El rincón de los lectores

Literatura en tiempos de desasosiego

Portada de  La máquina de proyectar sueños, de Cecilia Szperling.

Irene Chikiar Bauer

En las literaturas locales todo queda en familia; ¿cómo alcanzar inciertos confines y llegar a nuevos lectores? Sin duda, aun en estos tiempos globalizados, no es sencillo que los libros, inclusive los escritos en un mismo idioma, crucen fronteras. ¿Qué sucede con los publicados por editoriales pequeñas, o por los sellos locales de las grandes editoriales multinacionales? La ocasión de colaborar con Los diablos azules abre la posibilidad de dar a conocer escritores argentinos a los lectores españoles y a todos aquellos que se acercan a la publicación. Con ese ánimo comparto con mis últimas lecturas de autoras argentinas. Los tres libros a los que me voy a referir se publicaron en estos últimos meses; los tres permiten retomar la pregunta inicial y, además, formular otras cuestiones, por ejemplo, el interés que despierta lo escrito en tierras lejanas y la sorpresa que sentimos, como lectores, cuando nos vemos reflejados en esos libros. De alguna manera, Algunas familias normales, de Mariana Sández, La máquina de proyectar sueños, de Cecilia Szperling, y América alucinada, de Betina González, cuentan historias de familias, ya que sus personajes se anclan en sus familias de origen o las abandonan en un intento de encontrar lazos identificatorios más afines a sus personalidades, a sus búsquedas. A través de indagaciones en tiempo presente o sobre los últimos años, cada libro, a su manera, reflexiona sobre nuestra época.

Así, en los diez relatos de Algunas familias normales, el primer libro de ficción de Mariana Sández, la anomalía irrumpe en situaciones estándar, y las resoluciones inesperadas no dejan nunca de ser verosímiles, como sucede en el “Diario de un animal”, en el que un ejecutivo, padre de familia y buen burgués se convierte en testigo de la transformación que no solo afecta a su cuerpo sino a la manera en la que ve el mundo. Un mundo alucinado de puros cartílagos en el que las palabras le parecen escamas pero que no le impide planear un futuro y transmitir, en estos tiempos anómalos, con intensidad, su desconcierto. A los personajes de “Para que no sobre tanto cielo”, lo mismo que los de los otros cuentos que conforman este volumen, lo cotidiano les resulta insólito, pero allí donde no encajan, en las situaciones que no pueden manejar, surgen improvistas desviaciones que, más allá de lo racional, dan nuevo cauce a sus existencias extrañadas.

Podríamos decir que esta obra ya cruzó el océano, así lo atestiguan dos lectores. En la contratapa, desde España, Enrique Vila-Matas celebra este “libro de extraña belleza”, con “agudos cuentos” en los que la realidad se presenta con “un constante cambio de cuerpo, de textura”. Por su parte, Eduardo Berti, escritor argentino radicado en Europa, elogia la “rara coherencia entre fantasía y sensibilidad, porque se exploran con arte las tensiones más sutiles entre norma y excepción”.

Es que en los cuentos de Mariana Sández el absurdo admite una vuelta de tuerca, nada es ni demasiado normal ni demasiado extraño, se vive en el linde o se sucumbe, como le sucede a Leandro (“Leandro (sus producciones)”); una mujer se enamora, por primera vez, a los 79 (“Las hermanas Requena”); de casi todo se vuelve (“Actas de consorcio”). La pregunta por el absurdo de la realidad, que sobrevuela el libro, llega, en último término, al relato que le da nombre: “Algunas familias normales”, que da cuenta de lo inadmisible del intento de desear y cosechar familias normales o cualquier tipo de normalidad en el siglo XXI.

Cecilia Sperzling presenta La máquina de proyectar sueños (“Fábula autobiográfica”), una novela que también indaga sobre los límites entre realidad y ficción, y que también puede entenderse como correlato de su experiencia en el ciclo de entrevistas a escritores Confesionario. Historia de mi vida privada, que la autora comenzó en 1998 y que actualmente presenta en Radio UBA. La pregunta por lo autobiográfico también subyace al ciclo “Libro marcado”, donde es coordinadora, presentadora y performer, y en el que invita a los escritores a compartir lo que subrayan en sus propias lecturas. Podría decirse que Cecilia Szperzling, luego de tantos años de escucha, de prestar oído a tantas confesiones, se ha dispuesto, ella misma, a brindar testimonio: aunque se trate de uno distorsionado por la ficción. No hay nada de ingenuidad en ello, ninguna pretendida transparencia entre las palabras y las cosas, entre el presente y el pasado. Todo se difumina en un proyectar, en las palabras de una nena de siete años que narra y que habla para no dormir. Que practica a ser Scherezade con sus hermanas; que escribe el diario de sus noches. La misma que, a los nueve años, descubre que “no hay nada más útil que desmayarse” y puede asegurar que su “sentido de la oportunidad para el desmayo es perfecto”. Que suma, año tras año, hasta llegar a los quince, nuevos descubrimientos: los que van de la infancia a la adolescencia y que incluyen casi a manera de revelación, “lo que hace a un escritor”. Identificarse con los personajes de sus lecturas la lleva a imaginarse “al genio de Tolstói” o a comprobar como la lectura la “arrastra a una zona de sufrimiento nueva” que no es más que la antesala del duelo personal e intransferible. La pérdida que marca un antes y después y que precede al Epílogo y que queda delimitada cuando la narradora dice: “Mi primera vida era real, ahora en la segunda empieza la ficción. Es una vida pensada por alguien, diseñada, yo simplemente la ejecuto” Ejecución en la que se confunden narradora y autora y que culmina, como hecho literario, en el difuso campo de la autoficción. En aquello que Szperling define como “fábula autobiográfica” y que puede leerse como novela de iniciación en los tiempos que corren, acá o allá, a ambos lados del océano.

