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Virginia antes de Woolf. La eterna huida de una mujer libre

La vida de Virginia Stephen dio un vuelco con su mudanza a Bloomsbury. “Los muchachos carecían completamente de modales [...]. No parecían darse cuenta de la manera en la que íbamos vestidas o de si nuestro aspecto era agradable o no”, recordaba la autora en un texto para el Memoirs Club en 1921, cuando ella tenía ya treinta y nueve años y había tomado el apellido de su marido, Leonard Woolf. Dieciséis años antes, Virginia y sus tres hermanos habían huido de los corsés de la casa familiar en Hyde Park Gate para instalarse en un barrio “bohemio y poco elegante”, en palabras de la escritora Laura Freixas, una de las mayores expertas de nuestro país en la figura de Woolf. Su nuevo hogar se convirtió en la sede de una pandilla de intelectuales cuyas conversaciones y cuya forma de vida no tenían nada que ver con lo que se esperaba de dos mujeres jóvenes como lo eran Virginia y su hermana Vanessa. Pero sí era lo que ambas habían anhelado siempre, no en vano enseguida se convertirían en las piedras angulares del Grupo de Bloomsbury. El cambio de una casa por la otra fue la primera huida, entre comillas, de la autora de Una habitación propia durante su juventud, pero no la única. En su caso, escapar –en este primer caso, de las ataduras y las obligaciones sociales– fue, siempre, la decisión más valiente.

Los padres de Virginia habían muerto. Su madre en 1895 y su padre en 1904. Por eso los cuatro hermanos se decidieron a vender la casa en la zona alta de Londres y trasladarse a Bloomsbury. Allí, Virginia se sentía bohemia, “una joven dedicada despreocupadamente a la escritura”, relataba en una carta a su prima Marge Vaughan. Había dejado atrás las obligaciones que la condición burguesa reservaba para las mujeres y la depresión que la invalidó durante meses tras las muertes que asolaron a su familia. En su nuevo hogar, Virginia se sorprendió al ver que su hermana Vanessa “prescindía del mantel a la hora de la comida”, tal y como apunta Alba González Sanz en su Virginia Woolf: la escritora que abrió las puertas de la literatura moderna. Por supuesto, el té de las nueve ya no era una obligación. La libertad que siempre habían perseguido las dos hermanas –escritora y pintora en ciernes– era una realidad y no tenía cortapisas. “Por dura que fuera la lucha; Emily y Charlotte, por encima de todo, pelearon por la victoria”, escribió una Virginia de poco más de 23 años en The Guardian, estableciendo un paralelismo con las hermanas Brontë.

Y esa victoria, tal y como señala la propia González Sanz, era la independencia. Si bien es cierto que Leslie Stephen, su padre, un intelectual muy reputado, había demostrado siempre devoción por la pequeña Ginia –así es como la solían llamar– y la había proveído de lecturas de su extensísima biblioteca, así como de profesoras particulares –igual que a su hermana Nessa–, también lo es que ninguna de las dos pudieron acudir a la universidad, como sí hicieran sus hermanos. “Eso es algo”, resuelve Freixas, “que Virginia nunca perdonó”. No obstante, hubiera hecho falta mucho más que eso para aplacar las ansias literarias de la joven, que encontró entre los amigos universitarios de sus hermanos –todos juntos formaron el Grupo de Bloomsbury– la compañía idónea para su fermento intelectual. “Las veladas de los jueves”, escribe González Sanz, “suponían para Virginia un estímulo porque ponían a prueba su capacidad y sus recursos argumentales”. Tras dejar su casa natal, la pequeña de los Stephen se había situado en el mejor de los escenarios para iniciar su carrera como escritora.

