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Nacido en los 50

¿Y si hubiera alternativa?

El Gran Wyoming

En el sistema político actual, tal y como lo hemos vivido desde que se instauró la democracia, los partidos tienen la exclusividad del acceso al Parlamento en tanto no existían alternativas de asociaciones sin jerarquía, sin estatutos, representativas de una voluntad popular. La política se ha convertido en una actividad profesional ejercida por la cúpula de los partidos, compuesta por militantes con solera que ascienden dentro del organigrama en función de los trienios acumulados, siempre y cuando no planteen ideas estridentes ni planten cara a la dirección, ya que esos gestos suponen lo que se conoce como "el borrado de la foto”.

Las alternativas a la línea oficial del partido deben ser discretas y sin que supongan un atisbo de división, o corriente de opinión, que podría ser aprovechada por las fuerzas rivales o los medios de comunicación menos afines. La cúpula, tanto en el mundo empresarial como en el político, lo que desea es estabilidad, por razones obvias no es amiga de cambios, y en ese espacio el enfrentamiento con el jefe supone el despido/cese/expulsión fulminante. Sobrevivir en el mundo de la política pasa por la sumisión, y de la sumisión al conformismo se accede de una forma imperceptible.

En estos días podemos ver cómo a los que se oponen a la reforma de la ley del aborto en el PP, o los que se muestran a favor de la consulta de Cataluña en el PSC, se les invita a dejar su puesto y dedicarse a otra cosa. Uno es muy libre de pensar lo que quiera, pero fuera del partido correspondiente. Puede manifestar su opinión en la barra del bar de debajo de su casa o en la cena de Nochebuena, pero no abrir un debate, las ideas ya vienen dadas desde arriba, muy claritas, no es tarea de las bases formular soluciones frente a las preguntas que plantean los ciudadanos porque es tanto como cuestionar la inteligencia, la valía de la dirección y eso, en política, se interpreta como un intento por trepar, por medrar, por intentar escalar hasta el sillón.

El gran peligro para un partido, lo que le debilita y, en definitiva, le hace perder poder, no es la inacción sino la división, y no puede haber unidad de acción si no hay unidad de pensamiento que, al ser un fin utópico, absurdo en el mundo de las ideas, se impone mediante la disciplina. La amenaza de expulsión ante la disidencia hace que no se creen corrientes alternativas reales dentro de los partidos políticos. La contestación es un ejercicio de alto riesgo cuando se vive de un cargo público, “son lentejas”, y no es cuestión de tirar por la borda una carrera que ha costado muchos años de trabajo, alegrías y sinsabores.

Para colmo de la simplificación, sólo existen dos partidos con posibilidades reales de gobernar. Aunque el espectro parece mayor, la realidad es otra, y cuando no se alcanza la mayoría absoluta se llega a pactos con esas otras fuerzas que permiten la gobernabilidad apelando, claro está, a la responsabilidad de Estado, a cambio de concesiones que se suelen reducir a exigencias puramente económicas, ya que esos partidos que se llaman “bisagra” coinciden en ser nacionalistas. Obtienen de su activo en escaños beneficios para sus respectivas autonomías, en un sistema de subasta regido por una relación inversa a la afinidad ideológica con el partido que pactan, quiere decirse que cuanto más anti natura es el pacto, mayor es la concesión obtenida. De esos pactos surge el compromiso de aprobar los Presupuestos Generales del Estado meses antes de que se elaboren, digan lo que digan, contengan lo que contengan. Así de absurdo, pero es un mecanismo asumido dentro del juego político que cada vez es más eso, un juego, con unas reglas estrictas que todos parecen aceptar.

Esta forma de ejercer la política, carente de elasticidad, esclerótica, se ve tutelada, además, por esa especie de super-ello que se asume como el poder real capaz de salvar o llevar a la ruina a un país: “los mercados”. No se pueden, o no se deben tomar medidas que enfurezcan a esa bestia dormida a la que debemos rendir tributo y sacrificar nuestras vidas. Así, los partidos convencionales pueden funcionar en países ricos, estables, sin sobresaltos, en períodos de calma chicha, pero resultan cada vez más inútiles en situaciones límite, donde imperan soluciones de urgencia, drásticas, cuando hay que dar respuestas inmediatas para casos dramáticos.

Ante este vacío surgen movimientos, plataformas cívicas que proponen medidas de regeneración del sistema para reconciliar a los ciudadanos con la política. Quieren terminar con la exclusividad de la acción de legislar que ostentan los partidos políticos o, en todo caso, que asuman sus propuestas y actúen de correa de transmisión de la voluntad popular en una democracia más directa, más ágil, más real, menos cautiva de los poderes fácticos, de los mercados, de los señores del mundo.

Desde luego, si con estas nuevas formas de ejercer la democracia, al amparo de las nuevas tecnologías, los partidos políticos tradicionales acaban perdiendo esa exclusividad podremos decir que se lo han ganado a pulso. Cuando los lobos bajaron a por el rebaño, ellos no andaban por allí. Unos dejaron la puerta del corral abierta, otros construyeron una cerca con muchos agujeros.

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