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La doble humillación política y mediática de Trump

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Es absolutamente imposible entender el asalto al Capitolio en Washington sin valorar la extraordinaria importancia que ha tenido la comunicación en todo el proceso. En realidad, lo ocurrido parece hoy la conclusión lógica a la concatenación de multitud de fenómenos que se han ido sucediendo desde la aparición de Trump en el tablero político. La excepcionalidad de lo vivido es perfectamente compatible con la lógica de que algo así iba a acabar pasando alguna vez. En mitad de la explosión de la emergencia sanitaria en Estados Unidos, Anthony Fauci, el Fernando Simón norteamericano, explicó en una comparecencia pública que una de las lecciones más trascendentes que había aprendido mientras la pandemia se extendía de forma descontrolada es que “siempre hay que esperar lo inesperado, porque sucede”.

Balance del asalto

La cuestión clave a estas alturas sería la de establecer el balance de lo ocurrido en el Capitolio el pasado miércoles. Da la impresión de que el trumpismo salió derrotadotrumpismo no solo en la batalla política sino también en la de comunicación. Las imágenes televisivas y de los fotógrafos mostraron un asalto “bananero”, como lo calificó ni más ni menos que George W. Bush. Quedará para la historia la fotografía del militante de QAnon vestido con pieles y gorro de búfalo encaramado a la tribuna de la presidencia de la Cámara de Representantes como icono del disparatado y dramático hecho vivido. La ocupación del santuario de la democracia norteamericana por parte de una muchedumbre de rednecks (‘pueblerinos’, ‘catetos’), caóticamente organizados para la ocasión, facilitará poco su recuerdo como el grupo de “patriotas” a los que se refirió Trump en su alocución.

Resultó clave para el desenlace final de la historia la decisión de congresistas y senadores de reanudar la sesión en cuanto fue posible. El hecho de que todo terminara en el mismo día con la confirmación oficial e institucional de la victoria de Joe Biden y Kamala Harris impidió un escenario desolador. Si los asaltantes hubieran conseguido impedir que la votación democrática hubiera tenido lugar habría abierto un espacio de incertidumbre y desasosiego. Si una masa enfurecida hubiera impedido la elección del nuevo presidente de Estados Unidos, la imagen del proceso habría quedado seriamente dañada. Nadie sabe qué hubiera podido ocurrir si el periodo de descontrol y desgobierno se hubiera tenido que ampliar uno o dos días.

La democracia fortalecida

Desgraciadamente, en España conocemos las consecuencias de un acontecimiento tan vergonzante como este. Se van a cumplir en pocas semanas 40 años de la intentona golpista del 23F. El fracaso de la iniciativa contribuyó por contra a fortalecer el espíritu del país en favor de la democracia amenazada. No sería extraño ver cómo el próximo 20 de enero, la gran explanada del Mall de Washington vive una de las mayores concentraciones de la historia para celebrar la toma de posesión de un presidente y, sobre todo, el fin de la negra historia de Trump al frente de los Estados Unidos.

Toda la población estadounidense y del resto del mundo pudimos visualizar a través de la televisión en directo la representación de los dos modelos de sociedad que luchaban por imponerse en la batalla. Por un lado, unas cámaras representativas que discutían con orden y libertad la confirmación de los resultados del 3 de noviembre. Por otro lado, irrumpió una turba de ultraderechistas blancos dispuestos a paralizar el libre ejercicio de la democracia. Incluían entre sus más destacados miembros a personajes que parecían sacados de una vieja comedia de granjeros recién llegados a la gran ciudad. El combate en términos de imagen pública era muy desigual.

Esperar lo inesperado

Desde meses antes de las elecciones de noviembre, Donald Trump insistía repetidamente en que no había ninguna posibilidad de que perdiera los comicios, salvo que los demócratas hicieran trampas y robaran su segura victoria. Siempre advertía que debían estar preparados ante esa amenaza y nunca dejó de advertir de que no lo iba a permitir. Se ha pasado meses construyendo un relato que sus seguidores han creído con convicción porque todo ha sucedido según el propio Trump había vaticinado. Su discurso se ha apoyado en dos firmes soportes. Por un lado, el aprovechamiento máximo de su posición como presidente de los Estados Unidos. Por otro, el uso intensivo de los medios de comunicación y las redes sociales para difundir sus mensajes.

Donald Trump ha aprovechado sin rubor alguno la tribuna presidencial como nunca antes había hecho en la historia ninguno de sus predecesores en el cargo. La técnica es conocida entre los expertos en el márketing político como el Bully Pulpit (Púlpito del Abusón). Se trata de sacar partido a los valores que imprime hablar desde el Despacho Oval, tras descender del Air Force One o detrás de un atril en el que figura el logotipo de la presidencia de los EEUU. Esas intervenciones gozan de un privilegio evidente que les hace ganar en trascendencia y carisma. Para sus seguidores, son símbolos que aportan credibilidad y seguridad ante lo que escuchan.

La comunicación es la base de la figura de Trump

No es que la figura política de Trump haya aprovechado el uso de la comunicación como un recurso decisivo. El fenómeno va mucho más allá. Se trata de asumir que la comunicación es la base de la figura de Trump. La construcción de sus mensajes rara vez se ha cimentado en hechos, sino en la creación de escenarios alternativos cultivados y extendidos a través de sus medios afines y las redes sociales. Como hace unos días afirmaba el periodista Ross Douthat, “el problema clave es la desinformación que se extiende hacia abajo, desde los medios de comunicación partidistas y los estafadores de las redes sociales, hasta los que se engañan fácilmente”.

