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William Holden, de hombre objeto a icono andropáusico

Un cuerpo en la pantalla es algo menos que un cuerpo, pero también algo más. Siempre entre el actor y su personaje, un cuerpo es ficción y carne, mitología y deseo. Las estrellas de cine se sustentan en fantasías, y no nos interesarían si lo que representan no fuera esencial en nuestras vidas. La historia de nuestras fantasías sobre los cuerpos está cifrada en las carreras de ciertos actores. Propongo un recorrido informal por esas fantasías de los cuerpos encarnados en actores especialmente representativos de nuestras mitologías sobre la masculinidad y la feminidad: William Holden, Jane Fonda, Scarlett Johansson y Mario Casas entre otros, han jugado, en sus papeles, con su imagen, a través de sus carreras, más o menos conscientemente, con lo que un cuerpo importa.

Remontémonos. William Holden fue uno de los actores más taquilleros del cine de Hollywood de los años cincuenta, una década pródiga en conflictos, pero que, al menos en Hollywood, intentaba generar fantasías de estabilidad. Los actores más populares de la era clásica representan esta aspiración en unas narrativas que progresan según mitologías románticas. Y, sin embargo, incluso en estas historias podemos percibir corrientes que no son visibles a primera vista y que problematizan el mito. El cuerpo de Holden, su esplendor y su decadencia, cuenta una historia que no por familiar resulta menos relevante.

Con el tiempo, protagonizaría películas memorables como El crepúsculo de los dioses, Traidor en el infierno, Sabrina, Picnic, Misión de audaces o El puente sobre el río Kwai. Como en tantos otros casos, pasó más de una década antes de que encontrase su lugar en la galería de estrellas de Hollywood. En su debut protagonista, Sueño dorado, de 1939, la narrativa ponía su musculatura en un lugar privilegiado de la historia. Basada en una obra de teatro de Clifford Odets, presentaba a un joven que, en la América de la Gran Depresión, tenía que elegir entre una carrera como violinista o el boxeo, alternativas propias de aquellos momentos de crisis. Uno imagina que hoy la disyuntiva estaría entre una carrera universitaria y un OnlyFans: en aquellos tiempos los músculos y la masculinidad estaban más cerca de sugerir violencia que sexo, y por esto el cuerpo atlético de un hombre sugería cosas que no se hacían siempre explícitas. Barbara Stanwyck fue su valedora y la primera mujer fuerte en su carrera.

Le seguirían Jean Arthur, Loretta Young, Gloria Swanson, Judy Holiday, Ginger Rogers, Audrey Hepburn, Grace Kelly, Jennifer Jones, Rosalind Russell y Faye Dunaway. Casi todas estas mujeres, o los personajes que representan, se comían a nuestra estrella en diversas películas. Holden, un actor sereno, a veces perezoso, representa sin esfuerzo la fantasía de una masculinidad serena, blanca, desproblematizada, muy estadounidense, el chico normal en el que la América anglosajona blanca quería creer a toda costa.

Y, sin embargo, no había nada de normal en aquel cuerpo: los hombros eran imponentemente anchos, la piel de un blanco deslumbrante, su pecho no pasaba desapercibido y resulta imposible pensar que el público no percibiese cierto potencial erótico: nadie con hombros como esos podía tener grandes problemas en la vida. Al verlo en esas películas de los cuarenta, el espectador puede pensar en Matt Damon durante los años noventa: la normalidad como coartada para generar una fantasía casi secreta, de la que apenas se hablaba. La cámara parecía no prestar demasiada atención, pero hay que recordar que el cuerpo de Holden fuera, junto al de Lancaster, uno de los más exhibidos de una era que fingía ignorar el cuerpo masculino como objeto de contemplación.

