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'Los paisajes españoles de Picasso', de Cecilia Orueta

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Cuando Cecilia Orueta (Madrid, 1963) empezó con su investigación, pocos conocían que Pablo Ruiz Picasso había pasado un tiempo en A Coruña. Pero ese primer germen, la persecución de un pintor huidizo por una ciudad contemporánea, dio lugar pronto al proyecto que le llevaría tres años: documentar, en seis ciudades, "la huella de esos paisajes en su iconografía, en su carácter y hasta en su pincelada". En su empresa, editada ahora por el sello Nórdica, le acompañan los textos de Julio Llamazares, Eduardo Mendoza, Manuel Rivas, Jèssica Jaques, Eduard Vallès y Rafael Inglada

  Los paisajes españoles de PicassoCecilia OruetaLos paisajes españoles de Picasso

Este trabajo fotográfico, en el que he empleado tres años, surgió de mi descubrimiento de la estancia de Pablo Picasso en Coruña, la más desconocida por parte de sus admiradores y  por el público en general.

 

Mi idea inicial, tras ese descubrimiento, fruto de un viaje a la ciudad gallega, fue investigar fotográficamente sobre la relación de la obra del joven Picasso con el paisaje urbano coruñés, al que pocas veces se alude como referencial en él pese a haber sido determinante en su vocación de pintor, pues en la ciudad gallega comenzó a pintar en serio e hizo sus dos primera exposiciones siendo adolescente aún. En mi investigación fotográfica de ese paisaje me ayudaron las propias cartas del pintor, en las que manifestaba sus sueños y sus temores adolescentes así como el crecimiento de su vocación artística, y los testimonios orales y escritos que del pintor se conservan al cabo de más de un siglo tanto en el Instituto da Guarda , en el que su padre ejercía de profesor de Dibujo y en el que el adolescente Picasso estudió durante los cuatro años que su familia permaneció en la ciudad coruñesa, como en el Museo dedicado a él en el mismo lugar en la que ésta tuvo su casa y en otros puntos de aquélla en los que permanece el eco de las idas y venidas del pintor antes de que abandonara un lugar que tanta huella dejaría en él, como reconocería toda su vida. No en vano en La Coruña dejó enterrada, en el cementerio de San Amaro, al pie de la Torre de Hércules (la Torre de Caramelo a la que los dos hermanos se referían), a Conchita, la hermana por cuya salvación Picasso juró que dejaría de pintar, y no en vano en la ciudad gallega, que abandonó con quince años junto con su familia el año 1895, afianzó su vocación artística y su carácter inquieto, ese que le llevaría por diferentes sitios de España antes de instalarse definitivamente en París.

Esa primera investigación fotográfica de las huellas de Picasso en La Coruña y de la ciudad en él y en su obra, se convirtió para mí muy pronto en el embrión de un proyecto más ambicioso, que es al que me he dedicado durante los años 2013 al 2015: recorrer los otros paisajes, seis en total, que junto con el de La Coruña marcarían la vida y la obra del pintor español más universal; es decir, rastrear la huella de esos paisajes en su iconografía, en su carácter y hasta en su pincelada.

Así, poco a poco, he ido trabajando en Málaga, la ciudad en la que el pintor nació y cuya luz le marcó para siempre como sucede con todos los artistas, desde Machado («Esos días azules / y ese sol de la infancia») a Albert Camus («El sol que reinó sobre mi infancia me privó de todo resentimiento»), pasando por Madrid, donde vivió un año, el de 1897-98, combinando su asistencia a las clases de Dibujo en la Academia de Bellas Artes de San Fernando, con los vagabundeos por una ciudad en la que nunca llegó a sentirse a gusto, salvo en el Museo del Prado, en el que tanto aprendió según manifestaría él mismo, Barcelona, la ciudad que junto con París mejor y más tiempo le acogió, la prueba es la cantidad de obras que en ellas hizo, y los dos pueblos catalanes a los que se escapó a pintar desde la ciudad condal por algunos breves períodos de tiempo: Horta de San Juan, en Tarragona, cerca de Gandesa, donde pasó un año entero recuperándose de una enfermedad, ayudando en las labores agrícolas a los campesinos y pintando los colores de la garriga mediterránea en plena naturaleza («Todo lo que sé lo aprendí en Horta» llegaría a manifestar el pintor con el tiempo), y Gósol, en el Pirineo de Lérida, donde se estableció un verano junto a su amante en aquel momento, Fernande, antes de trasladarse definitivamente a París. La influencia de esos paisajes, la memoria del pintor en ellos, su influencia en la paleta y en la mirada al mundo de Picasso, es lo que he pretendido fotografiar en este trabajo en el que, aparte de esos paisajes, me he servido de la obra del pintor y de los abundantísimos testimonios a ese respecto tanto del propio pintor como de los estudiosos de su vida y su pintura, que son muchísimos .

