Ángel González García, 'in memoriam'
Un banco en el Museo del Prado
Una sencilla inscripción en un banco del Museo del Prado situado frente a La Bacanal de los Andrios de Tiziano recuerda al historiador del arte Ángel González García, uno de los intelectuales más brillantes de este país y la persona más inteligente que he conocido.
Murió hoy hace dos años como hacen las personas verdaderamente importantes. Sin ningún tipo de pompas ni alharacas, pero dejando un legado intelectual de un profundo calado. No hubo funerales, ni actos de homenaje. Solo un puñado de amigos le acompañaron durante los últimos días. En su habitación del hospital había flores, dos postales con reproducciones de un cuadro de Cézanne y otro de Ghirlandaio, y mucha luz. Así murió, rodeado de las cosas que le hacían feliz: la conversación de los amigos y de su mujer, la poeta María Vela, el arte, las flores y la luz de un espléndido día; esa luz que, como él decía, ruge en el umbral de nuestros ojos para hacer visible lo invisible. Faltaba su perra, que en previsión de lo que pudiera ocurrir, ya se había ocupado de saltar sobre la camilla que se lo llevó al hospital y le había dado un adiós de lametones, como a él le gustaba: sin remilgos.
Ángel fue, sobre todo, un escritor brillante que obtuvo el Premio Nacional de Ensayo en 2001 por su libro El resto. Una historia invisible del arte contemporáneo, un autor muy polémico. Era un intelectual incómodo y un crítico de arte demasiado revoltoso, hasta que dejó de ejercer esa profesión que consideraba de fines tenebrosamente claros. Fue un profesor de universidad que ha dejado huella en muchas generaciones de estudiantes que han aprendido de él a mirar desde la libertad y que se han ejercitado en sus clases en la rebeldía, procurando descolocarlo todo en el sentido más importante de la palabra: para evidenciar que las convenciones historiográficas no son más que modos de hablar, mecanismos que solo nos alejan de lo que verdaderamente importa. Un hombre de una intachable honestidad y de una generosidad intelectual de la que nos seguimos alimentando muchos de los que hemos tenido la suerte de conocerle; un académico que sin embargo nunca quiso formar parte de los fastos de la Academia, que siempre rehuyó la pompa de eso que se llama Cultura en mayúsculas y que tuvo una actitud beligerante con la tiranía que el capitalismo ejerce sobre la retórica del arte y las instituciones que la rodean.
Acérrimo defensor del arte como acontecimiento sensorial, Ángel González criticó duramente la moda imperante de convertir los museos en centros de conocimiento y hablaba constantemente del secuestro del arte por parte de los ricos. Algo que, decía, se refleja en los precios de las entradas de los centros, que siempre dejan fuera a los que más necesidad tienen de disfrutar de él tras las duras jornadas de trabajo, en el IVA cultural, en las facilidades fiscales que se otorgan a quienes acaparan obras de arte, en la famosa Ley de Mecenazgo, en las extrañas composiciones y atribuciones de los patronatos de los museos y, por supuesto (uno de sus temas favoritos), en la obsesión por la defensa y el apoyo estatal a los coleccionistas de arte, sobre quienes habló hasta hacernos llorar de risa y escribió textos tan recomendables como Roma en cuatro pasos y algunos avisos urgentes sobre decoración de interiores y coleccionismo (Ediciones asimétricas, 2011).