En aquellos tiempos, toda estrella debía establecer un tipo dentro de un repertorio limitado. Era una demanda del sistema, pero funcionaba bien con el público: nuestra imaginación se rentabiliza en categorías. En el caso de Holden, los hombros, la sonrisa, etc., parecían situarlo en los wésterns más bucólicos (en los años cuarenta era “el bueno”) o en comedias románticas, o sea, casi nada. Las mitologías eran sólidas, pero había muchos que pudieran encarnarlas. La Segunda Guerra Mundial supondría un golpe a esta noción y de ahí el ascenso fulgurante de los Bogart, Mitchum, Lancaster, Brando, de Montgomery Clift, de Robert Ryan, hombres difíciles, con la violencia, el peligro, o el dolor aflorándoles en la mirada. William Holden no pertenecía a este grupo y, a pesar de los hombros, su carrera podría haberse extinguido sin pena ni gloria en 1949. Sus apariciones en algunos ejemplos de segunda división de cine negro no resultaban convincentes. Holden olía demasiado bien y no había peligro en su mirada. Pero Billy Wilder tuvo que ver algo en él, porque en 1950 fue responsable, indirecto en un caso, directo en otro, de dos papeles que dieron a Holden una personalidad que le convertiría en uno de los actores más cotizados de la siguiente década. A veces eso basta.

Coprotagonizó la película de George Cukor Nacida ayer (que Wilder insistió para que aceptara), que lo supeditaba a los fuegos de artificio de Judy Holliday, una de las grandes actrices cómicas. Es una película totalmente evitable hoy en día a pesar de Holliday, pero que establece una cualidad indispensable de Holden como cierto tipo de galán romántico desneurotizado, ya en las puertas de la madurez, que Wilder explotaría en Sabrina cuatro años después. Pero cuando trabaja en Nacida ayer ya había encarnado a Joe Gillis en El crepúsculo de los dioses, una obra maestra fundamental para entender a Wilder, a Holden y la evolución de los cuerpos masculinos (¡y de Hollywood!) en la siguiente década.

Holden interpreta a un guionista cínico y sin trabajo, de presencia deslumbrante y ética oscura, cuya narración en off (desde ultratumba) sugiere elementos del cine negro. La casualidad, o, mejor, el Destino burlón concebido por la mirada europea de Wilder, le conduce a una legendaria estrella de Hollywood cuya era ha pasado (Gloria Swanson, leyenda del cine mudo, interpreta a Norma Desmond, la diosa crepuscular del título en Español). En 1950 Hollywood tenía prohibido hablar de prostitución o de un deseo explícitamente sexual, especialmente por parte de mujeres, y especialmente si se trataba de mujeres maduras. En principio, parece que Norma lo necesita para volver a triunfar como estrella. Hasta que, tras un melodramático intento de suicidio que termina con Joe junto a su lecho, se revela otra motivación: tras una elipsis, en el siguiente plano Joe surge de la piscina cual Venus ciclada, mientras regueros de agua acarician su cuerpo, y Desmond lo seca con una toalla que resalta sus carnes abultadas, contundentes, insoslayables. El cuerpo de Holden capta la atención de la cámara y, sin duda, de la narrativa. Desmond no mantiene a Gillis a su lado porque sea un buen guionista. Y nosotros no mirábamos a Holden simplemente porque fuera un chico normal. Al ver cine hacemos cosas que no siempre se saben.

Para Billy Wilder, que le dirigió en cuatro películas, Holden representa un ideal de masculinidad deseable que no excluye la fantasía sexual. No hay que excluir cierta envidia en estas colaboraciones. Wilder, un director inmigrante, con un físico convencional, que había soportado humillaciones en el sistema y que se expresaba desde el cinismo perpetuo, encuentra en Holden una imagen de la masculinidad hollywoodiense que pudiera demoler sin resistencia pero que al mismo tiempo expresa su propia perspectiva. En la escena mencionada, uno de los secretos de esa masculinidad sale a la luz: ciertos cuerpos de ciertos hombres son sexualmente excitantes y su potencial erótico puede sugerir motivos que sustentan una narrativa. No es una verdad que Hollywood pudiera permitirse expresar muy a menudo o de manera muy clara, pero, al menos con Holden y su casi contemporáneo Burt Lancaster, el cuerpo adquiere una prominecia en películas y material publicitario que, sin renunciar a cualidades de galán romántico, resulta cómplice de los apetitos más carnales de su público. Aunque los músculos de Holden son visibles en varias de sus películas del periodo, el apogeo de su carrera llega en 1956.

William Holden en un cartel promocional de Picnic (1956).

