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La expulsión de los moriscos: una crisis de refugiados en el siglo XVII

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José Carlos Huerta

El 22 de septiembre de 1609, Felipe III (1598-1621) hacía público un decreto por el que los moriscos del reino de Valencia debían abandonar la Península. En solo tres meses, se habían embarcado más de 116.000 musulmanes convertidos al cristianismo, que no volverían jamás a la tierra en la que habían nacido y crecido durante generaciones.

El proceso de expulsión de los moriscos, creyentes islámicos de al-Ándalus bautizados por decreto de los Reyes Católicos en 1502, se saldó con la expulsión de al menos 275.000 personas, aproximadamente el 4% de la población (aunque los datos varían, algunos autores dicen que fueron 300.000 o más). La expulsión concluyó en 1614, pero el contexto que condujo a esta comenzó mucho antes.

Durante el reinado de Felipe II (1556-1598), la lucha contra el imperio Otomano estaba en su momento álgido. El conflicto, aunque con momentos de paz, se resolvía en batallas —alguna tan célebre como la de Lepanto (1571)—, pero también en escaramuzas mediterráneas. Los corsarios otomanos atacaban los barcos y plazas costeras de los cristianos en el Mediterráneo (principalmente españoles), y en algunos de estos ataques a las costas de Valencia y Andalucía, la población morisca ayudó a los atacantes, según algunas fuentes de la época. 

El "problema morisco" tenía su base en que la población morisca permanecía apartada del resto de la población. Aunque sus antepasados habían sido bautizados a la fuerza en 1502, la conversión fue un fracaso y muchos seguían practicando la religión musulmana en secreto y hablando árabe. Hasta tal punto era así, que un edicto de 1566 prohibió el uso de esa lengua y el de trajes y ceremonias de origen musulmán. Esto no sentó bien entre la población morisca, y se produjo la rebelión de las Alpujarras.

La rebelión de las Alpujarras

El día de Nochebuena de 1568, moriscos de las Alpujarras (Granada), en el sur de Sierra Nevada, se levantaron en armas. La insurrección pilló por sorpresa a las autoridades locales granadinas, que no tenía medios para ponerle freno, más aún si tenemos en cuenta que los rebeldes se pusieron en contacto con fuerzas musulmanas del norte de África.

 

Felipe III, retrato por Pedro Antonio Vidal (1617).

Tras dos años de ataques desde los montes y desde las costas, don Juan de Austria (que un año después dirigiría a la flota de Lepanto) aplastó la revuelta con tropas venidas de Italia, Murcia y Valencia. El 1 de noviembre de ese año, 150.000 moriscos granadinos fueron expulsados y distribuidos por el resto de la Península. Las tierras que tuvieron que dejar atrás fueron ocupadas por inmigrantes, principalmente de Galicia.

Esta sería la primera expulsión, y constituiría un antecedente clave: ante la imposibilidad de las autoridades civiles y eclesiásticas de integrar a todo este grupo de población, se optaba por una solución final, es decir, su marcha a otras tierras.solución final

Hay que tener en cuenta que la Contrarreforma católica frente a la reforma protestante estaba en su pleno apogeo, y todas las autoridades mantenían una política de tolerancia cero con las otras religiones. El propio papa Pío V afeó al arzobispo de Granada que era el pastor de la diócesis "menos cristiana de la Cristiandad", y que le dijese al rey Felipe que "pusiese remedio como aquellas almas no se perdiesen".

En 1570 se reubicó a los moriscos dentro de la Península, pero la solución de Felipe III fue mucho más drástica que la de su padre.

La expulsión definitiva

Con el decreto de 1609 para Valencia, y que se extendería también a Aragón, Andalucía y Cataluña, Felipe III declaró que, aquellos que no se marcharan, serían castigados con la muerte. Además, los moriscos tenían que marcharse prácticamente con lo puesto y debían pagar su propio pasaje, por lo que la ocasión fue perfecta para que muchos aprovechados consiguieran objetos de saldo en los puertos.

 

Embarco de moriscos en el Grao de Valencia, por Pere Oromig (1616).

Pero no todos aceptaron este triste destino sin más, y se produjo una segunda rebelión. Esta vez, no obstante, las autoridades estaban listas y dieron caza a los fugados. Si bien es cierto que parte de los moriscos se armaron y lucharon, las brutales actuaciones de represión violenta fueron dirigidas también contra gente que, sencillamente, no se marchaba porque no tenía cómo ni a donde. Según una crónica de la época, estos "llegaban tan desvalijados [a la costa] que unos medio desnudos y otros desnudos del todo se arrojaban al mar por llegar a embarcarse".

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El virrey de Valencia, para acabar con los moriscos huidos por el campo valenciano, publicó un bando que decía que se pagarían 60 libras por cada uno que trajesen vivo y 30 libras por "cada cabeza que entregaren". Además, en el bando se especificaba que si "quisieren más que sean sus esclavos, tenemos por bien dárselos por tales" y que "los puedan luego herrar".

Los problemas para los moriscos no acabaron ahí, y es que los berberiscos del norte de África tampoco los querían allí. Expulsados de la tierra en la que habían nacido ellos y sus antepasados, y arrojados al mar con un destino incierto, acabarían desperdigados por todo el Mediterráneo, cuando no hundidos junto con los barcos presas de los piratas. Una historia que resulta familiar. 

 

El 22 de septiembre de 1609, Felipe III (1598-1621) hacía público un decreto por el que los moriscos del reino de Valencia debían abandonar la Península. En solo tres meses, se habían embarcado más de 116.000 musulmanes convertidos al cristianismo, que no volverían jamás a la tierra en la que habían nacido y crecido durante generaciones.

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