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El negocio de la estelada

Andrés Herrero

Históricamente, Cataluña pasó de ser un condado a ser un territorio integrado en la Corona de Aragón, pero no fue nunca una nación independiente, ni tampoco una “colonia” de España, por más que los independentistas se empeñen en demostrar lo contrario.

  «El hecho de que Madrid y Baleares aporten económicamente más al Estado de lo que reciben, ¿los convierte en “colonias”?

Resulta que Baleares era una región pobre antes del desarrollo de su industria turística en la década de 1960, y hasta ese momento recibía más de lo que aportaba.

Por tanto, Baleares no se convirtió en colonia hasta hace pocas décadas, cuando comenzó su prosperidad actual… ¿pero si una autonomía rica se empobrece, deja de ser una colonia?... porque según ese criterio el mundo estaría lleno de colonias: lo serían todas las zonas más desarrolladas económicamente que las demás». 

Una cosa es que los independentistas aspiren, legítimamente, a intentar que Cataluña sea un estado, y otra muy distinta que recurran a la tergiversación histórica y al victimismo, haciendo un uso partidista de las instituciones y los recursos de autogobierno para lograr sus fines.

La pluralidad, tolerancia, respeto y juego limpio democrático de que hacen gala, se nota en como pitan el himno cada vez que se les presenta ocasión; en como tachan de “traidores y malos catalanes” a quienes no comulgan con su proyecto secesionista; en cómo inculcan a los niños en la escuela el odio a España enseñándoles a gritar con rabia: ¡independencia, independencia!; o en cómo intentan seducir a sus conciudadanos diciéndoles que como somos más ricos, si nos separamos y no compartimos, nos irá mejor. Chollo a babor. A por él.

Sostener que los españoles que cuentan con un nivel de ingresos un 20% menor que el de los catalanes, los explotan, lo firmaría Botín. Tanto les roba España que cuando le quita a un Pujol su Ferrari, es cómo si se lo quitasen a todos los catalanes. Una forma cruel de martirizar y castigar a Cataluña. Y es que todo vale (mentir, intoxicar, borrar el pasado común, buscar permanentemente el conflicto, inventarse agravios y enemigos, discriminar, excluir, separar, robar, etc.), cuando la patria está en juego.

Por eso cualquier consulta que se realice allí estará más viciada que la prima de riesgo. El derecho a decidir de los independentistas empieza y termina en el derecho a dividir. Aunque si tenemos derecho a decidir sobre todo, la primera cosa sobre la que tendremos que decidir, será si admitimos o no el derecho territorial a decidir. Porque el mismo derecho a decidir hay sobre la independencia que sobre la unidad, y en ningún sitio está escrito que la parte tenga el derecho de imponer su voluntad al conjunto porque ese sea su deseo. Alemania e Italia por ejemplo no reconocen en sus respectivas Constituciones el derecho de autodeterminación y no sucede nada.

¿Permitirían acaso los catalanes que los aragoneses convocaran un referéndum por su cuenta para desviar el curso del Ebro de Tarragona a Castellón, sin que se les dejara opinar a ellos en un asunto tan vital para sus intereses?

¿Aceptarían los independentistas que algunas zonas de Cataluña no se independizaran de España, o para ellos Cataluña supone un todo indivisible, mientras que España no?

Basta de utilizar dobles varas de medir. Ha llegado la hora de cambiar el derecho a decidir por la obligación de cumplir. A nadie van a engañar llamando derecho a decidir al derecho de autodeterminación de toda la vida, lo que ocurre es que, pese a que ya fracasaron dos veces, la primera cuando plantearon la consulta ilegal soberanista y la segunda cuando convocaron las elecciones plebiscitarias, ahora, haciendo de la necedad virtud, vuelven a la carga con el procés y la desconexión para mantener viva la llama reivindicativa. Que por insistir no quede.

La independencia es el negocio de la estelada. Una cortina de humo para tapar las corruptelas (el 3%), las políticas neoliberales y los recortes de sus dirigentes, que no conformes con eso, ambicionan más poder. Echar la culpa de la explotación de los trabajadores catalanes a los temporeros andaluces, tiene guasa, aunque gracia ninguna. Se trata de fundar un nuevo país dejándolo en las mismas manos de siempre. Pero como ninguna bandera promueve la justicia social, el reparto de riqueza, unas condiciones laborales dignas, etc., eso lo dejan aparcado para después, cuando sean libres. Que nunca es tarde, si la dicha es pésima.

Y la izquierda catalana no ha vacilado en sumarse al carro patriótico para no quedarse sin su trozo de pastel institucional, apostando por independizarse antes de España que del capital. Que la corrupción envuelta en la bandera huele menos, y el “pueblo catalán” engloba a todos, desde Pujol al obrero emigrado. Y así vemos a pudientes y pringados, oriundos y conversos, unidos por la causa común, por encima de diferencias y privilegios, para pasmo del mundo entero.

Si tradicionalmente era el capital, y no la izquierda, el que se dedicaba a dividir a los trabajadores, con la llegada de la modernidad se han trastocado los papeles, y es la izquierda la que, infectada con el virus del nacionalismo, ha cambiado la internacional por els segadors y defiende con más ardor las fronteras que los trabajadores. Sin duda que para hacer frente al capital soberano, lo mejor es el terruño soberano; pequeñito, pero soberano. Ahí es ná. Temblad multinacionales. Que para dar un toque de tipismo y sabor local a la revolución el nacionalismo no tiene rival.

Pero si eso es la izquierda, que baje la derecha y se la lleve, si es que todavía no lo ha hecho. No hay nada más parecido a un obrero de derechas que un independentista de izquierdas, ni nada más obsceno que sustituir las clases sociales por clases nacionales, haciendo política con la identidad y el origen de pertenencia. Como si alguien fuera responsable del lugar donde ha nacido o eso tuviera algún mérito. Porque si por ser diferentes no se pudiera vivir juntos, hace tiempo que la humanidad habría desaparecido de este planeta.

En el mundo sólo hay dos naciones: la de los ricos y la de los pobres, cuyas fronteras traza el dinero y no la geografía. Lo que estamos viviendo no es un proceso de desconexión, sino de descomposición, y solo queda por ver si lo que empezó en Andorra terminará en Soto del Real.

Puestos a desconectar de algo, mejor sería hacerlo del nacionalismo. Por desgracia nada hay tan difícil de conseguir como la independencia mental. Algo que no se consigue alistándose bajo ninguna bandera.

  Andrés Herrero es socio de infoLibre

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