada en la École Normale Supérieure. La influencia del maestro dotará a su pensamiento de una extrema lucidez. Aunque Simone Weil quizás sea más conocida por su activismo social o por su espiritualidad mística, es ante todo una filósofa en el sentido más estricto del término. Para ella, el pensamiento es lo único que tiene el individuo; en el resto, la fuerza de la colectividad siempre es mayor. La atención nos abre a la realidad desnuda de mentiras, sin falsos consuelos en el dolor. Según advierte, hay una alianza natural entre la verdad y la desgracia, puesto que “ambas son suplicantes mudas, eternamente condenadas a permanecer sin voz ante nosotros”.

La desgracia es experimentada por ella en la fábrica, cuando deja durante un año su puesto como profesora agregada de instituto y entra a trabajar en la cadena de montaje de la Renault. Allí vive en su propia carne el desarraigo moderno, la esclavitud sufrida en un universo industrial caracterizado por la subordinación de los obreros y la deshumanización del trabajo. En los textos sobre la condición obrera se manifiesta la fragilidad, la dependencia y el desgarro de no contar para nada, no sentirse en casa, no ser reconocida por los otros, hasta quedar reducida a cosa, a objeto intercambiable sin ningún valor propio. “Trabajar en la fábrica ha significado para mí que todas las razones exteriores (antes las creía interiores) en las cuales se basaba para mí el sentimiento de mi dignidad, el respeto hacia mí misma, en dos o tres semanas han sido rotas radicalmente bajo el golpe de una opresión brutal y cotidiana”.

La experiencia obrera destrozó su propia dignidad, tal como había sido fabricada por la sociedad burguesa, y dejó en ella de manera perdurable “la conciencia de que no tenía derecho a nada”. La desgracia de los otros, que siempre la había obsesionado y que había sido el motor de su compromiso social, había entrado en su cuerpo y en su alma, y recibió para siempre la marca de la esclavitud, lo que en ella se relaciona íntimamente con su primer contacto con el cristianismo al encontrarse con una procesión de pescadoras a la orilla del mar en un pueblo de Portugal, preludio de sus experiencias interiores de Asís y Solesmes.

Cuando la dignidad humana y los derechos han sido sepultados, la única esperanza de salvación está en reconquistar “lentamente, en el sufrimiento”, “el sentimiento de la dignidad de ser humano”, un sentimiento que ya no se fundamenta en nada exterior ni en ninguna categoría abstracta o atributo de nuestra personalidad. “Desde la primera infancia hasta la tumba –dice Weil– existe en el corazón de todo ser humano algo que, pese a toda la experiencia de los crímenes cometidos, sufridos y observados, espera invencible que se le haga el bien y no el mal. Eso es, antes que ninguna otra cosa, lo que es sagrado en todo ser humano”. La sacralidad del ser humano se expresa en el grito contra el mal, “un grito silencioso que resuena en el secreto del corazón” ante la injusticia.

Gracia y gravedad

Solo “una atención intensa, pura, sin móvil, gratuita, generosa” permite ver la dignidad donde ya no era visible, restablecer la humanidad real que la sociedad no percibe. Algo casi imposible, ya que implica ponerse en el lugar de un ser que tiene el alma mutilada por la desgracia; un gesto de amor y de justicia que Simone Weil ve reflejado de forma paradigmática en la parábola del Buen Samaritano. Este movimiento, en el horizonte del bien, rompe con las leyes de este mundo regidas por el poder, por el propio prestigio, por los intereses particulares, es decir, implica abdicar de la supremacía del yo o del nosotros, que es la raíz del mal.

Tras su breve pero intensa participación en la Guerra Civil española como voluntaria en la columna Durruti, en una carta a Georges Bernanos, quien apoyó al alzamiento militar contra la República, pero denunció posteriormente la represión franquista en su obra Los grandes cementerios bajo la luna, Simone Weil se refiere a la fuerza de ánimo necesaria para ser capaz de resistir a “la embriaguez” que se produce cuando hay licencia para matar a aquellos seres humanos cuya vida se ha decretado carente de valor; una actitud tan excepcional que lamenta no haberla encontrado en ninguna parte. En este sentido, ambos interlocutores fueron de los pocos que denunciaron la barbarie del propio bando. Coincidimos con el añorado Francisco Fernández Buey al señalar que este es uno de los aspectos de la obra weiliana “que todavía nos conmueven hoy y que, por su carácter innovador, insólito o radical, merecería una reflexión pormenorizada”.

