La crisis del proyecto europeo
‘Brexit’, una catástrofe bienvenida
No subestimemos el alcance de un acontecimiento. La decisión de los británicos, tomada mediante referéndum este 23 de junio, resuena como una catástrofe. Y tanto la prensa como los responsables británicos y europeos utilizaban desde este viernes por la mañana superlativos y fórmulas chocantes para intentar delimitar las inmensas consecuencias de esta elección.
Es un drama en tanto que viene a golpear esa sencilla evidencia de que el Reino Unido es sin duda parte integrante de la Unión Europea. En este sentido, se trata de mucho más que de un espacio geopolítico común. Vivimos juntos, con valores, referencias y deseos profundamente imbricados, sin hablar siquiera de la lengua inglesa, convertida hoy en la lengua común del espacio europeo.
El Brexit es por tanto, en el mejor de los casos, un acto de desafío, y en el peor, una negación de nuestra historia común y también de lo que sigue siendo, pese a todas las vicisitudes, una idea compartida: el proyecto europeo. Este proyecto, forjado en la posguerra, se construyó primero sobre la reconciliación francoalemana. Y si, en este prehistoria cercana, De Gaulle se oponía a la integración del Reino Unido (según el viejo adagio de que “Inglaterra es una isla”), prosperó rápidamente para convertirse en el primer espacio geopolítico y económico del planeta. Es esta idea la que parece súbitamente borrada, la de una inmensa ambición democrática, económica y social.
El no británico es también un drama en tanto que significa la victoria de las peores fuerzas que obran hoy en Europa. El 52% de noes tienen un sentido político y no se puede decir más claro: es la victoria de la derecha conservadora y populista, es la victoria de la extrema derecha, fuerzas rancias en sus frustraciones paranoicas y sus sueños de Imperio perdido, llevadas por una xenofobia sin control y algunos miedos fantasmagóricos. El desembarco de las “hordas de migrantes” fue, de esta forma, el primer argumento de los partidarios del Brexit.
En este sentido, el talentoso pero repugnante Nigel Farage, del partido UKIP, es el verdadero vencedor del escrutinio, lo que constituye una señal atroz. Porque Nigel Farage, el hombre que clamaba este viernes por la mañana “¡Es el Día de la Independencia!”, no es en absoluto una monstruosidad típicamente británicauna monstruosidad típicamente británica. Es el reflejo de numerosos responsables políticos europeos, desde el húngaro Viktor Orban a la francesa Marine Le Pen (que pidió enseguida un referéndum similar en Francia), pasando por varios neerlandeses, polacos, italianos, daneses…
Es por tanto este campo político, el de una extrema derecha a veces reformada, hábilmente mutante pero siempre reaccionaria, quien acaba de decidir la suerte del proyecto europeo. Constatar esto basta para explicar la amplitud de la catástrofe. Porque esta ha sido otra particularidad de esta campaña referendaria: ni la izquierda ni el campo progresista británico han podido llevar jamás de forma coherente un plan de salida de la Unión Europea. El Lexit –contracción de Left [izquierda] y Exit [salida]– se ha evaporado, disuelto a lo largo de la campaña. Así, se ha demostrado de forma real que la izquierda, desde sus valores e ideales profundos, solo puede hacer propaganda a favor de la idea europea. Es también lo que hacía la diputada laborista Jo Cox, símbolo de esta nueva generación Labour y partidaria del Remain, que fue asesinada por un fanático algunos días antes del escrutinio.
Así, puesto que la catástrofe está aquí, ¿hay que llorar junto a Jean-Claude Juncker, David Cameron, los banqueros de la City y los mercados financieros? De ningún modo. La elección británica, que viene además a concluir veinte años de chantaje permanente de este país a la Unión Europea, puede ser portadora de nuevas esperanzas si nos tomamos un poco en serio a Schumpeter y su principio de destrucción creativa. O, más simplemente, si ambicionamos devolver la política y sus ideales al corazón de esta construcción europea.
Está, primero, esta evidencia: los ciudadanos europeos ya no quieren esta Unión Europea. Hace justo un año, los griegos se pronunciaban masivamente mediante referéndum contra la política económica que querían imponerles desde las instancias europeas. Hace tres meses, el 6 de abril, los neerlandeses decían no a esta Unión Europea, rechazando mediante referéndum el proyecto de acuerdo con Ucrania. Hace 11 años, en 2005, los franceses rechazaban mediante un referéndum el proyecto de tratado constitucional.
En 12 meses, un “referéndum de izquierdas” (en Grecia) y un “referéndum de extrema derecha” (en Reino Unido) han barrido esta Unión Europea. Se puede reaccionar como el ministro alemán de Economía, Wolfgang Schäuble, cuando se dirigió al ministro griego Varufakis en una reunión del Eurogrupo: “¡No se pueden cambiar los tratados europeos con cada elección!”. Nos podemos alinear con esa advertencia increíble lanzada por Jean-Claude Juncker, hoy presidente de la Comisión Europea: “Un voto no puede ir contra los tratados europeos”. Se puede glosar la inconsciencia y la irresponsabilidad de los ciudadanos y las clases populares que echan por tierra a nuestros brillantes tecnócratas adeptos al “There is no alternative”“There is no alternative” ["no hay alternativa"].
