Un cine de verano es como una máquina del tiempo escacharrada. Tal vez no esté rota ella misma, pero rompe lo demás. Coloca, por ejemplo, la nostalgia en un estado cuántico: entre sus paredes sin techo, puede ser al mismo tiempo un motor y un lastre, útil e improductiva, propia y ajena, buena y mala. En las terrazas de la Vega Baja, en la costa de la Comunidad Valenciana, esta añoranza de Schrödinger se me ha vuelto especialmente intensa.
“Está tu propia nostalgia por ahí”. Me lo dijeron al hilo de la primera entrega de esta sección, sobre los cines de verano de mi infancia en las playas de Murcia. Supongo que era cierto: no es fácil desmenuzar unos lugares tan embebidos en ese sentimiento sin que se cuele algo de la melancolía personal. Los cines de verano se cimientan sobre nostalgia vieja mientras producen otras nuevas.
En esta forma tan particular de ver películas a la serena se cruzan lo que el crítico y filósofo inglés Mark Fisher separaría en nostalgia psicológica y nostalgia formal. La primera es la añoranza de toda la vida, un echar de menos vertido sobre lugares y momentos concretos. La segunda es la primera devenida parodia: una nostalgia de las formas, de las apariencias, desgajadas de su tiempo y recuperadas para el collage del presente.
Todos los cines de verano tienen algo de ambas. Primero, se presentan como la reencarnación de una cultura colectiva más antigua de lo que ningún espectador debería poder recordar. Su interior suele estar dispuesto de manera que remita, por los ojos, a esa forma de disfrutar el cine en común más propia de principios del siglo pasado. Y sobre ese simulacro vierte luego cada uno su propia memoria.
Es lo que ocurre, por ejemplo, en el cine Horadada, a pocos metros de la arena de Torre de la Horadada, en Alicante. Uno de los miembros de la familia que lo gestiona —a medias con los empresarios del cine Acapulco, en Murcia— me contó por qué su cine de verano sigue luciendo antiguo: “Hemos querido siempre llevar la misma filosofía de cine: la silla de hierro, sesión doble, cartelera por la calle con pizarra..., como antiguamente. Hemos querido mantener ese encanto”.
En la gestión de esta terraza, como en la de tantas otras de la región, convive la pulsión nostálgica de los propios exhibidores con un cierto interés por explotar comercialmente esos mismos sentimientos de añoranza en el público. No deja de ser una paradójica nostalgia por lo desconocido, por las cosas no vividas. Los espectadores modernos difícilmente habrán visto de primera mano el tipo de modelos espaciales —un típico Cinematógrafo al aire libre en un pueblo de Levante, como el del proyecto que ganó el II Concurso Nacional de Arquitectura en 1931— que emulan las terrazas de hoy.
El estándar está más que arraigado en la zona. Estos días, en Valencia dan cine al aire libre en todas sus variables: están las iniciativas institucionales del Centre del Carme, que dedica este agosto su habitual ciclo CCCCinema d’Estiu a las comedias europeas, y la Filmoteca d’Estiu, montada en los jardines del Palau de la Música; la quincuagenaria Terraza Lumière, modélicamente levantina, y hasta el autocine Star, a la orilla del mar y junto al Spook, discoteca decana de la Ruta del Bakalao.
La cultura congelada de las terrazas de verano está de alguna forma en el mismo impasse que el resto de nosotros, en el mismo que yo: atascada, con el futuro cancelado y el pasado disponible solo en forma de simulacros pero de pega, como el de este cine
En la provincia de Alicante, el último registro oficial cuenta apenas siete cines de verano en activo en todo el litoral. Desaparecieron a montones a partir de la década de los setenta, incluso de ciudades tan relevantes para la historia del sector como Torrevieja o Benidorm, algo antes de los años más duros de la crisis de los cines tradicionales. Con el cambio de milenio, las terrazas siguieron tiritando mientras proliferaban en las mismas costas los multiplexes —complejos cinematográficos con muchas pantallas, a menudo situados en centros comerciales a las afueras—.
