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Música para Stalin, pintura para la CIA

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A pesar de sus muchos quehaceres (purgar disidentes, desarrollar nuevas técnicas de retoque fotográfico o explorar los límites de la paranoia homicida), Stalin sacó tiempo para cultivar la crítica musical. En enero de 1934, Dimitri Shostakóvich estrenó Lady Macbeth de Mtsensk en un teatro de Leningrado. La ópera cuenta las desdichas de una muchacha en la Rusia prerrevolucionaria y el argumento tiene una buena dosis de violencia sexual, opresión patriarcal, un muerto a candelabrazos y otro víctima de unos champiñones envenenados. (Ya ven, hasta los champiñones, que saben a corcho y crecen sobre el estiércol, pueden empeorarse). La partitura gozó de cierto éxito y se paseó por medio mundo. En 1935, un crítico del New York Sun la describió como «pornofónica» y Shostakóvich le respondió llamándolo «provinciano». A un compositor soviético no le intimidan los exabruptos de la prensa capitalista. Otra cosa es que te repliquen en el Pravda. En enero del 36, un columnista anónimo (que tenía toda la pinta de llamarse Iósif) expresó sus opiniones en un articulito. El título es elocuente: «Caos en vez de música». El texto es admirable: hay que tener un oído finísimo para encontrar agentes contrarrevolucionarios entre las corchas de la sección de vientos. «El poder de la buena música para infectar las masas se ha sacrificado a un "formalismo pequeño burgués" que intenta crear originalidad mediante payasadas baratas. Es un juego de hábil ingenuidad que puede terminar muy mal. […] Aparentemente el compositor nunca consideró el problema de lo que desea el público soviético y de lo que espera en música».

Glups. Temiendo una inminente cancelación, Dimitri, acongojado, solicitó varias audiencias con el camarada Stalin, que le fueron amigablemente rechazadas. Siguiendo su instinto de supervivencia, Shostakóvich renunció a su carrera operística y dejó sin estrenar su cuarta sinfonía, que acababa de terminar. 

Para lo que sí que sirven estas historietas es para darles en el hocico a todos esos sagaces críticos culturales que viven de repetir la milonga de que las artes eran vergel de libertad, sin trazas de ponzoñosa ideología

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Del otro lado del telón de acero, los muchachotes del tío Sam también se pertrecharon para la batalla cultural. Frente al realismo socialista (grandes cuadros cargados de labriegos y obreros que inflamaban la conciencia de clase) y, si nos apuramos, contra los resabios del constructivismo y otros movimientos al servicio de la revolución (Malévik, Lissitzk y compañía), las lumbreras de la CIA tuvieron una idea colosal. ¿Qué hay más americano que una pintura personalísima (¿el genio?, que se ponga) realizada por señores bien machotes y alcoholizados? Con la ayuda de algunas organizaciones políticas como el Congreso por la Libertad de la Cultura (que trabajaba, discretamente, para la CIA), el fervor de algunos críticos destacadísimos (como Clement Greenberg) y la financiación de prestigiosas revistas especializadas (Encounter, Cadernos Brasileiros, Der Monat o Tempo Presente) se aupó en secreto la carrera de los grandes pintores norteamericanos de mediados del siglo XX a través de adquisiciones recurrentes y exposiciones que viajaron a lo largo y ancho del mundo. En internet pueden encontrar los catálogos de algunas de estas exposiciones, como el de 12 Americans (MoMA, 1953) o The new American painting, as shown in eight European countries (MoMa, 1958).

Conviene no caer en un simplismo tontorrón. Puede que al Departamento de Estado yanqui le conviniese que Mark Rothko le diese al pincel, pero la colosal contribución de su pintura al arte de nuestro siglo no puede justificarse por las tensiones geopolíticas del tiempo en que le tocó vivir. Sería como decir que los cuadros de Velázquez siguen en El Prado (¡solo!) porque Felipe IV lo metió en nómina. ¿Puede que a estos artistas les hubiese ido peor si los poderosos de este mundo no les hubieran dado limosnas? Claro. Pero si ser un paniaguado te reservase un lugar destacado en los libros de Historia del Arte, habría que incorporar al noventa por ciento de los artistas que en el mundo han sido.

Para lo que sí que sirven estas historietas es para darles en el hocico a todos esos sagaces críticos culturales que viven de repetir la milonga de que las artes eran vergel de libertad, sin trazas de ponzoñosa ideología, hasta que llegaron los wokes de las narices. Pueden imprimir el artículo y usarlo como cachiporra. Me sentiré muy honrado.

A pesar de sus muchos quehaceres (purgar disidentes, desarrollar nuevas técnicas de retoque fotográfico o explorar los límites de la paranoia homicida), Stalin sacó tiempo para cultivar la crítica musical. En enero de 1934, Dimitri Shostakóvich estrenó Lady Macbeth de Mtsensk en un teatro de Leningrado. La ópera cuenta las desdichas de una muchacha en la Rusia prerrevolucionaria y el argumento tiene una buena dosis de violencia sexual, opresión patriarcal, un muerto a candelabrazos y otro víctima de unos champiñones envenenados. (Ya ven, hasta los champiñones, que saben a corcho y crecen sobre el estiércol, pueden empeorarse). La partitura gozó de cierto éxito y se paseó por medio mundo. En 1935, un crítico del New York Sun la describió como «pornofónica» y Shostakóvich le respondió llamándolo «provinciano». A un compositor soviético no le intimidan los exabruptos de la prensa capitalista. Otra cosa es que te repliquen en el Pravda. En enero del 36, un columnista anónimo (que tenía toda la pinta de llamarse Iósif) expresó sus opiniones en un articulito. El título es elocuente: «Caos en vez de música». El texto es admirable: hay que tener un oído finísimo para encontrar agentes contrarrevolucionarios entre las corchas de la sección de vientos. «El poder de la buena música para infectar las masas se ha sacrificado a un "formalismo pequeño burgués" que intenta crear originalidad mediante payasadas baratas. Es un juego de hábil ingenuidad que puede terminar muy mal. […] Aparentemente el compositor nunca consideró el problema de lo que desea el público soviético y de lo que espera en música».

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