Y lo más original en Simone Weil es que, dada la naturaleza de las cosas, esta mirada atenta, que supone la forma más rara y pura de generosidad, no puede depender de un empeño personal, ya que exige una “virtud más que humana”. Aquí entran en juego dos conceptos que dieron título a una de las primeras recopilaciones de sus escritos: la gravedad y la gracia. Weil dice: “Todos los movimientos naturales del alma se rigen por leyes análogas a las de la gravedad física. La única excepción la constituye la gracia. Siempre se espera que las cosas sucedan conforme a la gravedad, salvo que intervenga lo sobrenatural”.

La presencia secreta de la gracia es la única esperanza porque puede llegar a penetrar en el mundo y transformarlo todo. La búsqueda de vías para esta penetración marca las coordenadas de la relación que puede llegar a establecerse entre mística y política. A este propósito, se exige una energía creativa, también genial y excepcional, en palabras de Weil, para inventar “por encima de las instituciones destinadas a proteger el derecho, las personas y las libertades democráticas, otras destinadas a discernir y abolir todo lo que, en la vida contemporánea, aplasta a las almas bajo la injusticia, la mentira y la fealdad”. Este esfuerzo de invención se proyecta en todos los ámbitos para crear otras formas políticas, otra organización productiva, otra técnica, otra ciencia, otro derecho y otra religiosidad.

Pocos pensadores han confiado tanto como Simone Weil en esta capacidad subversiva y desconcertante de “lo infinitamente pequeño” (“el grano de mostaza, la perla en el campo, la levadura en la pasta, la sal en el alimento”) que, colocado en el punto justo de la balanza (en el corazón humano, en el centro de la vida social), es capaz de invertir las relaciones de fuerza dominantes y la lógica de la injusticia que rige el mundo, capaz de operar la justicia y de hacernos justos, a pesar de que nuestras facultades sean casi nulas o, precisamente, gracias a ello, gracias a que lo único que nos queda entonces es la pura espera.

La atención es la condición primera para la realización de la justicia, por lo tanto, si queremos hablar de justicia, resulta necesario crear “una atmósfera de silencio” en la cual pueda escucharse el grito del dolor. Muy crítica con la dinámica de los partidos políticos –que incluso cree necesario suprimir–, para ella, “el primero de los problemas políticos es la manera en que los hombres investidos de poder pasan sus días. Si los pasan en condiciones que hacen materialmente imposible un esfuerzo de atención sostenido por mucho tiempo en un nivel elevado, no es posible que haya justicia”.

Comuneras

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La noción de obligación es el punto de contacto entre dos mundos: la realidad trascendente, impersonal, en que se encuentra fundamentado el bien al cual el hombre aspira, y la realidad de los hechos, el reino de la necesidad. Y “a cada necesidad corresponde una obligación”. Entre las necesidades materiales y espirituales del ser humano, el arraigo ocupa un papel central. El vínculo de la persona a un medio humano, un medio vital que es como el aire que se respira, “un contacto con la naturaleza, el pasado, la tradición”, es esencial. En ese esfuerzo de atención y de invención que reclama en todos los terrenos, también hay que “inventar un patriotismo nuevo”, inspirado no por el orgullo de la grandeza nacional, sino por un “sentimiento de punzante ternura hacia una cosa bella, preciosa, frágil y perecedera”. A su juicio, en la historia “los vencidos escapan a la atención. Es la sede de un proceso darwiniano más despiadado aún que el que gobierna la vida animal y vegetal. Los vencidos desaparecen. No son nada”. La atención a los vencidos y la piedad hacia las patrias muertas puede irradiar el presente de luz. La obra que Camus consideró el referente para un renacimiento, L’Enracinement, concluye diciendo que “nuestra época tiene por misión propia, por vocación, constituir una civilización fundada en la espiritualidad del trabajo”, y que ahí se cifraría “el más alto grado de arraigo del hombre en el universo, y, en consecuencia, lo opuesto al estado en que estamos, que consiste en un desarraigo casi total. Es, así, la aspiración que corresponde a nuestro sufrimiento”.

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Emilia Bea es profesora titular de Filosofía del Derecho en la Universitat de València y reconocida especialista en la obra de Simone Weil.

Albert Camus, tan citado en estos tiempos de pandemia por su novela La peste, decía que Simone Weil era “el único gran espíritu de nuestro tiempo” y que “era imposible pensar en un renacimiento para Europa que no tuviera en cuenta las exigencias que ella definió”, puesto que “supo diagnosticar la enfermedad y discernir los remedios”. En concreto, su última obra, L’Enracinement, es definida por Camus como el “verdadero tratado de civilización” que espera nuestra época.

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