Es lo que hicieron con constancia los dirigentes europeos desde 2005, ignorando los resultados de escrutinios y referéndums, o exigiendo un nuevo voto cuando el primero no les convenía (este fue el caso de Irlanda). Para pasar por alto el no francés de 2005, Nicolas Sarkozy y Angela Merkel confeccionaron el tratado de Lisboa, retomando lo peor del tratado constitucional. Y François Hollande, que hizo campaña en 2012 prometiendo una “renegociación” con músculo, se inclinó en cuanto fue elegido.
Esta negación democrática no ha hecho más que ampliarse desde la crisis de 2008, suministrando por accidente argumentarios y carburante a todos los partidarios de los nacionalistas y la extrema derecha. Las gestión vergonzosa de la crisis de los refugiados no ha hecho más que animar un poco más el aumento de la potencia de estas derechas, viniendo a legitimar sus fantasmas identitarios y su obsesión por el repliegue.
El momento de la aclaración
Aquí estamos, por tanto, en el momento clave de una necesaria aclaración. Está brutalmente provocada por este referéndum y es bienvenida. La Unión Europea ha sido confiscada a sus ciudadanos. No solo por los mercados y las oligarquías financieras. También por una clase política sin los pies en el suelo, que vive según el principio de irresponsabilidad e impunidad, que adora decir y hacer una cosa en su país, y lo contrario en la burbuja de Bruselas.
Como muchos otros, Jean-Claude Juncker simboliza esta confiscación. Primer ministro de Luxemburgo durante 16 años (un país minúsculo del que hizo un próspero paraíso fiscal en el corazón de la Unión Europea), presidente del Eurogrupo durante ocho años, su nominación a la presidencia de la Comisión Europea fue el fruto de transacciones entre los jefes de Estado y de Gobierno. ¿Nos imaginamos lo que pudo pensar un ciudadano británico, polaco, francés, de la legitimidad democrática del insumergible e irresponsable Juncker?
Es este hundimiento democrático, es este rechazo de toda reforma que lleve consigo procesos de decisión europeos, son estas políticas de austeridad impuestas a los pueblos por instituciones vistas como monstruos las que son una vez más castigadas. No por un pequeño país de los márgenes de la Unión, Grecia. Sino por un peso pesado político y segunda economía de la Unión Europea, Reino Unido.
Desde esta postura, el referéndum británico tiene todas las posibilidades de firmar el certificado de defunción de la Unión Europea tal y como la conocemos. Cierto, ahora comienza una larga negociación de salida entre Londres y los Estados miembro. Debería tomar al menos dos años, y es muy probable que nuestros dirigentes europeos se emplearán en borrar el no británico mediante acuerdos de asociación que dejarán al Reino Unido con un pie dentro y un pie fuera, en una situación que no será radicalmente diferente a la de hoy. Es probable, pero no es seguro.
Este viejo mundo de una Unión Europea confiscada, sorda a las aspiraciones de los ciudadanos, ciega a los nuevos retos planetarios, impotente ante las crisis, sometida a los poderes financieros, se muere. ¿Hay que desesperarse por ello?
Desde 2011, otras fuerzas europeas han emergido. Estas son progresistas y se construyen sobre las ruinas de una socialdemocracia europea que se ha perdido en la Europa neoliberal. Syriza en Grecia, Podemos en España, el Movimiento 5 Estrellas (ciertamente complejo) en Italia… Esta reconstrucción es balbuceante, frágil, hecha de avances y de retrocesos. Los fracasos son numerosos; las victorias, inciertas: los errores de las izquierdas radicales y las fuerzas ecologistas francesas dan testimonio de esta dificultad para hacer emerger lo nuevo, para construir estas nuevas dinámicas políticas e incluso para poner fin a la extrema derecha.
Gana el Brexit
Ver más
En este sentido, la crisis abierta por el no británico puede ser un acelerador. Primero, viene a demostrar de manera clara que la salida de la Unión Europea es una regresión, una vía abierta por los populistas y la extrema derecha. Viene a continuación a subrayar la urgencia de recomponer las izquierdas europeas con dos objetivos: hacer que el sufragio universal sea respetado en la Unión, y autorizar el pleno desarrollo de políticas alternativas reclamadas por los ciudadanos.
Una primera cita tiene lugar este fin de semana. Es en España, con motivo de las elecciones generales del 26 de junio. La coalición Unidos Podemos parece a punto de superar a los socialistas. Si esto se confirmara, el voto español podría abrir la puerta a un Gobierno de coalición conducido por Podemos. Este movimiento no promete tampoco un Grand Soir europeo, pero al menos ha puesto la renovación democrática en el corazón de su proyecto político. Esto sería un primer paso hacia esta nueva Unión Europea que debe, tras este 23 de junio, ser reconstruida.
_______________Traducción: Clara Morales