Corría el año 1983 y a muchos kilómetros de la Unión Europea, en las Islas Fiyi, un activista climático necesitaba una toalla. Estaba de paso en este idílico paraje natural y aprovechó su estancia para hacer surf, uno de sus pasatiempos favoritos. Al terminar, quiso secarse con una toalla limpia y, para conseguirla, se adentra en el lujoso hotel Beachcomber, uno de los más solicitados de la región. Cuando la encontró, vio algo que le escandalizó. En el lugar donde el hotel dejaba las toallas limpias había un cartel que rezaba: “Salva nuestro planeta. Cada día se utilizan miles de litros de agua para lavar toallas usadas solo una vez”. Un mensaje aparentemente perfecto que mostraba el compromiso del hotel con el medio ambiente pero que omitía un detalle: el Beachcomber estaba realizando en ese momento unas obras de ampliación que iban a provocar un impacto tremendo en el ecosistema de la zona, uno mucho mayor que el de lavar unas cuantas toallas de más.
Ese activista era el investigador Jay Westerveld que, años más tarde e inspirado por ese suceso, sería el padre del término greenwashing. Una palabra que ilustra una práctica habitual en las empresas de todo el mundo que consiste en vender productos o servicios como verdes o ecosostenibles cuando o no lo son realmente u ocultan alguna práctica perjudicial para el medio ambiente llevada a cabo por la empresa. Una técnica de lavado de imagen muy rentable, pero a la vez muy dañina para los consumidores a la que ahora la Unión Europea se quiere enfrentar y, en última instancia, prohibir.
“Hay muchos tipos de greenwashing: la más básica es directamente mentir sobre el producto, indicando que tiene unas características que después no tiene, pero no es la única. Una de las más empleadas es el maquillaje, que se produce cuando las empresas usan palabras como ‘bio’ o ‘eco’ para vender productos que no son tan sostenibles como dicen. De hecho, muchas empresas muy comprometidas son reticentes a utilizar este tipo de palabras como ‘economía circular’ porque ahora mismo están vacías de contenido”, apunta Pedro Turro, cofundador de la agencia de marketing especializada en comunicación sostenible, Verdes Digitales.
Turro pone de ejemplo clásico de greenwashing las toallitas biodegradables, cuyos fabricantes presumen de que se pueden tirar por el retrete mientras ocultan como esos productos necesitan realmente mucho tiempo para poder descomponerse. Sobre este tipo de de prácticas ha puesto el foco el Parlamento Europeo y con su Directiva para el empoderamiento de los consumidores en la transición verde, la cual fue aprobada este pasado miércoles con una mayoría abrumadora, 593 votos a favor, 21 en contra y 14 abstenciones
“Vamos a poner orden en esta jungla”, adelantaba al presentar la iniciativa en Estrasburgo la eurodiputada Biljana Borzan, ponente de la directiva y miembro del grupo de los socialdemócratas en el Europarlamento. La elección de la palabra para calificar el mercado de productos supuestamente verdes no era casual, y describe perfectamente una situación que, como reflejó un informe elaborado por la propia Unión Europea, se parece mucho a la ley de la selva. “Ahora mismo sí que existen organismos públicos que pueden sancionar este tipo de prácticas, pero tienen muy pocos recursos, así que en la mayoría de los casos se acaban quedando en meras reprimendas que no llegan a las sanciones económicas”, explica Turro. De hecho, el ambientólogo Jaume Enciso ya apuntaba en el libro Alerta: Greenwashing que, precisamente, el factor que más animaba a las empresas a usar este tipo de prácticas era la legislación laxa y permisiva que existía con respecto al greenwashing.
En ese documento, la Comisión y las diferentes autoridades nacionales analizaron centenares de afirmaciones relacionadas con la ecología realizadas por diferentes empresas en su publicidad. De ellas, el 42 % de estas resultaron ser “exageradas, falsas o engañosas, y podían considerarse prácticas comerciales desleales” . Además, en el 60% de los casos, las empresas que publicitaban sus proyectos como verdes no facilitaban ningún tipo de prueba accesible para respaldar sus etiquetas.
¿Y cómo poner orden en la jungla? La respuesta que ha dado Bruselas a esta pregunta tiene muchas aristas. Lo más básico será prohibir todo tipo de etiquetas o afirmaciones que se basen en alegaciones generales difíciles de comprobar. Así, calificaciones como 'verdes', 'natural', 'ecológico' o '0 emisiones' desaparecerán de las etiquetas de los mercados europeos si no están sujetos a sistemas de certificación medioambiental. “Si no se prueba, no se podrá usar”, afirmó la eurodiputada Borzan durante su declaración en rueda de prensa tras la aprobación de la directiva.