Las salas al aire libre sobreviven aún en las playas de la Vega Baja, quizá por la cercanía al Mar Menor. Por allí siguen funcionando el cine Costa San Juan, en San Juan de Alicante, y el Navia, en Orihuela, ambos gestionados por la iniciativa Exhicine, que trabaja por la recuperación y actualización de las terrazas clásicas; el cine Las Villas o el mencionado cine Horadada.
Sentado en las sillas metálicas de este último he notado alguna vez el sabor de los tomates rellenos, cena obligada para los días de cine de verano en mi familia; incluso si jamás me comí uno entre sus muros encalados, porque este no lo pisé hasta los veintitantos. Estos cines son máquinas nostálgicas —ergo del tiempo— que arrastran los cascotes más extraños consigo. Desde que acepté escribir una sección sobre ellos para veranoLibre, no he podido dejar de pensar en la noche del año pasado en que casi me mato volviendo en coche de esa misma terraza.
El joven médico suizo que se inventó la nostalgia en el siglo XVII lo hizo como un diagnóstico. En la Europa posterior a la guerra de los Treinta Años, andar dolido por el deseo de regresar al hogar era una enfermedad. Ahora es todo más complejo: el hogar está a tres horas en AVE, pero tampoco es que regresar a él arregle nada. Una noche en un cine de verano tan nostálgico como el Horadada lo evidencia bien.
En los cines de verano se arremolinan los espectros. Por ejemplo, el de un fetiche naturalista que solo expresa un amargo descontento con las ciudades modernas, el de un tiempo donde disfrutar colectivamente de algo no era una excepción o el de un romanticismo tórrido que va camino de acabar transformado en infierno climático. Mi cine de verano lo recorre un fantasma inglés: el del propio Mark Fisher, que se quitó la vida en 2017.
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En la rampa hacia este verano imposible, he visto al escritor popularizarse con virulencia entre mis amigos mientras trataba de armar en mi cabeza un discurso mínimamente inteligible sobre las terrazas y su importancia. Me he visto a mí mismo conectar con él más profundamente de lo que me gustaría reconocer mientras pensaba si un sitio tan nostálgico como un cine de verano puede servir para algo a estas alturas. Si no será la nostalgia una patología otra vez, como en el XVII.
Fisher —caracterizado en el obituario de su colega Simon Reynolds como un John Berger de vuelta de una rave— llamaba a sacar la pandemia de angustia mental que nos tiene cercados del marco de los problemas individuales y devolverla al terreno de lo público y lo político. ¿Y si la nostalgia es otro calambre más de ese cuadro sintomático colectivo? ¿Y si no se puede hablar de unos cines varados en el tiempo sin hablar también del miedo a que el cansancio, la ansiedad, el estrés y esta enorme soledad no se vayan nunca?
La cultura congelada de las terrazas de verano está de alguna forma en el mismo impasse que el resto de nosotros, en el mismo que yo: atascada, con el futuro cancelado y el pasado disponible solo en forma de simulacros reconfortantes pero de pega, como el de este cine. Incómodo en la silla, saboreando tomates invisibles y sudando, sudando a mares, me he preguntado si en esta comunidad desfasada de los cines de verano no se esconderá alguna clave para traer determinadas cuestiones vitales de vuelta a lo público. Si no habrá manera de encontrar una nostalgia progresista en este teatrillo húmedo y que ella nos sane. No creo que nos queden muchas más opciones.
Un cine de verano es como una máquina del tiempo escacharrada. Tal vez no esté rota ella misma, pero rompe lo demás. Coloca, por ejemplo, la nostalgia en un estado cuántico: entre sus paredes sin techo, puede ser al mismo tiempo un motor y un lastre, útil e improductiva, propia y ajena, buena y mala. En las terrazas de la Vega Baja, en la costa de la Comunidad Valenciana, esta añoranza de Schrödinger se me ha vuelto especialmente intensa.