Un desayuno perfecto, una silla de enea y el olor a paja seca: los recuerdos estivales que me dejaron mis abuelos

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Rafael Dobado Fuentes

El canto del gallo le depositó en un duermevela. Al poco, las “bestias” con los jornaleros a cuestas peregrinaban un amanecer más, en pos de los campos. En ese estado, al pequeño le bastó el aroma lejano de la caballa asada en el cisco para animarle a empezar el día (hacía pocas horas formaban un banco por el Atlántico). Se sentó en su silla de enea junto al velador, mientras ella le tostaba con amor pan de ayer. Y probó el desayuno perfecto: pan, aceite, pescado y el abrazo de su abuela… Todavía hoy puede evocar aquellos instantes dulces, sentirse rescatado y ansiar que le atrape el sueño antes de que abuela le suelte.

Algunas noches de agosto íbamos a visitarla después de cenar. Atravesábamos todavía alguna calleja de tierra, iluminada con una mortecina bombilla, para llegar casi a tientas, a su casa. La puerta estaba abierta a cualquiera con solo levantar el aldabón y una luz tenue y cálida te recibía en el zaguán, pero si mirabas a la derecha, veías en penumbra, como una premonición, casi una biznaga de jazmines sobre su mesita de noche. Te esperaba sentada en su bajita silla de enea al fondo, en su patio floreado por suelo y pared.

Cuando soplaba el solano en alguna tarde de estío, llevaba a su nieto al callejón de tierra a aventar el trigo. Le enseñaba a separar el "grano de la paja" aprovechando el soplo ventoso; uno caía, la otra volaba y todo era orgánico y cíclico, porque el mismo sol que maduró la mies, calentó el aire hasta convertirlo en viento y unció el nieto al abuelo.

Campeando hace pocos días, le llegó el aroma de la paja reseca por el sol y entre ambos le devolvieron con frescura a su abuelo, que seguía ahí, como si fuera ayer.

Mientras ascendía por la angosta y oscura escalera encalada se le iba acelerando el pulso. Allá arriba podía esperarle cualquier cosa: viva o semi viva. El vetusto arcón del suberao albergaba tesoros indecibles, chirrió cuando lo abrieron, resistiéndose a compartir sus luchadas posesiones. Pero allí estaba, esperándole un verano más, dispuesta a elevar sus sueños y a él mismo una ventosa tarde más en "el Barrero" terroso, donde más fuerte sopla: su cometa.

Un armazón de caña, papel de saco de harina, hilo de bramante y una cola con lazos de trapos decimonónicos, uno por cada sueño de infancia que fueron levitados hasta el cielo y allí quedaron flotando.

Hoy, el niño convertido en hombre, rescata de vez en cuando alguno de ellos y por un instante su mente y su corazón revolotean por el cielo azul siguiendo las trazadas de su cometa.

El canto del gallo le depositó en un duermevela. Al poco, las “bestias” con los jornaleros a cuestas peregrinaban un amanecer más, en pos de los campos. En ese estado, al pequeño le bastó el aroma lejano de la caballa asada en el cisco para animarle a empezar el día (hacía pocas horas formaban un banco por el Atlántico). Se sentó en su silla de enea junto al velador, mientras ella le tostaba con amor pan de ayer. Y probó el desayuno perfecto: pan, aceite, pescado y el abrazo de su abuela… Todavía hoy puede evocar aquellos instantes dulces, sentirse rescatado y ansiar que le atrape el sueño antes de que abuela le suelte.

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