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La cara (in)visible del teatro

Se abren las puertas del Valle-Inclán, una de las salas del Centro Dramático Nacional (CDN) en Madrid. Allí, en el hall del teatro público dependiente del Ministerio de Cultura, un grupo de discretos trabajadores, vestidos de negro, orientan al público. "En ese momento somos la cara visible del teatro. Somos el enlace entre el actor, los técnicos, el personal que trabaja en el teatro y el público". Lo dice María Dolores Fernández, Loles, jefa de sala. No tan visibles, en realidad. ¿Quién conoce los nombres del personal que se encarga de guiar y acomodar a los espectadores? ¿Qué porcentaje del público los recuerda de una función a otra? Son ellos los que reciben a los 185.000 espectadores que pasaron en 2017 por los centros dependientes del Instituto Nacional de las Artes Escénicas y de la Música (INAEM), entre las dos salas del CDN y la Compañía Nacional de Teatro Clásico. Forman parte de uno de los oficios que sostienen la cultura cada día, lejos de los focos, y que recogemos en esta sección veraniega

 

Loles Fernández, jefa de sala del Teatro Valle-Inclán.

Precisamente por ser verano, cuando se suspende la programación del teatro, Loles Fernández tiene abandonada parte de su labor, la que se encarga de que todo esté impecable en las butacas, de que su equipo esté a punto y sincronizado, de que los espectadores se encuentren cómodos. Toca la otra mitad: la trabajadora es también responsable de taquilla, uniendo en una misma persona dos roles que en otros espacios funcionan por separado. Así que Fernández tiene ya en mente el temido momento de la venta de abonosventa de abonos, el próximo 4 de septiembre: "El día en que se inicia la venta es caótico, porque sale a la vez en todos los canales [taquilla, Internet y teléfono] y es horroroso", dice, con una elocuente mirada de espanto. Pero ese día aún no ha llegado. Y con el teatro a medio gas, en obras de rehabilitación, puede permitirse tomar un café en el bar gallego al otro lado de la plaza de Lavapiés, donde la plantilla hace la parada de rigor.  

El discurso de la jefa de sala no dista mucho, a poco que se mire, del de otros profesionales de la atención al público. Es con ella y con sus compañeros con quienes se desahoga el espectador decepcionado —o furiosamente ultrajado, según el caso—, son ellos quienes escuchan los primeros murmullos de aprobación cuando el público se echa a la calle tras el pase. Y si un director de teatro sabe lo que le conviene, les tratará con respeto. Habla Fernández: "Si al espectador cuando llega le recibes bien y le atiendes en sus demandas, vas a tener a un espectador que se sienta en su butaca contento, dispuesto. Si desde que entra por cualquier cosa se tuerce, va a estar torcido toda la obra". No es poco. "Luego que les guste la función o no les guste, es otra cosa", defiende, "pero que al menos haya estado cómodo... y que vuelva".

Su trabajo requiere coordinación con la regidora (en el Valle-Inclán son cuatro, todas mujeres), que será sus ojos del otro lado de la escena. Esta le indicará cuándo la compañía está lista para que el público acceda a sala, y necesitará saber cuándo está todo el mundo instalado para que empiece la función. Pero con quien tiene que lidiar la jefa de sala, ante todo, es con el espectador. Y, lo advertimos, no siempre sale bien parado. 

 

La sala grande del Teatro Valle-Inclán, en Madrid. / CDN

El mayor temor: el impuntual. "Por mucho que indiques en la entrada que no se puede acceder a la sala una vez empezada la función, la gente llega tarde: 'Ay, es que el metro', 'Ay, es que el tráfico'… Aunque ya parece que se están educando más". Sí, existen los cinco minutos de cortesía —que no siempre están garantizados—. Y está también la posibilidad de que un director de escena benévolo permita el acceso una vez comenzado el espectáculo, aprovechando una escena especialmente ruidosa, y a última fila. "Pero claro, esto depende del director", advierte Fernández. "Y yo no he trabajado en el teatro privado, pero me da la sensación", lanza, "de que en el teatro público se enfadan más". ¿Y eso? "Porque lo sienten como suyo, y sienten que están en su derecho. Que lo entiendo y está bien. Pero te piden un cambio de día, que es imposible. O que le devuelvan el dinero, que tampoco. Hay de todo, ¿eh? La gente que ama el teatro lo entiende perfectamente".

