Elvira Sastre tiene 32 años y más de una decena de publicaciones a sus espaldas, que ahora recoge en su recopilatorio Lo que la poesía aún no ha escrito. Fue su padre quien le inculcó la pasión por la lectura que, desde muy pequeña, la llevó a empezar a escribir. Su primer poemario llegó cuando tenía 21 años y el segundo a los 22. En 2020 salió a la luz su primera novela y, entre tanto, la hemos podido leer “explicándonos la ciudad” en su columna de El País, cuando no está sobre los escenarios con sus recitales por España y Latinoamérica.
No es un secreto su pasión por el campo y los animales. De pequeña le gustaba coleccionar peluches y “hacerles un hueco en su cama", que cada vez se le quedaba "más pequeña”, tal y como relata a infoLibre. Siente una afinidad especial por los perros desde entonces, aunque le gustan todas las mascotas y no cree que sea necesario elegir entre unos y otros “porque la vida te los va colocando”.
El sueño de ser madre perruna lo cumplió al llegar a Madrid gracias a Tango, su primer perro y el amor de su vida. Tuvo que decirle adiós con tan solo tres años por culpa de “una enfermedad terrible”. Tiempo después, le dedicó el libro A los perros buenos no les pasan cosas malas, con el que ha ayudado a niños y adultos a enfrentarse a ese proceso de duelo que fue tan horrible a nivel emocional para ella. Ahora en su familia hay otros dos miembros más: Viento y Berta.
Tango tenía cinco meses cuando me adoptó. Él no me eligió porque la familia, como todos sabemos, no se elige, pero me aceptó con mucho cariño. Yo debía protegerle, pero en realidad siempre fue Tango el que cuidó de mí
Viento es el perro de una poeta y, como tal, tiene nombre de verso, concretamente, el de uno de Benedetti: “Me gusta el viento. No sé por qué, pero cuando camino contra el viento parece que me borra cosas. Quiero decir: cosas que quiero borrar”. Viento o Wencis, Bingo, Vientutu, Wendolín y, de vez en cuando, Sebastián y Julián, como también le suele llamar, llegó a la vida de la escritora siendo un cachorro hiperactivo que la "obligó a ponerlo todo en orden”. Cinco años después, asegura que le debe "todo”.
En esta línea, describe a su perra pequeña, Berta, como “el ser más gracioso, libre y salvaje de este planeta”. En la protectora la llamaron Loba por su actitud y porque se parece mucho físicamente a este animal. Ella le cambió el nombre a Berta, que significa luz, y algunas veces la llama Lubeta aunque, confiesa Sastre, nunca responde. “Ni me entiende, ni me hace caso, pero la adoro sobre todas las cosas”, confiesa.
A Berta la encontraron unos voluntarios de Málaga junto a sus hermanos cuando tenía tres o cuatro meses. “Estaban sucios, golpeados, enfermos y muy asustados”, describe Sastre. Una amiga suya, Patri, se los llevó a casa y “convirtió su cuarto de baño en un hospital veterinario”. “Los salvó. Estaban a punto de morir”, asegura. La poeta aún recuerda la primera fotografía que vio de Berta, “con la patita afeitada y una vía de medicación”. “Tenía que viajar a Argentina en dos semanas, pero le dije a Patri que se quedaba con nosotras. Hablé con unos amigos que, de vez en cuando, cuidan a mis perros, para que ellos se hicieran cargo mientras yo no estaba. Me dieron el ok. Después, desperté con mucha dulzura a mi chica de su siesta y le dije: te quiero, nos vamos a Málaga. Y hasta ahora”, relata.
Viento y Berta amanecen y anochecen a su lado. Han hecho que su vida sea mejor, aunque a Sastre no le gusta romantizar porque. Recuerda lo mal que lo pasó en los últimos días junto a Tango, lo difícil que es lidiar con la epilepsia de Berta o los educadores por los que tuvo que pasar Viento cuando era un cachorro “muy intranquilo”. Además, nos recuerda que “como los humanos, los perros también tienen un pasado” y que “somos nosotros los que les traemos a casa y debemos respetar su forma de ser e intentar hacerles la vida más feliz y cómoda posible".
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Cuando hace viajes largos y les tiene que dejar solos en casa de sus padres sufre: “Es como si me faltara algo, lo más limpio”. En cualquier caso, cuando se va de vacaciones con su chica intenta buscar lugares a los que poder acceder con ellos, si bien lamenta “que en un país como España no haya más playas en las que poder disfrutar con mascotas, que son más limpias y púdicas que muchas personas”.
Sus perros le han enseñado a “dejar a un lado las expectativas que ponemos en los demás”. Gracias a ellos sigue rutinas saludables y se siente feliz, acompañada y con un propósito: cuidar de ellos y de todos los animales que pueda. Por eso también ha sido casa de acogida de algunos peludos y ha colaborado en varias causas benéficas.
A veces pienso que has venido a enseñarme que hay otras maneras de caminar por el mundo. Contigo he descubierto que la felicidad no es más que un animal que duerme sin miedo
Para Elvira Sastre, la manera de querer a los animales es diferente a la de los humanos, en la que siempre se espera el amor de vuelta. “Cuando una quiere a un animal, lo hace sin esperar nada a cambio. Este gesto unidireccional que a veces se ve recompensado y otras no, es el amor más sano que conozco”, plantea, añadiendo que para ella cuidar de un animal, "aunque esté enfermo y duela y asuste”, resulta pacífico y consolador. Eso es lo que le enseñó Tango y ahora le enseñan Viento y Berta.
Elvira Sastre tiene 32 años y más de una decena de publicaciones a sus espaldas, que ahora recoge en su recopilatorio Lo que la poesía aún no ha escrito. Fue su padre quien le inculcó la pasión por la lectura que, desde muy pequeña, la llevó a empezar a escribir. Su primer poemario llegó cuando tenía 21 años y el segundo a los 22. En 2020 salió a la luz su primera novela y, entre tanto, la hemos podido leer “explicándonos la ciudad” en su columna de El País, cuando no está sobre los escenarios con sus recitales por España y Latinoamérica.