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La unión entre Virginia y Vanessa no tenía parangón en su familia, que las apodaba ‘Ángel’ a la mayor, Nessa, y ‘Cabra’ a la menor, Ginia, por sus distintos caracteres. Su conexión fue, desde muy temprano, férrea. Especialmente desde que un día, cuando apenas tenían once y nueve años, Ginia preguntó a su hermana mayor si quería más a su padre o a su madre. Una, la futura pintora, confesó que tenía predilección por su madre; mientras que Virginia se confesó más cercana a su padre. A partir de ese día, analizaría más tarde, “parecía comenzar una época de conversaciones más libres entre nosotras”. Sin embargo, si hubo un momento en el que el vínculo entre las dos hermanas peligró, ese fue cuando Vanessa se casó con Clive Bell, otro de los miembros del Grupo de Bloomsbury. Virginia tuvo que volver a soportar, entonces, los reproches de su familia, que criticaban que no se prometiera también ella con un buen chico. Pero Virginia huyó de nuevo. Escapó de la convención, aunque fuera por un tiempo, y antepuso sus ambiciones literarias, cada vez más alejadas de sus entrenamientos periodísticos y más cercanas al universo de la novela.

“Si quería ser escritora, estaba claro, no podía cifrar su libertad creativa en las monedas que pusiera ante ella un pariente o un esposo”, resume González Sanz en su libro. Freixas también apunta que los abusos sexuales que sufrió por su medio hermano –hijo de una anterior relación de su madre– también tienen su peso específico en la posterior relación de Woolf con el universo masculino. Más tarde, sin embargo, terminó por casarse. Lo hizo con el intelectual Leonard Woolf, aunque la suya no fue nunca una pareja corriente. Hay que entenderla, prácticamente, en palabras de Freixas, como “un matrimonio blanco”, es decir, uno en el que apenas existe la atracción sexual y el goce carnal, algo que, en cambio, parece ser que sí experimentó con la también escritora Vita Sackville-West, con quien mantuvo una relación de amistad que habría incluido, por momentos, algunos encuentros sexuales. “Aunque Virginia solía escribir para su hermana Vanessa”, desliza Freixas, “el libro Orlando está dedicado, fuera de toda duda, a Vita”. No obstante, antes de abandonarse a la escritura de forma definitiva, Virginia tuvo dudas.

De algún modo, también huyó, en un principio, de lo que luego sería el gran escenario de su vida literaria, la novela. Se dedicó a realizar crítica literaria porque le daba un cierto miedo verse y entenderse como novelista. Escapó de lo que iba a ser su hora de la verdad, su debut. Sin embargo, fue el anunciado nacimiento de su sobrino lo que la animó a escribir una especie de historia familiar. A medida que Virginia iba encadenando las palabras, casi sin darse cuenta cosió todos sus recuerdos a una tela que cada vez se parecía más a su primera novela. Escarbando en sus memorias, sus apuntes y la documentación familiar, terminó confeccionando Fin de viaje, que salió publicada en 1915. Por delante, casi una cincuentena de títulos de un estandarte del feminismo y la literatura que, cuando huyó, lo hizo siempre para no quedar detrás de nadie. Para ser, en definitiva, dueña de su vida.

La vida de Virginia Stephen dio un vuelco con su mudanza a Bloomsbury. “Los muchachos carecían completamente de modales [...]. No parecían darse cuenta de la manera en la que íbamos vestidas o de si nuestro aspecto era agradable o no”, recordaba la autora en un texto para el Memoirs Club en 1921, cuando ella tenía ya treinta y nueve años y había tomado el apellido de su marido, Leonard Woolf. Dieciséis años antes, Virginia y sus tres hermanos habían huido de los corsés de la casa familiar en Hyde Park Gate para instalarse en un barrio “bohemio y poco elegante”, en palabras de la escritora Laura Freixas, una de las mayores expertas de nuestro país en la figura de Woolf. Su nuevo hogar se convirtió en la sede de una pandilla de intelectuales cuyas conversaciones y cuya forma de vida no tenían nada que ver con lo que se esperaba de dos mujeres jóvenes como lo eran Virginia y su hermana Vanessa. Pero sí era lo que ambas habían anhelado siempre, no en vano enseguida se convertirían en las piedras angulares del Grupo de Bloomsbury. El cambio de una casa por la otra fue la primera huida, entre comillas, de la autora de Una habitación propia durante su juventud, pero no la única. En su caso, escapar –en este primer caso, de las ataduras y las obligaciones sociales– fue, siempre, la decisión más valiente.

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