¿Cuál es la América alucinada que da título a la novela de Betina González? En su página web, la escritora argentina con posgrados en universidades norteamericanas cuenta que escribió esta historia “como el escenario de un largo final”: “El de una ciudad rara, en decadencia, que era y a la vez no era Pittsburgh, el lugar en el que yo vivía por esos años. Había todo el tiempo en esa ciudad la sensación de que algo se había acabado y no terminaba de desmoronarse: las catedrales estaban en venta, las mansiones tenían las ventanas y las puertas tapiadas, en la avenida Pennsylvania, los adictos se turnaban con los homeless y los locos en sus vueltas alrededor de la tienda de 'Todo por un dólar'. Más allá, sólo resistía un café de jóvenes entusiastas (The quiet storm) en el que tocaban bandas de rock y una podía ver caer la tarde siempre gris mientras leía un libro o conversaba con los pocos hipsters que todavía parecían auténticos porque la ciudad les prestaba su desconcierto”. Así y todo, la autora no piensa que se trate de una historia posapocalíptica, porque “no hace falta ningún apocalipsis para que dejemos de ser solidarios, salgamos a matar ciervos o nos sintamos abandonados”.

La novela está articulada sobre las historias de tres personajes, Berenice, una nena que busca ocultar la ausencia de su madre, Beryl, una mujer mayor que fue hippie, vivió en una comunidad en la que se experimentaba con alucinógenos y que dirige a un grupo de ancianos dispuestos a eliminar ciervos, y de Vik, un inmigrante que trabaja como taxidermista en el Museo de Ciencias, y que descubre que una mujer se esconde en uno de sus armarios. Vale decir que se trata de tres voluntades resilientes, luchadoras. Para Beryl, en la vejez, “el secreto consiste en entrenar el cuerpo para que crea que todavía está vivo. Engañarlo con pequeñas maniobras de distracción. Hay muchas. El sexo es una de las más efectivas”. En primera persona, Beryl relata una de estas maniobras con la misma precisión descriptiva con la que recuerda sus experiencias con la albaria, una planta alucinógena, a fines de los años sesenta. “La albaria te cierra los ojos y te coloca en un rayo en el que el tiempo no existe. Un tiempo animal, en el que la consciencia también desaparece”, en ese estado, es posible imaginar “sin palabras que lo entorpezcan, divinamente ensimismado, sin certeza de mortandad ni de finitud ni de marchitamiento que empañe ese tiempo en el que algo como la inocencia o la brutalidad son, finalmente, recobrados” Hacia la albaria confluyen todas las historias; Berenice descubre lo que Vik ya sabe, la peligrosidad de la planta, “con sus flores blancas y seguramente malditas” y sus efectos en un grupo de jóvenes que había querido, no cambiar al mundo, “sino hacer explotar sus mil y un cerrojos”.  La novela cuenta una historia atrapante, en la que hay intriga y sorpresa al tiempo que se indaga sobre cómo vivir cuando ya no es dable esperar o creer en las grandes respuestas, cuando se ha perdido “toda lógica social”. Hay una ligera esperanza en estos testigos o sobrevivientes del tercer milenio que, ante la certeza de la soledad, cuando el espíritu gregario fracasa, todavía encuentran posible experimentar un sentimiento de gratitud o aspirar a “la verdadera ética, [que] nunca puede ser grupal, nunca puede ir más allá del par”.

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¿De qué tratan estas historias a las que nos invitan las narradoras argentinas? Tratan de un tiempo de desasosiego en el que no es dable esperar lo normal sino la anomalía. Tiempo en los que una especie de máquina de proyectar sueños nos sumerge en alucinada pesadilla de la que anhelamos escapar en el doble gesto que va de la escritura a la lectura, y que podemos practicar del lado de acá o del lado de allá, siempre que literatura trascienda fronteras.

*Irene Chikiar Bauer, argentina, es escritora. Su último libro es Irene Chikiar BauerVirginia Woolf. La vida por escrito (Taurus, 2015). 

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