Si hay un pintor español que, junto con Velázquez y Goya, haya despertado el interés mundial, es Picasso, de ahí que su trayectoria haya sido y siga siendo seguida por mucha gente. Mi aportación fotográfica, por eso mismo, ha tratado de ser respetuosa y personal, buceando en la relación profunda entre su obra y su biografía, entre su iconografía y sus obsesiones y los paisajes y los lugares en los que los desarrolló. Las fotografías que se acompañan sirven de ejemplo de lo descrito y pertenecen sucesivamente a los seis paisajes españoles en los que se reflejó el alma de Picasso.

 

Vista de Madrid desde el Viaducto. / CECILIA ORUETA

 

Plazuela de San Felipe Neri, en Barcelona. / CECILIA ORUETA

 

El Quatre Gats, cervecería muy vinculada a Picasso y sus amigos modernistas. / CECILIA ORUETA

Entre la bohemia y el pradoJulio LlamazaresEntre la bohemia y el prado

A finales del siglo XIX en los alrededores de la plaza del Progreso, hoy llamada de Tirso de Molina, bullía un Madrid menestral, desharrapado y lleno de necesidades al que fue a parar el joven estudiante Pablo Ruiz Picasso empujado por las suyas propias. El contraste entre la popular pensión de la calle de San Pedro Mártir y las imponentes salas de la Academia de Bellas Artes de San Fernando en la que comenzó a estudiar debió de suponerle un choque mental muy fuerte, choque que acrecentarían sus devaneos por los alrededores de la Academia, en el entorno de la Puerta del Sol, llenos de vendedores y pedigüeños pero también de cafés bohemios y de prostíbulos con cola en el portal, así como sus visitas al Círculo de Bellas Artes, adonde acudía algunos días a la semana para pintar modelos del natural en sus salones de techos altos y cristaleras abiertas a la ciudad, y sobre todo al Museo del Prado, en cuyas estancias pasaba las horas muertas contemplando las pinturas de Velázquez, Tiziano, Goya o El Greco y mirando trabajar a los copistas.

