Gemma Alcántara Aldomar preferiría, de verdad, no hacerlo. Pero es su trabajo. Así que cuando alguien se acerca peligrosamente a un cuadro, alza su dedo índice y lo dirige al óleo, ella tiene que decir, con la mejor se sus sonrisas: "Sin tocar, por favor". Igual que preferiría no pedir a los visitantes que bajen el volumen de voz cuando la cosa se va de madre, pero lo hace, porque es su trabajo. Es vigilante de sala del Museo Reina Sofía, un trabajo con dos caras. Por un lado, observar obras de arte cada día durante horas, tener acceso a ellas cuando el centro no ha abierto aún. Por otra, tener que regañar a personas adultas. Sin ella y sus compañeros de profesión, las piezas estarían desprotegidas —y los visitantes, quizás, asalvajados—: este es uno de los oficios que forman parte de esta serie en la que infoLibre explora las labores que sostienen la cultura cada día, lejos de los focos y de los aplausos.
"Depende de la personalidad de cada uno, pero yo no tengo una personalidad de estar todo el rato como un ogro. Y te cuesta, te cuesta", confiesa Alcántara en el tranquilo patio del museo. "Yo intento siempre hacerlo amablemente. Y ellos lo comprenden, te miran como con cara de niño pequeño: '¡No he tocado! Somos como profesores". Cuando habla con este periódico, a finales de julio, le toca ser jefa de sala, la responsable de distribuir a los vigilantes de una determinada planta del museo por las distintas estancias y de coordinar su trabajo. Todos saben cuáles son los espacios más demandantes: la planta 2, donde se encuentra la colección permanente, la más frecuentada por los turistas. Y especialmente las salas dedicadas a las obras más conocidas de Dalí y, por supuesto, la de el Guernica. "En una sala con mucha afluencia,el volumen de estrés del vigilante es más alto. Hay mucho grupo, mucho ruido, estás con mil ojos para todos sitios...", cuenta. El agobio no lo sufre solo el visitante, y por eso los vigilantes cambian de sala cada poco.
En la sala 206, donde se encuentra el enorme óleo de Pablo Ruiz Picasso, es donde se producen los mayores momentos de tensión. Sobre todo, por las aglomeraciones, que hacen complicado vigilar todas las piezas, incluso cuando son dos los vigilantes que se sitúan en esta estancia. Pero no solo: el entorno de la 206 es el único en el que no se permiten fotos, lo que solivianta a menudo a los visitantes. Gemma Alcántara es comprensiva: "Muchas personas vienen exclusivamente a ver el Guernica, y para algunos, el no llevarse una foto es como si no hubieran estado, entonces se molestan". El problema, explica, es el flashflash, y no tiene nada que ver con la venta de postales en la tienda, como a menudo se les reprocha. "Son cuadros que ya están deteriorados, y eso les afecta muchísimo. La gente se cree que al cabo de un día solo salta un flash, pero saltan varios; al cabo de la semana, son muchísimos; al cabo del año, miles", explica.
Vista de la sala en la que se encuentra el Guernica. | MNCARS
Pero no es esta la única protesta que reciben ante la que es la pieza más célebre del museo. Más de una vez se le ha acercado un visitante, muy indignado, asegurando que se trata de una falsificación. "Dudan porque no ven la firma. Y claro, es que el Guernica no tiene firma, pero en algunas postales se le añade", cuenta. "O, como a lo mejor han visto una versión en color, dicen que este no es el original". Otra de las pequeñas batallas que tienen que librar sucede a ras de suelo. La normativa recoge que no está permitido sentarse en la 206, aunque la magnitud del lienzo invite a hacerlo: esto, teme el museo, solo aumentaría las aglomeraciones. Hay una excepción: los niños que vienen, con su colegio, a conocer el centro. "A veces ahí está el problema, que ven a los niños sentados... y los mayores se quieren sentar", se queja Alcántara. La expresión comportarse como un niño pequeño no siempre es del todo correcta.
De hecho, la vigilante de sala sostiene que quienes mejor se portan son siempre los niños más pequeños: "Vienen muy bien enseñados, todo les llama la atención, van siempre en orden… Conforme van creciendo, empiezan las complicaciones". Si el lector cree que los adolescentes son seguramente los más revoltosos, no anda desencaminado. "El problema es que quieren ir a su aire, pero tenemos que recordarles que cuando vienen en grupo tienen que ir con su profesor o profesora", dice Alcántara. Aunque también manejan una clasificación geográfica, de menos a más alborotadores. Los "más educados", señala sin dudar un segundo, son los japoneses. Quienes hablan más alto, los italianos —aunque los españoles no nos quedamos muy atrás—. "Y los franceses... muy rebeldes", dice, entre risas. Ella echa mano de sus estudios —tiene formación en Educación infantil y Pedagogía— y de su paciencia.
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Su labor consiste en evitar que las obras sufran algún daño, intencionado o no, y lo cierto es que Gemma Alcántara no ha presenciado nunca la comisión de un desperfecto grave. Si ocurriera tal cosa, el protocolo indica que se llame al jefe de sala, que pondría en marcha la evaluación del descalabro. Todas las mañanas, antes de que abra el museo, cada vigilante debe rellenar una ficha indicando el estado de las obras, que servirá para controlar que todo esté en orden. Más allá de algún audiovisual desconectado, nunca se ha encontrado con un destrozo. Otra cosa es que no haya tenido que frenar alguna desgracia. Por ejemplo, que un niño eche a correr hacia un lienzo, atraído por sus colores vivos y su textura, o trate de pasar por debajo del pedestal hueco de una escultura. "Es su instinto", dice, sin darle importancia. O que el visitante no pueda controlar el deseo irrefrenable de abrir los armarios —bloqueados— que conforman la exposición temporal de Sara Ramo, o de tocar una de las formas oscuras de la muestra, teñidos de un pigmento denso que señala al avergonzado culpable. Gajes del oficio.
Gemma Alcántara, como otros vigilantes, está ya hecha a las teorías sobre el Guernica más disparatadas, a los grupos más molestos y los visitantes más curiosos. A lo que no se acostumbra nunca, nunca, dice frente a Figura en una ventana, de Salvador Dalí, uno de los óleos más conocidos y buscados dentro del Reina Sofía, es a esa relación de tú a tú con las obras. "No importa cuánto tiempo las mires", dice, "siempre encuentras algo nuevo".
Gemma Alcántara Aldomar preferiría, de verdad, no hacerlo. Pero es su trabajo. Así que cuando alguien se acerca peligrosamente a un cuadro, alza su dedo índice y lo dirige al óleo, ella tiene que decir, con la mejor se sus sonrisas: "Sin tocar, por favor". Igual que preferiría no pedir a los visitantes que bajen el volumen de voz cuando la cosa se va de madre, pero lo hace, porque es su trabajo. Es vigilante de sala del Museo Reina Sofía, un trabajo con dos caras. Por un lado, observar obras de arte cada día durante horas, tener acceso a ellas cuando el centro no ha abierto aún. Por otra, tener que regañar a personas adultas. Sin ella y sus compañeros de profesión, las piezas estarían desprotegidas —y los visitantes, quizás, asalvajados—: este es uno de los oficios que forman parte de esta serie en la que infoLibre explora las labores que sostienen la cultura cada día, lejos de los focos y de los aplausos.