Ángel González con la poeta María Vela, su viuda. / ÁLBUM PERSONAL
A menudo alertaba en la Facultad de Historia del Arte sobre la necesida d de trasladar la asignatura de Coleccionismo a la Facultad de Psicología por tratarse, sugería, más de una patología que de algo propio del arte; sus compañeros le daban por loco, pero intuyo que el tiempo le dará la razón, como en tantas otras cosas. También aconsejaba a los estudiantes ojear las revistas del corazón para educar el ojo. Y, aunque muchos se lo tomaban a guasa, ya podríamos haber hecho caso de sus consejos, pues, por ejemplo, si hubiéramos mirado con interés, como nos aconsejaba, el número del Hola dedicado a la casa de la Baronesa Thyssen, nos habríamos dado cuenta a tiempo de que el gusto de Tita por el arte no era tan exquisito como decían y de que cuando el Estado español se embarcó en aquel proyecto de cuidar de su colección, no estábamos sino contribuyendo al delirante proceso del que tanto habla Ángel González de fetichización y de bibelotización de la experiencia artística.
Ahora sabemos, demasiado tarde, que, a cargo del erario público, se mantiene una colección mediocre, con solo algunos cuadros buenos, que nos cuesta un congo mantener, pero que ella puede vender cuando quiera. Es decir, que el museo hace las veces de almacén de sus caprichos, amén de dejar que la señora aparque, cuando le viene en gana, su Rolls Royce en un espacio que debería ser de todos los ciudadanos. Si hubiéramos ojeado las páginas de la revista con atención, hubiéramos podido intuir también el peligro que nos acechaba cuando la propietaria anduviera corta de calderilla. Pues ningún verdadero amante del arte habría dejado escapar el mejor cuadro de la colección (me refiero a La esclusa de Constable) antes de haberse desprendido de sus yates, avionetas, coches o preciosidades hogareñas, dejándonos a los españoles, por ende, sin esa obra que tanto dinero nos ha costado conservar, mantener y poner en valor con el dinero público y, también, con el del copago museístico que hemos tenido que apoquinar para poder ir a visitarla mientras era posible verla, ante la pasividad de patronos y gobernantes.
Ángel avisaba de todas estas cosas escandalizado, pero nadie se daba cuenta como él de lo grave y dañino que era todo esto para el arte. Hoy, ese hombre lúcido pero enormemente escurridizo y con un gran sentido del humor se ha convertido en una especie de autor de culto; estar de su lado sigue siendo ir a contra corriente, defender unas ideas que parecen estar fuera de lugar siempre. La más importante: el arte es la actividad humana por excelencia. Afirmación de peso en un momento en que ya no existe el Ministerio de Cultura y en el que, todavía mucho más grave, los niños cada vez aprenden menos música y menos arte en las escuelas.
Frente a la posesión desenfrenada de objetos, a la compra y amontonamiento de baratijas artísticas que el capitalismo alienta, Ángel González proponía que nos recreásemos en el resplandor material de las cosas, sin dejar que sea el capitalismo quien ordene nuestra vida, sino recordando lo que el arte tiene de revolucionario: que es una reivindicación de nuestra presencia física en el mundo y que, por eso, no permite dominar su materia; que lo artístico es esencialmente ahistórico y recorre todos los tiempos porque recorre todos los cuerpos; que el arte no tiene que ver con las ideas, ni con los discursos. Decía Ángel que lo importante del arte no son los artistas, ni el público ni los críticos, sino el propio arte: un arte que hace comunidad. Que el arte, por encima de todo, nos hace felices y libres.
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Enemigo de las ceremonias y las pompas, Ángel dijo muchas veces que al morir no quería ningún tipo de homenaje; que solo le gustaban los bancos que los británicos colocan en los parques en memoria de sus muertos. Miguel Zugaza, un buen lector y amigo de Ángel, y también un buen director del Museo del Prado, colocó ese banco, no por estar en el Prado, sino por estar frente a la Bacanal, para permitir a la gente recordar a Ángel como a él le gustaba, disfrutando de la pintura, y de una pintura que habla del disfrute de la vida. Disfrutemos de la pintura en ese banco mientras podamos (para los pobres, solo de lunes a sábado, de seis a ocho de la tarde y los domingos de cinco a siete). (El Thyssen ni siquiera tiene horario para pobres.)
*Eva Fernández del Campo es profesora de Historia del Arte en la Universidad Complutense de Madrid.