Desde de la tramoya
Basta de risas
En El lobo de Wall Street, ese depredador del mundo real que se llama Jordan Belfort, un operador salvaje de bolsa de unos 50 años, interpretado por Leonardo DiCaprio, habla al teléfono con un pobre hombre a quien intenta estafar vendiéndole acciones de una compañía que según las mentiras del bróker, tiene gran potencial. Mientras conversa con el incauto comprador, que termina por aceptar la mierda que le ofrecen, Belfort hace gestos obscenos que ridiculizan al ciudadano víctima del robo. Una decena de compañeros brokers de Belfort lloran de la risa conteniéndose para que el tonto al otro lado del teléfono no se percate.
La película es un retrato barroco de los excesos de los años 90, en plena efervescencia especuladora en el mercado de Nueva York. Y de la vida real del tal Berfort, arquetipo máximo del ladrón de guante blanco. Pero también es una metáfora de la condición humana. Unos cuantos se enriquecen a costa de la mayoría y se ríen a sus espaldas. Belfort pasó 22 meses en prisión en Estados Unidos y fue obligado a devolver algo más de cien millones de dólares a los estafados. Según crónica de la revista Time, debe el 90%. Y va por ahí dando conferencias sobre técnicas de ventas y cobrando unos cuantos millones en derechos de imagen para la explotación de su historia en cine y en libros. Un crack el tal Belfort.
La semana pasada el presidente del Banco Santander, después de habernos dicho que en la economía española “hay un cambio de ciclo clarísimo”, certificaba que su banco había ganado 4.370 millones de euros en 2013 , el doble que el año anterior. En España el beneficio fue un buen pellizco de cerca de 500 millones. Como en una Asamblea de accionistas uno se dirige fundamentalmente a sus inversores, el presidente señaló que “somos uno de los cuatro bancos del mundo que no ha dado pérdidas en ningún trimestre desde el comienzo de la crisis". Por eso el Santander es un orgullo patrio y el señor Botín un modelo de empresario ante el cual yo me quito el sombrero y los gobiernos españoles guardan reverencial respeto.
Sucede sin embargo que tengo un amigo que le debe su banco aproximadamente 160.000 euros. Un listo ahora jubilado, entonces director de una sucursal de provincias, le recomendó a mi colega que pidiera un crédito para comprar un coqueto inmueble en la costa. Se lo tasaron en unos 200.000 y el banco se los prestó casi en su totalidad. “No te preocupes: la vivienda no bajará. Lo sabe todo el mundo”. Como millones más, creyó lo que el emperifollado director le dijo, y compró. Eso fue en 1999. Años más tarde, ya con 55 de edad, mi amigo perdió el empleo. Como millones más, trató de vender la casa. Como millones, no pudo y tuvo que bajar su precio. Ahí sigue, sin venderse. Cuesta ya menos que el precio que se pagó por ella. Ignoro cómo la tiene apuntada en sus cuentas esa sucursal: si por 200.000 o por 160.000. Pero mi querido amigo no puede poner la calefacción en su vivienda habitual porque tiene una deuda asfixiante con el banco; ha tenido que llamar a un abogado de oficio para que le asista ante un posible desahucio; y no sabe ya qué más hacer para vivir el resto de su vida con un poco de dignidad. No tiene ingresos. No tiene empleo. El día menos pensado vienen a sacarle de su casa si unos cuantos no le echamos una mano.
Vuelvo a mis palomitas y veo a Leonardo DiCaprio haciendo gestos cómicamente obscenos al teléfono interpretando al ladrón Belfort, mientras le vende basura a ese pringado. Y, fíjate tú qué cosas, se superpone en mi cabeza la imagen de un banquero bronceado y con impecable corbata, jactándose del resultado de su impresionante empresa. Mientras Belfort, en la piel de DiCaprio, encula imaginariamente a su pobre víctima al otro lado del teléfono, yo me imagino a un banquero partiéndose de la risa a cuenta de la miseria de mi amigo. Que dios me perdone por tan grosera comparación.