Visto desde la distancia, pasados cuatro años, ahora cobra aún mayor valor aquella famosa intervención de Kellyanne Conway, asesora de cabecera de Trump, tras la polémica sobre el número de asistentes a la toma de posesión del presidente. Las imágenes difundidas dejaban claro, sin lugar a duda ninguna, que la asistencia de seguidores había sido sensiblemente inferior a la que consiguió Obama tras ganar las elecciones de 2008. El portavoz oficial de la Casa Blanca, Sean Spicer, declaró textualmente en la rueda de prensa oficial: “Con los datos que tenemos, hubo más asistentes en la toma de posesión de Trump que en la de Obama”. Todos los medios desmintieron la flagrante falsedad fácilmente desmontable. Kellyanne Conway le apoyó al día siguiente y explicó ante los periodistas que ellos “manejaban hechos alternativos a los que habían mostrado los medios”.

De la contestación al vacío

Durante estos cuatro años, se han producido centenares de contradicciones entre la realidad y las mentiras difundidas por Trump y siempre han sido bien acogidas por sus millones de seguidores, a los que se les refuerza día a día en lo que desean oír, que los medios tradicionales manipulan y ocultan la verdad. Como el propio Douthat explica, es determinante “ver a los conservadores abandonar Fox News por Newsmax en busca de narrativas validadas. Está claro que se trata tanto de la demanda como de la oferta. Una creencia fuerte impulsa a las personas a salir en busca de la evidencia que la confirma. El poder de las voces que buscan cambiar creencias es relativamente limitado”.

Los medios tradicionales han podido comprobar el fracaso de los intentos de verificación y de réplica frente a la desinformación, que siempre se ha mostrado más eficaz y directa. Además, aceptar esta batalla ha provocado un curioso efecto de reforzamiento de la mentira. Todos los esfuerzos que se han realizado para combatir las informaciones falsas, los bulos y los discursos de odio han acabado por servir de boomerang. Los promotores de la mentira y la manipulación siempre han mostrado los ataques contra ellos como la prueba de una persecución por acallarlos y reprimirlos. Twitter y Facebook han decidido a raíz del asalto al Capitolio cortar la posibilidad de que Trump utilice sus redes para difundir sus mensajes falsos y rabiosos hasta el próximo 21 de enero. Supone un importante salto en la lucha contra el aprovechamiento torticero de una poderosa red de comunicación.

Una mentira indiscutible

Toda la justificación de lo ocurrido se asienta en la extendida convicción de millones de norteamericanos de que las elecciones han sido manipuladas y que los demócratas han robado su victoria. Lo insólito de esta creencia es que han sido los propios republicanos los que han permitido, a través de más de 60 procedimientos judiciales presentados, comprobar la verdad. No es cuestión de opiniones. Jueces y autoridades estatales, muchas de ellas incluso republicanas, han certificado la validez del proceso electoral. Quizá hubiera sido más eficaz para la campaña de intoxicación informativa promovida por Trump no haber presentado demanda alguna. Al menos, hoy en día podría haber quedado la duda sobre si la denuncia de robo tenía algún grado de verosimilitud o no.

Han sido las denunciadas impulsadas por Trump las que han confirmado la falsedad de su argumentación. También es cierto que su confianza en la iniciativa se cimentaba en la firme convicción de que jueces y autoridades iban a manejar sus resoluciones en su favor. La grabación de la llamada amenazante que el propio Trump realizó al secretario de Estado de Georgia, Brad Raffensperger, refleja una palmaria realidad. En ella, se puede escuchar cómo el presidente de los Estados Unidos en persona exigía a un responsable público que buscara como fuera 11.780 votos para dar la vuelta al resultado electoral legítimo.

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Cambio de tendencia

Da la impresión de que, momentáneamente, van a ganar los buenos. Trump va a pasar de ser el denunciante a ser el denunciado. Trump va a pasar de ser el que ataca a ser el que se debe defender. Ha perdido la presidencia de los Estados Unidos, el control de la Cámara de Representantes y este jueves perdió el control del Senado gracias a las históricas victorias de los demócratas Warnock y Osoff. La capacidad de oposición de los republicanos se va a ver muy limitada en los próximos meses.

La gran duda es el futuro de Trump y del trumpismo en la vida política. Hasta ahora ha tenido controlado el Partido Republicano pese a no haber pertenecido a él  anteriormente. Su poder de arrastre de votos le ha permitido dominar todos los cuadros del partido. Para ser votado por los republicanos en Estados Unidos, durante estos últimos cuatro años, era indispensable estar apoyado por él. Lo ocurrido esta semana puede tener una trascendencia histórica, más allá incluso del resultado electoral del 3 de noviembre.

Es absolutamente imposible entender el asalto al Capitolio en Washington sin valorar la extraordinaria importancia que ha tenido la comunicación en todo el proceso. En realidad, lo ocurrido parece hoy la conclusión lógica a la concatenación de multitud de fenómenos que se han ido sucediendo desde la aparición de Trump en el tablero político. La excepcionalidad de lo vivido es perfectamente compatible con la lógica de que algo así iba a acabar pasando alguna vez. En mitad de la explosión de la emergencia sanitaria en Estados Unidos, Anthony Fauci, el Fernando Simón norteamericano, explicó en una comparecencia pública que una de las lecciones más trascendentes que había aprendido mientras la pandemia se extendía de forma descontrolada es que “siempre hay que esperar lo inesperado, porque sucede”.

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