Es evidente que Woody Allen nunca quiso ser tomado en serio. Él mismo practica una forma de humildad nada impostada por la cual, cuando alguien pretende compararlo con Bergman, Fellini o Truffaut, se echa a reír y se encoge de hombros como diciendo qué disparate. Su amistad con Groucho Marx, al que admiraba como se admira al que abrió tu surco, le ayudó a ver que no había nada tan terrible como intentar ser ingenioso a toda hora, arrastrando la fama del hombre más brillante y sarcástico del mundo por programas de tele y tertulias. Así que rebajó sus pretensiones y empezó a hacer películas cómicas para ahorrarse la actuación y la presencia obligada en medios. A partir de ahí, su personaje se hizo tan famoso que empezó a hacer películas sobre su persona encarnando su personaje en mitad de la sociedad norteamericana de finales del siglo pasado.
Woody Allen adscribió a su personaje varias características curiosas. Entre ellas estaba la del hombre transgresor, que en ocasiones emprendía aventuras sexuales que le llevaban a quebrar las líneas de respeto a las costumbres. Nunca pensó que aquellas formas que retrataba pudieran convertirse finalmente en su propia biografía y a raíz de una separación digna de una de sus películas se vio enfrentado a la indignación popular. Nunca olvidaré el viernes en que estrenó Maridos y mujeres. Yo vivía en Estados Unidos y acudí a un cine popular en el que una parte del público, especialmente femenino y negro, le insultaba en cada escena que aparecía y se burlaban de él cuando intentaba besar a Juliette Lewis, que interpretaba a su alumna de escritura creativa. Comprendí entonces que la distancia entre personaje y persona se había esfumado para siempre. Nadie es libre en un mundo que confunde ficción y realidad.
Sus películas habían pasado de ser el compendio de gags más o menos afortunados de sus inicios a reflexiones en mayor o menor medida profundas sobre el hecho de estar vivo, ser liberal y culto en Nueva York. Con el tiempo fue dejando entrar la mera fantasía para relajar la mirada sobre sí mismo. Incluso aceptó la comparación con Bergman, Fellini y Kafka en algunas de sus películas más serias, indefectiblemente rechazadas por el público que solo quería verlo haciendo de sí mismo porque creía que ahí residía su autenticidad y no en la impostura del creador artístico. El público, hay que decirlo, es egoísta y quiere que le den lo que pide siempre. No quiere sorpresas ni contradicciones, no quiere cambios de rumbo ni aventuras. Esa razón explica que puedan tragarse todas las entregas de sus películas favoritas serializadas sin importarles un carajo saber que cada nueva entrega es igual a las anteriores entregas. Si un espectador te dice alguna vez, como una pareja, que quiere que le sorprendas, ni se te ocurra hacerlo. Con los dos fracasarás.
Es evidente que Woody Allen nunca quiso ser tomado en serio. Él mismo practica una forma de humildad nada impostada por la cual, cuando alguien pretende compararlo con Bergman, Fellini o Truffaut, se echa a reír y se encoge de hombros
Lo curioso es que después de tantos años de ver su cine, y hablar de él incluso para despellejarlo, apenas he escuchado a nadie hablar de algo que es importante en el cine de Woody Allen. Y es su humor político. Hace muchos años, en plena campaña presidencial norteamericana, Woody Allen escribió una columna de opinión en The New York Times. Ese periódico entonces lo adulaba y perseguía, hoy lo ha proscrito. Se dirigía a los votantes en la contienda presidencial entre Al Gore y Georges W. Bush que finalmente decidió el Tribunal Supremo al negar el recuento en el Estado de Florida con datos de empate técnico. Woody argumentó su elección bajo un titular que marcó época: Votaré por el soso. Sus paisanos, como es costumbre, no le hicieron mucho caso. Votaron por el exalcohólico, hijo de papá, divertido, cínico e incapaz. Les hacía más gracia, quizá.
Woody Allen en política siempre ha preferido el soso. El aburrimiento, por decirlo en términos de política social. Nada hay más ejemplar que una democracia aburrida, se dicen a sí mismas las personas inteligentes. No hay que olvidar que Woody Allen sacó de figurante a Donald Trump en su película Celebrity, un adelantado retrato de hacia dónde caminaba el mundo del espectáculo y más aún la sociedad que había decidido comportarse como si todos formáramos parte del mundo del espectáculo. Que Trump pasara de figurante en las fiestas de la jet a presidente del país se debió al enfado de una parte importante de la población contra el establishment que consideraba elitista y autorreferencial. Autolesionarse es una de las formas de protesta más habituales de las personas con desequilibrios, así actúan también las sociedades.
El humor político ha estado presente muy habitualmente en las cintas de ese director. Cuando ejercía de cómico profesional en ellas no era raro que dejara caer perlas heredadas del mejor humor, como aquellas de “cuando oigo a Wagner me entran ganas de invadir Polonia” o “la mujer de Eisenhaower se queja de que su marido no hace con ella lo que le está haciendo al resto del país” o ese otro momento delicioso en que unos padres de familia liberales descubren que su hijo, tras un traumatismo cerebral, ha virado sus convicciones en favor del Partido Republicano.
Por supuesto en la vertiente política de Woody Allen hay una constante persecución del moralismo y los bienpensantes. Él mismo en su obra maestra, Delitos y faltas, carga contra el populismo en la forma de retratar a un imbécil pretencioso que alcanza el éxito como un mero fascista de los platós, pero también contra la élite intelectual, en la que un profesor brasas de filosofía acaba suicidándose tras dar la matraca durante años con el sentido de la vida. En Hannah y sus hermanas es fino al aludir a los intelectuales pretenciosos como otra forma de frivolidad y a los artistas malditos como unos farsantes, para acabar mostrando a su sobrina que la más refinada forma de inteligencia consiste en el humor de los hermanos Marx.