Después de 13 años de trabajo, la jefa de sala parece hecha a todo: "A mí me han llegado a poner una reclamación porque sale mucha agua de la cisterna". Y, aunque soporta ciertas quejas con estoicismo, hay otras que se le hacen amargas. "Eso de: 'Es que a ti te estoy pagando yo'. Que como eres funcionario, no quieres hacer tu trabajo porque no te da la gana. No, es que yo no puedo abrir la puerta porque no puedo... Y, además, aquí somos tres acomodadores del INAEM y el resto es de una empresa de servicios [subcontratada]. Pero vamos, que esta imagen del funcionariado está en todas partes". Tiene declarada la guerra a los envoltorios de los caramelos, las bolsas de plástico —recordamos desde aquí, en su nombre, que el Valle-Inclán tiene un guardarropía gratuito en el que depositar la compra que los espectadores hagan en el Carrefour cercano— y los móviles encendidos. Sabe que estas fobias las comparte con otros espectadores: "Es muy gracioso, escuchas un murmullo, o un caramelo, y escuchas enseguida a los demás chistando. Claro, un jaleo...". 

 

Parte del edificio del Teatro Valle-Inclán. / CDN

Pero es la primera que se desvive por el espectador en apuros. Un ejemplo: el teatro reserva, en cada función, unas butacas de protocolo. Aunque se llaman así, pocas veces son ocupadas por la autoridad de turno. "Son las que se usan si hay algún problema en sala, si alguien no puede estar en la butaca que tiene asignada, por cualquier historia. O incluso para gente que se ha equivocado de día al comprarlas y que, por deferencia, si vienen de fuera de Madrid o algo así, les hacemos el favor". ¿Esto pasa a menudo? "Más de una vez, sí", dice con media sonrisa.

Estas butacas reservadas dan, por cierto, una idea de lo que ha cambiado en la década larga que Fernández lleva en el CDN. Por ejemplo: antiguamente, los críticos estrella tenían una butaca reservada en el teatro, pero hace tiempo que esto no es así. Tampoco las guardan para "nadie de la casa": "Para nadie, ni para el director ni para el ministro ni para la responsable del INAEM ni para nadie. Se procurará lo mejor que se tenga, si se tiene, pero no hay ninguna asignada". Igual que se han reducido el número de invitaciones por función, desde hace dos temporadas no se dedica ya todo el aforo del estreno para prensa y personas cercanas a la compañía o al teatro, sino que se sacan a la venta más de la mitad de las butacas". 

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Un consejo: no sirve de nada preguntar a personal de sala y taquillas si tal o cual obra está bien. "Nosotros siempre decimos que no la hemos visto. Pero para buenas y para malas. Para no influir. Porque a ti te puede encantar, viene y no le gusta y la culpa es tuya. A no ser que esté todo lleno, que entonces sí lo podemos decir...", confiesa Fernández. Y sí, sí que la han visto. Procuran hacerlo para saber a lo que se enfrentan: "Si te viene alguien epiléptico, que sepan que hay luces estroboscópicas. O si hay un perro guía o alguien que sufre del corazón, que sepan que hay petardos. Cosas así". Una de sus mayores angustias fue, quizás, con Trilogía de la ceguera, del premio Nobel Maurice Maeterlinck. El problema era que una de las partes del tríptico contenía 40 minutos en los que la sala se quedaba completamente a oscuras. "A mí me daba mucho miedo. ¿Y si alguien quiere salir, y si pasa algo? Tuvimos que dejar las luces de emergencia, claro. Hubo un chico que llegó con muletas y salió de la sala antes de tiempo, todo apurado, ¡sin las muletas!", cuenta. 

Pero hay un momento en que cualquier forma de estrés —casi cualquiera, digamos— merece la pena. Loles Fernández lo describe como si lo estuviera viendo. "Los finales de funciones grandes como Agosto [temporada 2011/2012, con versión de Luis García Montero y dirección de Gerardo Vera] o como Un enemigo del pueblo [en 2007, versión de Juan Mayorga y dirección de Vera]", recuerda. "De estas de todo el público en pie… 500 espectadores de pie diciendo 'Bravo'… Eso es lo más bonito que existe. Es para estar en sala y verlo. Y los actores llorando. Eso es espectacular. Ahí es cuando dices: 'Mira, soy parte de esto".

 

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