Pocas películas muestran tan bien el cambio de actitud hacia el cuerpo masculino como Picnic, de 1956. Picnic está basada en la exitosa obra de William Inge, y como en otras, el autor vertió en ella su deseo por el cuerpo de hombres jóvenes y su frustración ante la distancia que lo separaba de esos cuerpos. Ambos polos se encarnan en los personajes del protagonista, Hal (un muchacho cuyo único mérito especial es su físico y su sonrisa), y de Rosemary (interpretada por Rosalind Russell), la maestra solterona, hipócrita, neurótica cuya mirada se desvía una y otra vez en la dirección del recién llegado. El guion (o la fantasía de Inge que articula la obra original) exigía que el protagonista se quitase la camisa todo el rato o exhibiese musculatura, casi siempre a petición de los personajes femeninos: primero porque la que lleva está sucia, luego porque van a nadar, por lo que sea. El modo recurrente en que se encuentran excusas para ello tiene su lado cómico si uno ve la película con cierto sentido del humor y parece que desnudar a Hal/Holden fue uno de los desafíos que se propusieron los guionistas.

En 1956 Holden tenía treinta y ocho años. Estaba claro que Inge imaginaba a alguien más joven en sus sueños húmedos. El físico, que entonces resultaba tan espectacular como cualquiera que se había visto en la pantalla, empezaba a dar muestras de madurez. Pero sobre todo era un cuerpo contemplado, escrutado, por un nutrido grupo de mujeres. Al parecer es un efecto al que el personaje está acostumbrado: en un momento habla de cómo haciendo autoestop lo recogieron dos mujeres que procedieron a seducirlo, usar su cuerpo y robarle el dinero. Resulta inaudito todavía hoy cómo la mirada de las mujeres sexualiza el cuerpo de Holden y da un sentido a la trama que va más de los clichés de su literalidad. En una de las grandes escenas del cine de Hollywood de los cincuenta, Rosemary, borracha y frustrada, arranca la camisa a Hal, produciendo un momento de sonrojo: el cuerpo triunfante, deseado, mostraba algo parecido a la vulnerabilidad, los músculos dejaban de significar poder.

La masculinidad de William Holden expresada en un físico pletórico continuó siendo central en sus películas, pero el alcohol, la falta de atención y la fuerza de la gravedad hacen de las suyas. En los años sesenta, las caras no son muy diferentes a las que surgen en la era clásica: Brando, Mitchum, Lancaster, Douglas, siguen ahí. Pero sus cuerpos dejan de ser centrales a la idea de masculinidad: en los siguientes años el cine se obceca, de manera un tanto patológica (una patología que es también la de sus espectadores), en convencernos de que la mística de la masculinidad no se sustenta en un cuerpo sano. Llegará el momento, con el cambio de siglo, de revisar esta relación entre cuerpo atlético y masculinidad, pero de momento, veamos qué sucedió con Holden.

Probablemente ninguna película expresa el proceso de decadencia del mito de la masculinidad atlética con tanta contundencia como Grupo Salvaje, de Sam Peckinpah, al final de los sesenta, que requería que alguien que había sido joven apareciera cansado, avenjentado, vencido por la vida e indiferente a la muerte. Holden lidera un grupo de cazadores de recompensas que se enfrenta a un cambio de época en el viejo oeste y que no sabe integrarse en las nuevas corrientes de progreso. Los cuerpos de estos hombres aparecen gastados, arrugados, faltos de toda mística o belleza juvenil, pero los personajes además reflejan los estragos del tiempo de otras maneras. A la vez, Grupo salvaje, propone una salida desesperada de afirmación del cuerpo del hombre maduro: por encima de la decadencia del cuerpo está la dignidad de la masculinidad que se expresa en una de las escenas más violentas de la historia de Hollywood hasta aquel momento.

Para entonces, William Holden tenía cincuenta y dos años, pero aparentaba más. Su alcoholismo se reflejaba en sus ojos, y cada arruga de su rostro hablaba del paso del tiempo. Esto unido a una mayor visibilidad de las mujeres independientes incluso en el cine de Hollywood, hace que en varios casos se reconfigure una nueva mística de la masculidad que dominará la carrera de Holden hasta su muerte en 1981. Una película como Primavera en otoño (1973), en la que la diferencia de edad entre Holden y su interés romántico es central a la narrativa, consolida la nueva etapa. Holden es ya otra generación, su cuerpo ya no tiene el atractivo erótico del pasado, pero sus papeles como galán de la década anterior le habían convertido en el epítome del héroe al que, sin ánimo de ofender, llamaremos andropáusico, esa gran mitología de la masculinidad de Hollywood pre-viagra que asume que, en realidad, un hombre no necesita tener un cuerpo joven y atlético para resultar atractivo a las mujeres y conservar cierto magnetismo fálico. El héroe andropáusico tenía cierta traidición en el cine popular: pensemos en Humphrey Bogart y sus sentimientos por Audrey Hepburn en Sabrina (su rival en esta película era Holden, por cierto) o James Stewart en Vértigo. Pero a finales de los sesenta, cuando el mundo que creía sin fisuras en la mística de la masculinidad sin cuerpo ha empezado a desmoronarse, el estereotipo adquiere una nueva vitalidad.

