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Las tres vidas de Aaron Lee: niño prodigio, desterrado en una isla por homosexual y violinista de éxito

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Isla de Ulleungdo (Corea del Sur), 2005. Por el ventanuco del zulo de 1,80 x 3 metros en el que lo han metido, Aaron Lee solo ve un muro gris. En la habitación, ni colchón ni escritorio ni sillas. Todo lo que tiene es una esterilla para dormir, un televisor en el suelo y un violín. No está solo, está con su padre. Cuando supo que su primogénito era gay, todavía en Madrid, el cabeza de familia puso el asunto en manos de un médico. No le sirvió de nada. El sanitario les explicó a él y a su mujer que el chico no tenía ninguna enfermedad, que deberían estar orgullosos, pero lejos de calmar las aguas, la misión fallida llevó al matrimonio a pensar a lo grande. Cuando llegó el verano, comunicaron a su hijo —por aquel entonces ya un destacado violinista— que lo llevarían a Corea del Sur a recibir unas clases magistrales. Nada más lejos de la realidad. Todo era un engaño para confinarlo, de la mano de su propio padre, en una isla a medio camino entre la península de Corea y Japón. “Estarás aquí hasta que te cures”, dijeron. Fueron tres meses de agonía en los que el chaval, que por aquel entonces tenía 17 años, tuvo que sacar todas las fuerzas del mundo para descartar la idea del suicidio.

“Cuando salía de la habitación e iba por la iglesia, o incluso por el pueblo, los vecinos me vigilaban y luego se lo explicaban todo a mi padre”. Él les había hecho creer que su hijo tenía una ‘enfermedad de pecado mortal’ y que necesitaba la colaboración de todos para salvarle. Aaron ocupaba su tiempo en dos cosas: tocar el violín y pensar la forma de escabullirse. “No tenía dinero ni pasaporte y era menor de edad”, recuerda, “así que no podía escaparme y coger un ferry”. Tanto pensar dio su fruto y una mañana encontró la forma de colarse en el despacho de la iglesia para llamar por teléfono a la Embajada española en Seúl. Parecía un plan perfecto, pero tenía algún fleco suelto. Le pillaron y lo que vino después lo cambió todo. Su padre no pudo contener la rabia y le propinó la mayor paliza de su vida. “Fue la primera vez que me pegaba sin mirar dónde golpeaba”, tercia el violinista, que en 2020 ya pasa de los 30 años. Sin duda, el episodio de la isla de Ulleungdo fue el más traumático de su vida, aunque no el único. Eso sí, nada de todo lo que ha tenido que vivir este madrileño nacido en Chamberí le impidió ser el músico más joven de la historia en hacerse con un puesto en la Orquesta Nacional de España.

Pero lo dejó. Lo seleccionaron con 20 años y con 26 decidió hacer las maletas. “Ya me había dado tiempo a aburrirme”, bromea. “El mismo día que entré, mi maestro Víctor Martín me dijo a modo de consejo: «Felicidades, pero sepa usted que tiene que irse de aquí en dos años»”. Aguantó algunos más, pero cuando se vio trabajando en el mismo lugar durante toda su vida, le dio tal vértigo que decidió renunciar al puesto. “Y eso que se trata de uno de los cargos de funcionario de más alta graduación del Ministerio de Cultura”, subraya. Dejarlo significaba renunciar a una nómina muy voluminosa que le permitía vivir de forma holgada e independiente, aunque, en sus propias palabras: “Tampoco soy un kamikaze”. Antes de irse, fue invirtiendo bien sus ahorros para dejar la Orquesta Nacional sin que peligrase su seguridad económica.

30 euros al mes para comer 

Sabía lo que se decía. Antes del éxito, la economía de Aaron sufrió y mucho. Al término del verano de 2005, consiguió salir de la isla en la que estaba recluido. “Tuve que idear un plan para hacer creer a mi familia que ya no era gay”, explica. Lo consiguió. Volvió a Madrid y recuperó todos los privilegios que tenía antes de su primera salida del armario. Sin embargo, no fueron años felices. “Si ya has salido del armario, cuando te vuelves a meter lo encuentras más pequeño y más incómodo”, tercia al tiempo que reflexiona sobre cómo cambió su carácter durante aquel tiempo en el que contempló la vida solo a través de la rendija de las puertas de ese armario. “Me volví una persona tóxica”, reconoce. “Enfoqué mi existencia en trabajar en lo académico y la excelencia que me exigía a mí se la exigía a los demás” y eso le convertía, tal y como él mismo dice, en alguien insoportable. Por suerte, aunque quizás en aquel momento no lo pareciera, las mentiras, por mucho que prácticamente le hubieran salvado la vida, tienen las patas cortas.

