El primer recuerdo que reconoce mi memoria es el desembarco bajo la nieve en el puerto de Nueva York en brazos de mi madre. La banda sonora que acompaña a la imagen —borrosa, como una foto en blanco y negro desenfocada— es la del plural sonido de las sirenas de los vapores superponiéndose a las voces de mucha gente en el muelle. Como todos los isleños, siempre he ansiado viajar. Aún, cuando puedo permitírmelo, lo hago.
Una docena de años más tarde volví a atravesar el Atlántico. No he olvidado el nombre del paquebote, Ascania, tampoco el de la naviera, Fratelli Grimaldi. Embarqué en Vigo muy al final de la primavera y, como viajaba solo, me encomendaron a la custodia del segundo oficial de a bordo, un sorrentino oriundo de Torre del Greco, en Nápoles. Betro, como todos le llamaban, era su apellido. Su físico corpulento y su mirada bonachona sí que han persistido nítidos entre mis recuerdos. Una mañana de aguas serenas me llevó a visitar las bodegas y la sala de máquinas explicándome con detalle su funcionamiento. Aquel día ya noté la seguridad que me transmitía.
Durante la travesía, unas tres semanas, cumplí quince años. No me resultó ni larga ni azarosa, se comía muy bien —siempre había un plato de pasta en el menú— y me movía dentro de la nave como Pedro por su casa. Llegué a configurar el personaje que aquel temprano adolescente pensaba llegar a ser.
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Pero lo más importante: Betro me bajaba a tierra en casi todos los puertos que el barco tocaba, lo que no era posible para el resto de los pasajeros. Me bajaba en la lancha y me acompañaba hasta un sitio fácilmente identificable de la ciudad en cuestión. Me dejaba algo de dinero para comer, y se despedía —ni se soñaban entonces los teléfonos móviles— citándome a una hora muy exacta para encontrarnos allí mismo. Así lo hizo en Lisboa, en Willemstad, la ciudad más importante y pintoresca de las Antillas Holandesas, y en Kingston, Jamaica, donde por aquellos años debió nacer Bob Marley.
Betro convirtió aquel viaje en una aventura imperecedera: ser dueño de mis actos, atento a las consecuencias que de ellos podrían derivarse y a ser puntal, como presumo de seguir siéndolo. Disfruté de sentirme libre, paseé sin temor por lugares legendarios para mí hasta entonces, ensayando por primera vez lo que podría llamarse responsabilidad.
Nunca dejaré de reconocer la deuda con aquel entrañable marino por todo cuanto ha trascendido desde esos días en el mar a mi carácter, hasta sesenta y cinco años después de aquel feliz experimento.
El primer recuerdo que reconoce mi memoria es el desembarco bajo la nieve en el puerto de Nueva York en brazos de mi madre. La banda sonora que acompaña a la imagen —borrosa, como una foto en blanco y negro desenfocada— es la del plural sonido de las sirenas de los vapores superponiéndose a las voces de mucha gente en el muelle. Como todos los isleños, siempre he ansiado viajar. Aún, cuando puedo permitírmelo, lo hago.