Otra de las prohibiciones de la Unión Europea vendrá en los sistemas de compensación de emisiones. “En un sector tan contaminante como el de las aerolíneas nos encontramos muchas veces con etiquetas como ‘paga un euro más y plantaremos un árbol para compensar nuestras emisiones’. Este tipo de prácticas ya han sido muy criticadas por la comunidad científica, que ha dicho muchas veces que si las aerolíneas quieren cuidar el medio ambiente, no tienen que plantar árboles, sino contaminar menos”, explica Sara Bourehiyi, activista de Ecologistas en Acción. Igualmente, estas empresas no podrán usar publicidad que incluya anuncios como “vuelos neutros para el clima”, afirmaciones que Europa considera directamente falsas y que van contra la evidencia científica.
Otro aspecto en el cual pone el foco la directiva son en etiquetas tales como 'climáticamente neutro para 2025' o, 'sin emisiones en 2030', las cuales tendrán que ser auditadas y deberán basarse en objetivos visibles y un plan de ejecución claro. “Muchas veces, las empresas presumen de haber reducido sus emisiones un 20%, pero no indican con respecto a qué se calcula o a qué momento. Además, en la mayoría de los casos, ese decrecimiento en las emisiones no significa que el producto se transforme en verde o ecológico. Ahora, la Unión Europea va a obligar a tener un sistema de referencia para poder comparar ese producto”, indica el cofundador de Verdes Digitales.
No solo 'greenwashing'
La Directiva para el empoderamiento de los consumidores también recoge, además del greenwashing, importantes avances en materia de obsolescencia programada. En este sentido, incluye la prohibición de publicitar un producto con una vida útil mayor de la que es en realidad, como reparable cuando no lo es o, directamente, incluir en él piezas que favorezcan una durabilidad menor.
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Aunque la legislación ya ha sido aprobada, hará que esta nueva norma funcione a pleno rendimiento, debe ser complementada con otra directiva, llamada Sobre alegaciones ecológicas, que aún se está debatiendo. Esta última desarrollará aspectos más específicos sobre el marco general que ya ha establecido lo aprobado este miércoles en el parlamento.
Sin embargo, la ratificación de la Directiva sobre alegaciones ecológicas podría demorarse hasta después de las elecciones europeas de junio, y, por tanto, dependería de la nueva composición del Parlamento para salir adelante. “Nosotros hemos hecho todo lo posible, la otra directiva aún se está negociando y no se ha llegado aún a un acuerdo concreto, pero confiamos en que venga a reafirmar el trabajo que hemos hecho”, explicaba la eurodiputada socialdemócrata a preguntas de los periodistas.
Pese a ese hecho, la directiva es, para Ecologistas en Acción, un paso adelante en el combate del greenwashing: “Nos da más herramientas a los consumidores para identificar estas prácticas y así ser capaces de elegir. El greenwashing está en todas partes y es bueno que se comience a legislar para que las empresas se contengan un poco más. Que toda la Unión Europea se haya puesto de acuerdo en algo así es muy positivo”, comenta Bourehiyi. Sin embargo, también temen que las empresas puedan usar mecanismos para eludir estas nuevas normas comunitarias.
Corría el año 1983 y a muchos kilómetros de la Unión Europea, en las Islas Fiyi, un activista climático necesitaba una toalla. Estaba de paso en este idílico paraje natural y aprovechó su estancia para hacer surf, uno de sus pasatiempos favoritos. Al terminar, quiso secarse con una toalla limpia y, para conseguirla, se adentra en el lujoso hotel Beachcomber, uno de los más solicitados de la región. Cuando la encontró, vio algo que le escandalizó. En el lugar donde el hotel dejaba las toallas limpias había un cartel que rezaba: “Salva nuestro planeta. Cada día se utilizan miles de litros de agua para lavar toallas usadas solo una vez”. Un mensaje aparentemente perfecto que mostraba el compromiso del hotel con el medio ambiente pero que omitía un detalle: el Beachcomber estaba realizando en ese momento unas obras de ampliación que iban a provocar un impacto tremendo en el ecosistema de la zona, uno mucho mayor que el de lavar unas cuantas toallas de más.