William Holden en Un mundo implacable.

No todos los papeles de sus últimos años hacen explícita esta narrativa de la decadencia del cuerpo que he intentado bosquejar, pero creo que cuando una estrella ha labrado una imagen tan precisa, restos fantasmales de esa imagen están presentes en cada papel. Y resulta inevitable pensar en Joe Gillis o en Hal o en El puente sobre el rio Kwai cuando uno ve cualquiera de las películas posteriores. En otros casos, la historia del personaje sí expresa la trayectoria del actor o su tipo. Un mundo implacable (Network, 1976) es muchas cosas, algunas fascinantes, algunas proféticas, pero centrémonos aquí en lo más relevante al personaje interpretado por William Holden: un periodista televisivo maduro, con un sólido pasado profesional y personal que en las puertas de la vejez tiene un romance con la joven productora (interpretada por Faye Dunaway, la mujer más deseada de aquellos años), un personaje seductor que anuncia un futuro de sexo, neurosis y telebasura. Si el Hal de Picnic reflejaba el deseo de Inge, el Max de Holden, uno de los más acabados ejemplos de pitopausia en los setenta, aquí es portavoz de su guionista Paddy Chayefsky, que estaba pasando por una experiencia similar. Por supuesto Max es humillado sexualmente, pero la clara complicidad que el guionista y el director sienten le salva la dignidad a nuestros ojos. El cuerpo de Holden aparece en su escena erótica con Dunaway: es ella quien lo monta, es él quien no la satisface. Durante el acto sexual ella no deja de hablar sobre proyectos televisivos. Y, sin embargo, el cuerpo de Holden sigue resultando enternecedor. El pasado en cine nunca muere.

El retrato del modelo de masculinidad que epitomiza Holden se completa en su última película, S.O.B., una salvaje sátira sobre Hollywood, venganza de su director Blake Edwards. En lo que podría ser un guiño a Picnic, el personaje recoge a dos mujeres que hacen autoestop a las que se lleva a una casa junto al mar donde tendrá lugar una orgía. En la caracterización de Holden hay elementos recurrentes de su vida privada: el miedo a la impotencia, el alcohol, la masculinidad asediada pero todavía resistente como la vieja bandera de un territorio conquistado. Que S.O.B. culminase precisamente esta carrera sugiere que es probablemente en aquellos años en los que se extingue toda promesa del cine clásico. El cuerpo volverá, pero tendrá otras connotaciones. Habrá ecos de la trayectoria de William Holden, pero nadie representa de manera tan perfecta el ascenso y caída de ciertas maneras de ser hombre en Hollywood.

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Como vemos, un cuerpo puede contar una historia lineal, y casi siempre cuenta una historia que es un poco la nuestra. Pero a veces es al contrario: la historia de un cuerpo puede tener recovecos y desvíos y terminar como un triunfo. Tenemos que hablar de Jane Fonda.

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Alberto Mira es escritor y profesor en la Oxford Brookes University.

Un cuerpo en la pantalla es algo menos que un cuerpo, pero también algo más. Siempre entre el actor y su personaje, un cuerpo es ficción y carne, mitología y deseo. Las estrellas de cine se sustentan en fantasías, y no nos interesarían si lo que representan no fuera esencial en nuestras vidas. La historia de nuestras fantasías sobre los cuerpos está cifrada en las carreras de ciertos actores. Propongo un recorrido informal por esas fantasías de los cuerpos encarnados en actores especialmente representativos de nuestras mitologías sobre la masculinidad y la feminidad: William Holden, Jane Fonda, Scarlett Johansson y Mario Casas entre otros, han jugado, en sus papeles, con su imagen, a través de sus carreras, más o menos conscientemente, con lo que un cuerpo importa.

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