'La columna rota', o cómo Frida Kahlo metió toda su vida en un autorretrato

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“El rostro es el templo del alma. El alma es el templo del cuerpo y, cuando el cuerpo se rompe, el alma no posee más altar que el de un rostro”, escribió el autor mexicano Carlos Fuentes en la introducción de El diario de Frida Kahlo: un íntimo autorretrato (La vaca independiente, 1995). Veinte años antes de que pintara La columna rota, Frida se había fracturado la columna vertebral en tres partes, se había roto dos costillas, las clavículas y la pelvis. Un pasamanos atravesó su cuerpo por la cadera izquierda para salir por la vagina. “Ella decía que fue en ese momento cuando perdió la virginidad”, recuerda la historiadora del arte Sara Rubayo. Cuando tuvo lugar el accidente en el autobús en el que viajaba, que chocó con un tranvía y le rompió todo el cuerpo, ya hacía doce años que una Frida de seis había enfermado de polio. El resto ya lo sabemos: cama, corsé, pintura para distraer los sentidos, mucho dolor. Y soledad: “Se pintó porque se sentía sola”, reflexionaba Fuentes. Sin embargo, en sus lienzos nunca renegó de la belleza.

En La columna rota, que pintó Kahlo en el año 1944 y que se expone en el Museo de Olmedo (México), cincuenta y seis clavos cubren el cuerpo de una Frida con cabello largo y rostro triste. La columna jónica rota por varias partes que sostiene –a duras penas– su cuerpo centra gran parte de la atención del espectador, pero es en la mirada donde condensa Kahlo (1907-1954) la descripción de lo que había sido su vida. Está llorando. Las lágrimas que bañan sus mejillas hablan del extremo sufrimiento, acentuado tras el accidente, que la acompañó desde la más tierna niñez. No es, empero, una mirada de desolación o, mejor dicho, de abatimiento. “Hay esperanza en ella”, comenta Rubayo. Y no lo sabemos solo por el gesto firme, plantado ante todas las adversidades, sino por las dos palomitas que dibuja en sus ojos y que hacen de sus pupilas un canto a la esperanza.

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El clavo más importante

El escritor Carlos Fuentes ve en la figura de Frida el vivo ejemplo de su México querido. “Del mismo modo que el pueblo está quebrado por la mitad por la pobreza, la memoria y la esperanza”, señala, “ella, la mujer irremplazable, la irrepetible mujer que llamamos Frida Kahlo, está rota, desgarrada en el interior de su cuerpo, igual que México está desgarrado en su piel externa”. Y, a pesar de todo, Frida supo, en palabras de Fuentes, “salir en busca de la ciudad sombría y reírse en las carpas”. Hay que imaginarse a Frida Kahlo como “una mujer solitaria a la caza de la camaradería, los grupos, las amistades muy próximas”. Tenía “la necesidad muy mexicana de ser parte de la chorcha, la granada humana”. Y todo ello lo hacía en una especie de acto de rebeldía y salvación para “protegerse de la vida intelectual mexicana”. «Defenderse de los cabrones» fue uno de los lemas de su vida. Cuando el tranvía invistió el esquelético autobús en el que iba montada, el dolor llegó a su vida y se quedó para siempre, sí, pero no la postró eternamente en su cama. La pintora logró volver a la vida social, especialmente de la mano de Diego Rivera, con el que se casaría en 1929, se divorciaría diez años después y, 365 días más tarde, volvería a casarse.

El clavo más grande y nítido de toda la pintura, según se explica en Una biografía de Frida Kahlo (Editorial Diana, 1984), no hace referencia, como todos los otros, al dolor físico, sino que está hincado en su corazón. A pesar de que hubo una gran compenetración entre Kahlo y Rivera, la suya también fue una relación, por momentos, dolorosa. Ese clavo, tal y como se especifica en el libro, habla precisamente de eso. En La columna rota, detrás de Frida no aparecen monos ni vegetación, como sí ocurre en otros cuadros suyos. En este caso, encontramos un páramo desolado y desértico que emana soledad, aridez y dolor, como también lo hacen las manchas de sangre que ensucian la sábana de hospital que lleva por falda. “El arte de Frida es interno, pero cercano al mundo material”, apuntó Carlos Fuentes. Tan interno que nos muestra su propia columna vertebral rota, su martirio. La que marcó el camino que iba a seguir su vida y la que le puso, eso sí, un pincel en la mano. Fue su padre quien, al verla postrada en la cama, la animó a pintar. Tan material que la columna que vemos es una columna arquitectónica, jónica, perteneciente al mundo exterior. Incapaz, en este caso, de sostener el edificio humano que le ha sido encomendado.

“El rostro es el templo del alma. El alma es el templo del cuerpo y, cuando el cuerpo se rompe, el alma no posee más altar que el de un rostro”, escribió el autor mexicano Carlos Fuentes en la introducción de El diario de Frida Kahlo: un íntimo autorretrato (La vaca independiente, 1995). Veinte años antes de que pintara La columna rota, Frida se había fracturado la columna vertebral en tres partes, se había roto dos costillas, las clavículas y la pelvis. Un pasamanos atravesó su cuerpo por la cadera izquierda para salir por la vagina. “Ella decía que fue en ese momento cuando perdió la virginidad”, recuerda la historiadora del arte Sara Rubayo. Cuando tuvo lugar el accidente en el autobús en el que viajaba, que chocó con un tranvía y le rompió todo el cuerpo, ya hacía doce años que una Frida de seis había enfermado de polio. El resto ya lo sabemos: cama, corsé, pintura para distraer los sentidos, mucho dolor. Y soledad: “Se pintó porque se sentía sola”, reflexionaba Fuentes. Sin embargo, en sus lienzos nunca renegó de la belleza.

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