Para mí no hay mejor recuerdo de aquellos años que los cuidados de mi madre con sus dichos y refranes de sabiduría popular. Aquel verano del 64, con mis doce años recién cumplidos, no quise seguir en el internado religioso en tierras de Castilla. Yo no veía bien tanta severidad, tanta disciplina, los curas disfrutaban haciendo sufrir a los niños y vi abusos y formas que me dieron mucho miedo y asco a la vez.
No, definitivamente le dije a mi padre que aquello no era para mí y no le sentó nada bien.
Pero yo pasé a vivir un verano libre, lo disfruté intensamente, me dediqué a gamberrear con los amigos de mi Albaicín querido. Éramos cuatro o cinco chaveas locos por correr y por ver pasar a las muchachas que vivían por allí. Las mañanas eran lo mejor, echábamos a andar y lo mismo nos metíamos en la Alhambra por las veredas de la fuente del Avellano que por la cuesta de los chinos.
Por la tarde, después de la obligada siesta y el partidillo, andábamos por el barrio a ver lo que pillábamos. Había grupos de gente por todas partes y nos parábamos a hablar o jugar.
El verano fue avanzando entre juegos, conatos de sexo, paseos y excursiones, había placetas muy cuidadas por todo El Albaicín. Todo el barrio habitado y lleno de vida con los vecinos sentados en la puerta de sus casas tomando el fresco y charlando. ¡Qué verano más estupendo, pleno de libertad, lleno de luz, intenso... infinito!
Ver más"¡No le hables de la guerra a la chiqueta, Salvador!": las batallas que mi abuelo me contaba en la Malvarrosa
Pero llegó septiembre, casi todos mis amigos ya sabían que iban a seguir estudiando. ¿Y yo? Yo no sabía si iba a continuar estudiando. Había sacado buenas notas en el internado y tenía toda la ilusión puesta en un futuro pleno de nuevos conocimientos.
Ante mi desconcierto, mi padre me dijo que a la mañana siguiente tenía que ir con él a trabajar, a su taller de tapicería. Que como no quería seguir en el seminario se habían acabado los estudios. A mí se me vino el mundo encima, no supe qué decir. No me podía creer que por no acatar su voluntad me iba a condenar a una vida sufrida y triste, sin darme opciones, sin preguntarme, sin saber lo que yo quería.
De pronto se acabó mi infancia y mi juventud, mi vida se iba a convertir en una monotonía de trabajo manual sin más. Una persona tan llena de ilusión como yo, no iba a poder seguir aprendiendo. No podría disfrutar más veranos con los amigos. Me tendría que olvidar de los estudios y de descubrir el mundo. Lamentablemente, “mi vida duró solo un verano”.
Para mí no hay mejor recuerdo de aquellos años que los cuidados de mi madre con sus dichos y refranes de sabiduría popular. Aquel verano del 64, con mis doce años recién cumplidos, no quise seguir en el internado religioso en tierras de Castilla. Yo no veía bien tanta severidad, tanta disciplina, los curas disfrutaban haciendo sufrir a los niños y vi abusos y formas que me dieron mucho miedo y asco a la vez.