La última de sus grandes películas, Deconstructing Harry, comenta de manera bastante atinada los delirios de una sociedad puritana como la norteamericana. La intolerancia de la juventud universitaria es contrastada con la visita de ese escritor autorreferencial basado en una figura similar a la de Philip Roth, alguien que detestaba a Woody Allen e incluso había tenido una aventura con Mia Farrow que le decantó en favor de ella en el violento proceso de separación, pero con el que guarda intensas similitudes, muchas de ellas basadas en la costumbre de llevar a la ficción fragmentos y personajes de su vida privada. En ella, definitivamente desacreditados los valores de la intelectualidad, Woody Allen se decanta en favor de la autenticidad de los niños, los marginales y las prostitutas, que le merecen mucha más confianza moral que quienes dicen encarnar los valores eternos y sofisticados.
A semejanza de la película 'Irrational Man' imaginen que la industria audiovisual española fuera capaz de permitir una comedia sobre el Consejo General del Poder Judicial caducado y abducido que padecemos
Cuando es directamente político, el humor de Woody Allen sorprende porque es gracioso sin dejar de ser ácido y pertinente. Incluso en una película con vocación de intranscendente como Bananas borda un comienzo y un final antológicos. Al inicio, un reportero de la televisión norteamericana transmite en directo un golpe de Estado con asesinato de jefe de gobierno incluido. Todo sucede en una república bananera en la que la intromisión de la política exterior norteamericana en la era Kissinger es de tal calibre que puede asistirse en directo a un magnicidio sin que el espectador se escandalice. Todo ello rodado dos años antes de que Estados Unidos permitiera y acogieran el crimen y la violencia en la insurrección militar de Pinochet contra Allende y además lo retransmitieran casi en directo.
Un artista puede ser peor que una prostituta
Esa idea de la transmisión en vivo para televisión de todo acontecimiento incluso íntimo cierra también la película. Woody Allen y el gran amor de su vida, la actriz Louise Lasser, protagonizan una escena de cama en su noche de bodas que es retransmitida desde unos grandes almacenes. Quizá les suene a exageración, pero vaticina, varias décadas antes, la atmósfera de exhibicionismo comercial, de escaparatismo en que han convertido las redes sociales en Internet todas las interacciones humanas.
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Pero donde el humor de Woody Allen deja escapar su vitriolo definitivo con referencia a la organización política norteamericana es en una de sus películas más recientes, Irrational Man, en la que el siempre intenso Joaquin Phoenix interpreta a un profesor de Filosofía que, después de una búsqueda infructuosa sobre el sentido de la utilidad social de las acciones humanas, alcanza una solución brutal. La mejor aportación que un ciudadano puede hacer a su país es el asesinato de los jueces del Tribunal Supremo que paralizan todas las políticas de progreso y obligan a las mujeres y a las minorías a perpetuarse en su indefensión. Imaginen que la industria audiovisual española fuera capaz de permitir una comedia sobre el Consejo General del Poder Judicial caducado y abducido que padecemos. Curiosamente un argumento tan brutal como el de la película de Woody Allen no recibió el más mínimo comentario político, entre otras cosas porque está tratado con el talento suficiente para no herir sensibilidades. Pero visto el rumbo que tomó el Tribunal Supremo norteamericano con su politización partidista tras bloquear los republicanos el último nombramiento que correspondía a Obama y permitir que Trump apuntara a ese consejo vitalicio a nada menos que tres candidatos que no podían calificarse de aptos bajo ningún parámetro de neutralidad exigible, Woody volvía a dar en la diana con su humor de enorme carga crítica.
Conviene concluir con un elogio al escaso sectarismo que Woody Allen ha mostrado siempre. Es un buen ejemplar de quien entiende que la burla ha de empezar por uno mismo y por ello los personajes peor parados en las películas de Woody Allen son siempre los artistas, los creadores, los intelectuales. Allí donde podríamos identificarlo a él, en su cine se ha esmerado por retratarlos como cobardes, ambiciosos y contradictorios. Como en su obra maestra Balas sobre Broadway, un artista puede ser peor que una prostituta o un matón a sueldo. Claro que sí. Como presentaba a su personaje de Alvy Singer en Annie Hall durante una entrevista en el show de Dick Cavett, en caso de guerra su única utilidad sería como rehén. Esa atalaya de autoflagelo le permitió, con constancia, retratar a los diversos estamentos de su país como lo que son, una pandilla de granujas de medio pelo, falsarios, puritanos, indecentes y amorales. Su comentario, pese a la acidez, nunca es depresivo. El mundo es así, y basta con entenderlo. Al final de la jornada, tan solo la risa es sanadora.
*El último trabajo de David Trueba ha sido el documental ‘Un día en Nueva York con Woody Allen’ (2024, Movistar+).
Es evidente que Woody Allen nunca quiso ser tomado en serio. Él mismo practica una forma de humildad nada impostada por la cual, cuando alguien pretende compararlo con Bergman, Fellini o Truffaut, se echa a reír y se encoge de hombros como diciendo qué disparate. Su amistad con Groucho Marx, al que admiraba como se admira al que abrió tu surco, le ayudó a ver que no había nada tan terrible como intentar ser ingenioso a toda hora, arrastrando la fama del hombre más brillante y sarcástico del mundo por programas de tele y tertulias. Así que rebajó sus pretensiones y empezó a hacer películas cómicas para ahorrarse la actuación y la presencia obligada en medios. A partir de ahí, su personaje se hizo tan famoso que empezó a hacer películas sobre su persona encarnando su personaje en mitad de la sociedad norteamericana de finales del siglo pasado.