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Aventurillas nocturnas

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Serían las tres de la mañana cuando me levanté buscando un vaso de agua. En la quietud de la casa, un parloteo bajaba desde el primer piso. Como no había ninguna luz encendida, ni se veía a nadie deambulando, cogí una sartén y emprendí, valeroso, la caza del intruso.

Sigilosamente, llegué al despachito del que provenía aquella farfolla. Pegué la oreja contra la puerta: "En esta noche tan familiar quiero compartir el orgullo y satisfacción que la reina y yo…". ¡Miserables! ¡Roban a su majestad mientras se burlan de él! Delicadamente, giré el pomo con la mano izquierda; con la derecha, preparé el sartenazo justiciero. Pero en aquella estancia no había golfos apandadores, sino el mismísimo don Juan Carlos que, sonámbulo, ensayaba un discurso de navidad.

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Desde aquella noche persigo al rey en sus aventurillas nocturnas. Me acuesto con un ojo abierto y al primer ruidillo brinco de la cama, me ajusto el batín y recorro el edificio con mis sigilosísimas babuchas. Hace unos días me lo encontré muy quieto, de perfil, balbuceando que no quería que le sacasen papada en las monedas de euro. A comienzos de mes nos desmanteló media casa cortando, entre ronquido y ronquido, todos los cables del edificio soñando que inauguraba autovías y embalses. Otra noche, arrancó las cortinas de toda una planta porque, supongo, estaba descubriendo placas conmemorativas.

No hay problemas siempre que sus sueños se mantengan en la agenda institucional. Las aficiones regias siempre han sido un tanto peliagudas y me preocupa que alguna noche lance a alguien por la borda del barco o se líe a tiros con los platos del patio. Verán. Ayer noche escuché ruidos en el aseo de la segunda planta. Al entrar, me encontré a su majestad balanceándose dentro de una bañera. "Arriad el cabo de mesana", decía, "jarcias adujadas, foques a la cornamusa". Me quedé un rato observando cómo giraba violentamente un timón imaginario: era enternecedor. Cuando estaba por irme, don Juan Carlos ordenó a la batería de babor disparar una andanada. ¡Caramba! No era una regata, sino una batalla naval. "Que los guardiamarinas batan la cubierta del enemigo. ¡Disparad el cañón de ocho libras!" Intenté averiguar si estábamos en Trafalgar, el Caribe o comandando la Armada invencible, pero el parloteo juancarlista no me daba pistas. El combate parecía furibundo y su majestad agitaba los brazos valerosamente, cepillándose enemigos con un sable onírico. Tras ordenar el abordaje, se quedó en silencio y muy quieto. Yo lo miraba ojiplático: solo me faltaban las palomitas. Entonces, saltando y levantando las manos, el rey gritó: "Goooooooooooooooooooool".

Me giré sobre los talones y volví calladamente a mi habitación. "Pobre hombre", pensé, "tiene el subconsciente como un piso de estudiantes".

Serían las tres de la mañana cuando me levanté buscando un vaso de agua. En la quietud de la casa, un parloteo bajaba desde el primer piso. Como no había ninguna luz encendida, ni se veía a nadie deambulando, cogí una sartén y emprendí, valeroso, la caza del intruso.

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