Desde la tramoya

Contra la libertad en internet

O al menos en la misma medida en que otros claman por la libertad en Internet. Porque, ¿la libertad de quién y para qué? ¿La libertad de Twitter para cerrar la cuenta de un tipo que se hace pasar un rato por el papa Francisco? Y si alguien se hace pasar mañana por mí, ¿también clausurarán su cuenta? ¿Quién decide? ¿Quién regula?

Ha llegado el momento de que pidamos, sin que se nos considere por ello trasnochados, intervencionistas o maléficos, que se ponga freno a la efervescencia con que en otro tiempo recibimos la promesa de encontrar en Internet la tierra prometida de la libertad verdadera, una suerte de utopía marxista en la que los ciudadanos podríamos desarrollar el sueño de una sociedad sin clases, en la que la democracia verdadera podría manifestarse por fin sin la intromisión de los poderes dominantes.

No: Internet está convirtiéndose en –es ya, de hecho– un lugar dominado y controlado por un puñado de poderes sin legitimidad pública alguna. Esta semana hemos vuelto a notar los síntomas de ese hecho lamentable. Hace un par de días, lo del papa. El martes, aquí en Washington leo en la primera del New York Times que Google reconoció ante 38 de los Estados Unidos, que había violado el derecho a la intimidad de los ciudadanos cuando utilizó contraseñas, direcciones de email y otra información personal mientras recogía datos para su Street View, un programa –por lo demás maravilloso– que permite mapear calles, ciudades, monumentos y pistas de esquí, por ejemplo. Google ha acordado pagar una multa ridícula (para las cifras que maneja la compañía) de siete millones de dólares, en un acuerdo extrajudicial. Hace poco conocíamos también, gracias al profesor Kosinski y sus colegas del Centro de Psicometría de la Universidad de Cambridge que, con un más del 80 por ciento de precisión, con los datos que incluimos en Facebook cualquiera puede adivinar si somos homosexuales o heterosexuales, si simpatizamos con la izquierda o con la derecha o cuál es nuestro origen étnico. Con algo menos de exactitud, pueden saberlo casi todo de nosotros. Lo llaman “ciencia social computacional” y es, según parece, el eufemismo que se utiliza para cobrar unos 70 euros por la información completa de cada persona que vaya dejando su rastro en la red. Al mismo tiempo, un avispado ya ha anunciado que prohibirá que en su cafetería (cercana a la sede de la compañía en California) nadie entre con las gafas de Google, que permiten básicamente grabar todo lo que sucede alrededor del usuario y colgarlo en tiempo real en la web, sin que nadie se percate.

Hace pocos días que se vende ya el nuevo libro del siempre contestón Evgeny Morozov, To save everything, click here ( algo así como “Para resolverlo todo, haz click aquí”), una magnífica vacuna contra los ciberutópicos que tanto se prodigan, y que se enorgullecen de ese eslogan estúpido, promovido por la propia compañía, que dice que Facebook es una de las mayores naciones del mundo por el número de sus habitantes, sin preguntarse quién gobierna tal nación y con qué legitimidad. También en estos días hemos podido ver qué se esconde detrás de esa reivindicación ingenua de quienes claman por el derecho a bajarse música gratis, leer cualquier cosa gratis o ver películas gratis: los intereses espurios de algunas empresas que se benefician particularmente de ese tráfico y que están interesadas en canalizar hacia ellas el negocio potencial de esos sectores. Lo cuenta Robert Levine en Parásitos, que acaba de aparecer.

Algunos creían que Internet traería la conversación política y social sosegada y equilibrada y lo cierto es que ha reforzado el pandillerismo más primario. Esos mismos creían que restaría poder a las grandes empresas tradicionales, y lo cierto es que lo ha trasladado a un puñado de compañías estadounidenses cuya única diferencia de estilo con las viejas corporaciones es que sus directivos de ahora visten camiseta y calzan zapatillas de deporte. Algunos se apresuraron a anunciarnos la belleza de la movilización horizontal de la gente (“¡Aquí llega la multitud…!: libre, optimista, sin intermediarios, a hacer pacíficamente la revolución”). Y nos hemos encontrado un sofactivismo, como yo traduzco el llamado slacktivism anglosajón, que ni pincha ni corta.

Me manifiesto aquí contra esa libertad en Internet. Esa libertad aparentemente inocua, que está poniendo lo que antes estuvo en manos de poderes legítimos y bajo controles legítimos, en manos de unos pocos tipos que no sabemos quiénes son ni qué traman con nuestros datos o nuestra actividad en la red. Serán muy modernos, irán de libertarios y llevarán zapatillas, pero la vieja y denostada y ajada política debería poner coto a sus ambiciones.

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