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La sequía de 1995, el punto de inflexión para la reforma del sistema hidrológico

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La sequía más dura de la historia de España se produjo de forma continuada entre 1991 y 1995. Sus efectos fueron devastadores tanto para la ciudadanía, a quien se llegó a limitar el consumo de agua en un 30%, como para el sector agrícola, que perdió entre 30.000 millones y 42.000 millones de euros con las malas cosechas. La situación de escasez puso de manifiesto el insostenible sistema hidrológico del país y una gestión de sequías que no era, ni mucho menos, la más adecuada.

¿Qué pasó?

Entre 1991 y 1995 se produjo el ciclo de sequías más grave de la historia del país. Durante los tres primeros años, los recursos hídricos se encontraban al 28% de su capacidad habitual, y en 1995 se redujeron al 15%, lo que llevó a que doce millones de personas sufrieran restricciones en el consumo de agua en sus fases más duras —en algunos casos, la demanda tuvo que reducirse al 30%—. Hubieron de tomarse medidas urgentes que, a corto y medio plazo, buscaban paliar los estragos de un periodo seco que el entonces director general de Obras Hidráulicas definió como "a todas luces el peor del siglo".

La situación de sequía llegó a su fin con las lluvias de diciembre de 1995 y no ha vuelto a darse una situación similar hasta la de 2017, en algunos casos comparable por su incidencia en las zonas más áridas de España.

Este fenómeno no es desconocido en nuestro país. El Centro de Investigación sobre la Epidemiología de los Desastres (CRED, según las siglas en inglés) destaca el sureste de España y las islas canarias como una de las zonas más áridas, al tiempo que una de las principales demandantes de agua, lo que lo convierte en un territorio especialmente vulnerable a las sequías. De ahí que fueran las regiones más afectadas por los ciclos secos de 1991 a 1995.

¿Cómo se desarrolló la crisis?

Algunas fuentes apuntan a que el inicio del ciclo de fuertes sequías puede remontarse incluso al verano de 1989, en el que las deficiencias de agua en el Duero y un sistema del río Zadorra obligaron a limitar al consumo, primero para el regadío agrícola y, más tarde, para el área metropolitana de Bilbao. Aquel año, 1,2 millones personas tuvieron que adaptar sus necesidades de agua corriente a los nuevos horarios, que solo les permitían utilizarla de seis de la mañana a seis de la tarde. A pesar de todo, el periodo más grave tuvo lugar entre 1991 y 1995, con especial incidencia en los dos últimos años del periodo.

Las precipitaciones se miden en términos de año hidrológico que, en España, va desde el 1 de octubre hasta el 30 de septiembre. Así, en el año hidrológico 1993/1994 se registraron 200mm —200 litros de agua por metro cuadrado—, mientras que en el siguiente año hidrológico la cantidad se redujo a 196mm. Es decir, prácticamente la mitad que los años anteriores, cuando se habían recogido unos 365mm de media, y mucho menos de lo que se considera un índice normal de precipitaciones, en torno a los 650mm.

La ciudadanía se vio obligada a reducir su consumo de agua hasta en un 30%. En el caso de Sevilla, que se vio especialmente afectada por la sequía del Guadalquivir, se impusieron restricciones al consumo de diez horas diarias, en las que la población recibía agua de escasa calidad. Los sevillanos se vieron en la tesitura de tener que comprar agua embotellada, lo que suponía un gasto conjunto de unas 1.000 millones de pesetas mensuales —unos seis millones de euros—. Incluso se llegaron a poner en marcha planes de evacuación ante la imposibilidad de abastecer a la población.

Tampoco las plantaciones agrícolas se libraron de los estragos de la sequía. El regadío consume normalmente el 80% de las reservas de agua anuales. Más del 40% de las superficies de cereales, patatas y cultivos forrajeros se quedaron sin agua, lo que supondría unos 120 millones de euros en pérdidas solo en 1995para todo el periodo, las pérdidas se estiman entre los 30.000 millones y los 42.000 millones de euros—.

Existen dos formas de hacer frente a una sequía: como crisis, aportando soluciones inmediatas y no previstas en los presupuestos anuales con el objetivo de suplir la falta de agua e indemnizar las pérdidas económicas; o como un escenario más en el plan de costes anual, en el que la previsión es un factor clave. A pesar de la constancia de las sequías en España, la estrategia siempre ha sido del primer tipo. Sobre la noción de que nuestro país tiene un déficit estructural de agua, la sequía se entendía, simplemente, como un agravante que se sucede de forma ocasional y con diferente grado de intensidad.

La sequía de 1995 forzó un cambio de paradigma a este respecto y, en los dos últimos años del ciclo seco, se intentó implementar algún tipo de previsión—tanto legal como económica— para mitigar los efectos del estiaje. Se pasó de una gestión de crisis a una gestión de riesgos.

Se puso en marcha la elaboración del Plan Hidrológico Nacional (PHN) que, no obstante, el Consejo Nacional de Aguas bloqueó. El PHN se centraba demasiado en los trasvases de agua entre comunidades como única solución al desequilibrio de abastectimiento entre las regiones del país, lo que "exacerbó las guerras del agua". Así lo indica el geólogo Manuel Ramón Llamas en una investigación sobre el caso, afirmando que esta crispación entre Castilla-La Mancha y la Comunidad Valenciana ya existía, pero que en esta ocasión llegó a afectar incluso a Portugal.

En lugar del PNH, se desarrolló un Plan de Metasequía a finales de 1994, que sería implementado si la situación no mejoraba en la primavera siguiente. Su objetivo era, casi exclusivamente, atender los desabastecimientos provocados por la sequía. Como la temporada estival de 1995 fue tan dura, se planteó la creación de pozos comunitarios que suplieran la falta de agua en las regiones más necesitadas. Sin embargo, las lluvias de finales de año paralizaron cualquier plan en esta dirección, como también frenaron la idea de invertir en empresas de perforación.

