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Ahí os quedáis, hijos de puta

Pedro Simón

Para muchos de nosotros, existe un lugar donde podrías ir al bar en calzoncillos sin dar que hablar (e incluso sin ellos), recorrer las calles con los ojos vendados sin golpearte, presentarte a comer en cualquier casa sin necesidad de avisar y donde hay un montón de piedras de Pulgarcito que te llevan a ti mismo.

Ese lugar es un pueblo donde estuviste tú, hace muchos años, siendo otro. Mejor. Menos mezquino. Sin estropear todavía por la bulimia de la prisa y el zarpazo de la ciudad.

Cuando tenemos miedo, cuando necesitamos coger carrerilla, cuando lo que hace falta es frenar, cuando echamos de menos tantas sencillas verdades; volvemos allá.

Si existe un momento de la vida en que sólo creces si te vas, también hay otra época más veterana en la que descubres que necesitas regresar para no perder altura.

Se llama tener los pies en la tierra. Y las rodillas. Y las manos. Y oler la lluvia. Y volver al barro. Y no sólo ir al bar con el taparrabos del calzoncillo, sino hacerlo descalzo, poniendo el oído contra la panza del suelo a cada rato, como un viejo cheyenne que buscase el sonido de su corazón.

En San Marcial del Vino (Zamora) nos educaba la tribu. Lo mismo valía lo que te decía el señor Andrés que lo que te decía tu padre. Vivíamos con las puertas abiertas y la molesquine de las deudas cerrada. El sentido de pertenencia era de clan palermitano: si los del pueblo vecino tocaban a uno, nos tocaban a todos. La costra nostra.

Mucho tiempo después, el 31 de mayo de 2007, Gabriel García Márquez regresaba a Aracataca, su pueblo colombiano, después de 25 años sin hacerlo. Lo hizo en un tren de color crema y azul celeste que tardó casi cuatro horas en recorrer 80 kilómetros. En el vagón principal iban el escritor y su esposa Mercedes. Al llegar, fue recibido por una algarabía de niños, mayores y autoridades. Luego paseó por las calles en un coche de caballos. Al comprobar los colores y las gentes y los olores y las casas, se encogió de hombros y dijo: "¿Se dan cuenta de que yo no inventé nada?".

(...)

Recuerdo el regreso al pueblo como una necesidad. El viaje nocturno en diciembre. Recuerdo aquella primera mañana en que abrí el ordenador Lenovo para comenzar a escribir Los ingratos.

No había nadie en el pueblo, apenas yo (y ni siquiera entero). La chimenea crepitaba. Me levanté para asegurarme de que la puerta estaba bien cerrada. Al menos tres veces. Apagué el móvil. Me acomodé en la silla. Era una página en blanco.

Entonces miré por la ventana hacia la calle, vi aquellas infantiles piedras de Pulgarcito y por ahí tiré. Puse: "Un viento glacial azotaba el pueblo como a un crío que no se puede defender".

Y entonces ya sí, empecé a escribir furiosamente de espaldas a todos, sin ruidos, al menos poniendo a salvo las palabras que dicen cosas, un poco como en ese poema de Karmelo Iribarren.

Llegar al fin

hasta la puerta

de tu casa,

entrar,

echar todas las cerraduras,

y, como quien saborea

el sabor de la venganza,

decirlo:

'Ahí

os quedaís,

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hijosdeputa'.

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Pedro Simón (Madrid, 1971) es periodista y escritor. Actualmente trabaja en el diario 'El Mundo'. Entre sus libros destacan dos antologías de reportajes ('Siniestro total' y 'Crónicas bárbaras') y sus novelas 'Peligro de derrumbe' y 'Los ingratos'.

Para muchos de nosotros, existe un lugar donde podrías ir al bar en calzoncillos sin dar que hablar (e incluso sin ellos), recorrer las calles con los ojos vendados sin golpearte, presentarte a comer en cualquier casa sin necesidad de avisar y donde hay un montón de piedras de Pulgarcito que te llevan a ti mismo.

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