Las cosas cayeron por su propio peso. Un mes de junio, su madre lo cazó en la celebración del Europride y descubrió que la ‘milagrosa curación’ de la homosexualidad había sido una pantomima. Con solo 19 años, lo echaron de casa. El que había sido un niño prodigio del violín en una familia acomodada —con la madre pianista y el padre director de orquesta, compositor y también pianista— se veía ahora tocando en la calle y controlando al céntimo lo que gastaba en comida. “Tenía 30 euros para comer todo el mes”, desliza. “Me hice un Excel con los productos que necesitaba y sus precios en tres supermercados distintos”. Pasó penurias, pero se sentía bien. Era la primera vez que no necesitaba la aprobación de nadie ni justificarse. Además, la situación no se prolongó demasiado tiempo. Ya licenciado, entró en la Orquesta de Radio Televisión Española, su primer sueldo estable, y eso era solo el preludio de lo que estaba por llegar. Fue al poco tiempo cuando Lee firmó una página en la historia de la música española al ingresar, con solo 20 años, en la Orquesta Nacional.

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Mucho han cambiado las cosas desde aquel 2005, cuando Aaron divisaba su futuro de la forma más incierta desde el destierro coreano en la isla de Ulleungdo. En estos 15 años, le ha dado tiempo a ingresar en la Orquesta Nacional, abandonarla, invertir, planear un viaje por toda Europa tocando el violín, cancelarlo, proyectar una Fundación solidaria, perdonar a sus padres, hacer realidad esa Fundación y escribir un libro. De todo ello, quizás la parte más difícil haya sido la del perdón. “No tenemos relación”, matiza, “pero hay que soltar lastre y para eso es necesario perdonar”. En cuanto al proyecto solidario, actualmente es el presidente de la Fundación Arte que Alimenta, con la que, desde el ámbito de la cultura, trata de ayudar a mujeres, niños y jóvenes sobre todo del colectivo LGTBI.

—¿Que si la música me salvó la vida? —pregunta— La música fue un bálsamo en muchos momentos, pero la vida se la salva uno mismo. Eso de “la música me salvó la vida” suena a frase barata de Instagram.

A Aaron Lee lo que le ha salvado la vida es aprender del sufrimiento. Eso y vaciarse por completo en su libro ‘Yo soy el que soy’ (Letrame Grupo Editorial), que se basa en los apuntes de su diario y que, por cierto, se estrena próximamente en forma de teatro en el Pavón Teatro Kamikaze. “Con el libro cierro un capítulo de mi vida y voy a por otro”, resuelve. “Aprender a decir ‘adiós’ es el principio de la madurez”. Aaron, a base de trabajo y de contratiempos, ya ha aprendido.

Isla de Ulleungdo (Corea del Sur), 2005. Por el ventanuco del zulo de 1,80 x 3 metros en el que lo han metido, Aaron Lee solo ve un muro gris. En la habitación, ni colchón ni escritorio ni sillas. Todo lo que tiene es una esterilla para dormir, un televisor en el suelo y un violín. No está solo, está con su padre. Cuando supo que su primogénito era gay, todavía en Madrid, el cabeza de familia puso el asunto en manos de un médico. No le sirvió de nada. El sanitario les explicó a él y a su mujer que el chico no tenía ninguna enfermedad, que deberían estar orgullosos, pero lejos de calmar las aguas, la misión fallida llevó al matrimonio a pensar a lo grande. Cuando llegó el verano, comunicaron a su hijo —por aquel entonces ya un destacado violinista— que lo llevarían a Corea del Sur a recibir unas clases magistrales. Nada más lejos de la realidad. Todo era un engaño para confinarlo, de la mano de su propio padre, en una isla a medio camino entre la península de Corea y Japón. “Estarás aquí hasta que te cures”, dijeron. Fueron tres meses de agonía en los que el chaval, que por aquel entonces tenía 17 años, tuvo que sacar todas las fuerzas del mundo para descartar la idea del suicidio.

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