La sequía de 1995 resaltó la importancia de conocer los recursos de agua subterránea de los que se disponían y, lo que es más importante, conocer los acuíferos de los que extraerla. Un estudio del Instituto Geológico y Minero de España apunta que el éxito o fracaso de las extracciones de agua subterránea en esa época se vio directamente condicionado por el nivel de conocimiento que se tenía sobre el acuífero.

¿Cómo se informó de ello?

La tensión creciente en la ciudadanía por efecto de las limitaciones en el consumo del agua se reflejó también en la prensa, que criticó ampliamente la actuación del Gobierno y la falta de consenso sobre la reforma hidráulica que los expertos consideraban esencial para prevenir crisis similares en el futuro. Tuvo especial relevancia en la prensa el debate sobre el Plan Hidrológico Nacional, que había levantado todo tipo de tiranteces sociales y políticas.

Destacan titulares como los que ofrecía ABC sobre la "incapacidad" de Josep Borrell, por entonces ministro de Obras Públicas, Transportes y Medio Ambiente y principal impulsor del fallido PNH. Desde El País se atendía la polémica de los trasvases como un "tema espinoso". Ya en 1996, con los estragos de la dura sequía todavía presentes, este medio publicó un editorial titulado "Agua sin plan" en el que criticaba duramente la inactividad del nuevo Gobierno con respecto a la planificación hidráulica: "España requiere un Plan Hidrológico, empeño en el que el PSOE fracasó. La llegada del PP podía hacer esperar que conseguiría alumbrarlo, y no ignorarlo".

¿Qué consecuencias tuvo?

Las restricciones al consumo de agua por parte de la población y el sector agrícola son las dos consecuencias más graves e inmediatas de la sequía, pero van fuertemente ligadas a una consecuencia de carácter económico. Se produjeron pérdidas productivas anuales de entre 30.000 y 42.000 millones de euros y el Estado invirtió en medidas de emergencia que costaron unos 600.000 euros en total.

En 2001, se aprobó un Plan Hidrológico Nacional que, entre otras medidas, contemplaba la implantación de un sistema de indicadores de estado hidrológico, imprescindibles para conocer el estado de las cuencas y preveer la necesidad de abastecimiento y que se aprobaron finalmente en 2007. Además, proponía el desarrollo de Planes Especiales de Sequía de los Organismos de cuenca y Planes de Emergencia para los Abastecimientos urbanos en poblaciones de más de 20.000 habitantes.

Una de las soluciones habituales contra las sequías, los trasvases de agua entre cuencas, suponían un importante conflicto entre la región de origen del agua y la de destino. Por ello, empezaron a adoptarse otro tipo de medidas. De acuerdo con una investigación difundida por el Instituto de Publicación Digital Multidisciplinario, la desalación es la "alternativa más apropiada" a los trasvases para España, ya que el recurso primario —agua de mar— no depende de las condiciones climáticas y es más que abundante en la costa mediterránea. Gracias a este método, el estudio asegura que se han reducido notablemente las consecuencias negativas de la sequía en la cuenca del Segura, aunque no pudo implementarse en 1995 por falta de recursos tecnológicos.

El agua que abastece al sudeste español sigue siendo principalmente la que procede de trasvases (48,74%), pero la desalación representa ahora un 20,25% del total y el reciclaje de aguas residuales un 4,79%. La desalación no se ha incorporado aún a la demanda del sector agrícola porque supone un coste demasiado elevado. Por su parte, la reutilización de aguas residuales es una de las alternativas "que mejor se adaptan a los principios de desarrollo sostenible", pero su rechazo por parte de la sociedad para un uso doméstico impide que pueda implementarse con un mayor impacto.

Las consecuencias ecológicas de la sequía de 1995 no fueron cuantificadas por las instituciones oficiales. En su lugar, Greenpeace elaboró en 2017 un informe sobre el impacto de este fenómeno en la naturaleza, en el que destaca su incidencia sobre los incendios forestales, pero también en la fauna de ciertas regiones, en especial, sobre el oso pardo y algunas aves.

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¿Qué aprendimos?

En los últimos 25 años se han introducido cambios estructurales en el tratamiento de las sequías que han permitido que se pase definitivamente de una gestión de crisis a una gestión de riesgo. Durante 2017 y 2018 se revisaron los Planes Especiales de Sequía para que concordaran con los nuevos criterios de los Planes Hidrológicos de 2016 en cuanto a establecimiento de recursos, caudales ecológicos, condicionantes del cambio climático y demandas. Además, se redefinieron los conceptos de sequía y escasez de modo que los planes de actuación se ajustaran a cada caso.

Por otro lado, debemos tener presente que el cambio climático influirá notablemente en la incidencia de las sequías, de modo que, si la situación no mejora y las temperaturas globales siguen aumentando, se producirá una importante reducción de las precipitaciones que, además, se volverán más irregulares. En concreto, las lluvias en la península se reducirán en torno a un 15%, al tiempo que aumentarán los periodos secos y la desertificación del territorio.

La sequía más dura de la historia de España se produjo de forma continuada entre 1991 y 1995. Sus efectos fueron devastadores tanto para la ciudadanía, a quien se llegó a limitar el consumo de agua en un 30%, como para el sector agrícola, que perdió entre 30.000 millones y 42.000 millones de euros con las malas cosechas. La situación de escasez puso de manifiesto el insostenible sistema hidrológico del país y una gestión de sequías que no era, ni mucho menos, la más adecuada.

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