El joven Pablo Picasso, que había llegado a Madrid para estudiar Bellas Artes en la Real Academia de San Fernando animado por su padre, el profesor de Dibujo y pintor José Ruiz, y por su tío Salvador, que contribuía a los gastos del sobrino convencido de que con su talento resarciría a la familia sobradamente de ellos, a sus 16 años debió de sentirse sobrepasado por el bullicio de una ciudad que vivía el fin del siglo XIX entre la depresión social y económica provocada por la pérdida de las colonias españolas y el deslumbramiento ante la llegada de un nuevo siglo que se anunciaba como el de la modernidad. Lejos por vez primera de su familia, que se había quedado en Barcelona, y sin apenas amigos en Madrid (tan solo se le recuerda la compañía del argentino Francisco Bernareggi y del catalán Hortensi Güell y Güell —nada que ver con el protector de Gaudí—, los dos extraños en la ciudad como él), el joven Pablo Picasso experimentaba la libertad y la inseguridad al tiempo, lo que le provocaba una mezcla de desasosiego, euforia y melancolía. La enseñanza en la Academia, que hacía honor a su nombre y cuya rigidez le hacía sentir que perdía el tiempo, le fue alejando del caserón de la calle de Alcalá para distraerle con otras actividades, principalmente las visitas al Museo del Prado y al cercano parque del Buen Retiro, donde pintaba en su caballete a falta de un estudio en el que poder hacerlo, y la asistencia a cafés como el del Progreso o el del Prado o al Ateneo, en los que sentaban cátedra los santones literarios y artísticos del momento. Con 16 años tan solo el acceso del joven Picasso a las mujeres, su gran pasión junto a la pintura, era una quimera y sin dinero no podía acceder a las prostitutas. Así que la mayor parte del tiempo lo pasaba sólo, lo que le fue oscureciendo el ánimo, como se nota en sus cartas y en sus dibujos, todos de gran trasfondo melancólico, y haciéndole aborrecer una ciudad que le parecía mucho más triste y menos moderna que Barcelona. Si a ello le añadimos que enfermó de escarlatina, lo que le obligó a guardar cama durante un tiempo, y que al final ni siquiera salía ya a pintar, aburrido de sí mismo y harto de su pobreza (al enterarse de que el joven Pablo hacía novillos en la Academia de Bellas Artes un día sí y otro también, su tío le dejó de enviar dinero) no nos extrañará que pronto, al terminar aquel curso en el que su familia, en especial don José, su padre, habían puesto tantas expectativas, Picasso tomara el tren para Barcelona con la sensación de quitarse un peso de encima.

Aún volvería a Madrid en 1901 junto a su amigo Francisco de Asís Soler para poner en marcha una revista, Arte Joven, con la que pretendían revolucionar el arte español introduciendo el modernismo en él, pero tampoco esa segunda oportunidad que le dio a la capital de España le satisfizo. Tras cinco meses en la ciudad y después de sacar cuatro números de la revista y de contactar con algunos intelectuales y artistas madrileños destacados de aquel tiempo (el que más llamó su atención, según sus propias manifestaciones, fue el novelista Pío Baroja), Picasso volvió a partir y ya nunca regresó a Madrid salvo de paso y por muy poco tiempo. Pero los cuadros del Museo del Prado y las luces del parque del Retiro y de los cielos del Guadarrama y del Manzanres ya estaban impresos en su retina y le acompañarían por siempre.

 

Palau de la música de Barcelona. / CECILIA ORUETA

 

Retrato de Paquita Ors. / CECILIA ORUETA

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Los paisajes españoles de PicassoCecilia OruetaTextos de Julio Llamazares, Eduardo Mendoza, Manuel Rivas, Jèssica Jaques, Eduard Vallès y Rafael IngladaNórdica25 euros10 de septiembre de 2018Los paisajes españoles de Picasso

'Soleá', de Jean-Claude Izzo

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La editorial

Nacida en 2006, la editorial Nórdica se proponía ser la referencia en España de la literatura producida en los países más septentrionales de Europa, tratando de hacer llegar las obras inéditas pero también de rescatar aquellas que ya habían sido retiradas de los catálogos por su poco éxito comercial. Fue la responsable, por ejemplo, de que llegara a los lectores la obra de Tomas Tranströmer mucho antes de que le fuera concedido el Premio Nobel, y cuenta en su haber con nombres como los de Ingmar Bergman o Hans Christian Andersen. Pero, con el tiempo, sus intereses se han extendido más allá de las fronteras del norte, y se especializan también por el álbum ilustrado y los libros fotográficos.

 

Cuando Cecilia Orueta (Madrid, 1963) empezó con su investigación, pocos conocían que Pablo Ruiz Picasso había pasado un tiempo en A Coruña. Pero ese primer germen, la persecución de un pintor huidizo por una ciudad contemporánea, dio lugar pronto al proyecto que le llevaría tres años: documentar, en seis ciudades, "la huella de esos paisajes en su iconografía, en su carácter y hasta en su pincelada". En su empresa, editada ahora por el sello Nórdica, le acompañan los textos de Julio Llamazares, Eduardo Mendoza, Manuel Rivas, Jèssica Jaques, Eduard Vallès y Rafael Inglada

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