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Urbano y el rey: anatomía de una reacción

Sorprenden mucho más las reacciones políticas y mediáticas al último libro de Pilar Urbano que lo que cuenta Pilar Urbano en ese libro. No porque no sea importante o trascendente. Ni todos los días ni todos los años aparece un relato en el que se sostiene que el Jefe de un Estado democrático participó, inspiró o colaboró en una operación militar y política para sustituir a un Gobierno elegido en las urnas. Hojeadas (que no leídas en detalle) las 863 páginas de La gran desmemoria. Lo que Suárez olvidó y el rey prefiere no recordar, y a la vista del carajal desencadenado en muy pocos días, merece la pena apuntar algunas notas sin otro ánimo que el de enfocar el debate hacia donde puede interesar a la ciudadanía y no hacia donde pretenden llevarlo los guardianes de todas las supuestas esencias del sistema.

LOS HECHOS

La autora del polémico libro es escritora, periodista, miembro numeraria del Opus Dei, cronista política del diario monárquico ABC hasta 1985 y reconocida como una de las reporteras con mejores relaciones en la Zarzuela, en Moncloa y en círculos militares durante los años de la transición. Tan conectada estaba con los oscuros túneles del poder que era conocida entonces con el sobrenombre de Pilar Suburbano.

Más allá de las excesivas licencias literarias (que incluyen diálogos perfectamente increíbles entre el rey y Suárez, por ejemplo) lo que narra Urbano es que el rey alentó durante los últimos meses de 1980 y las primeras semanas de 1981 la formación de un ‘Gobierno de gestión‘ encabezado por el general Alfonso Armada, a quien Adolfo Suárez había enviado a Lleida (porque no encontró ningún destino más lejano) tras acumular toneladas de indicios de que conspiraba para hacerse con el poder ejecutivo.

El rey no se cansó durante meses de presionar al presidente del Gobierno para que colocara a Armada de nuevo en Madrid, como segundo jefe del Estado Mayor del Ejército, para luego explicitar a Suárez que sobraba, porque ni los militares ni los banqueros ni los empresarios ni la oposición política ni sus propios compañeros de UCD confiaban en él.

Más allá de los mil y un detalles, presuntas conversaciones con muertos y vivos y relatos más o menos fiables, lo cierto es que esa versión de lo ocurrido coincide con la que apuntó en 2009 Gregorio Morán en su biografía crítica Adolfo Suárez ‘Ambición y destino’, donde desarrollaba y completaba el relato que treinta años antes había escrito sobre el apodado a un tiempo ‘artífice de la transición’ y ‘chuletón de Ávila’. De hecho Morán citaba en su ensayo a la propia Urbano como fuente fidedigna de numerosos testimonios de políticos, militares y de la propia Zarzuela que por entonces se hacían eco de la conspiración.

No es que lo de Urbano sea un refrito de Morán. Si se colocaran como piezas de un puzzle las alusiones a la ‘Operación Armada’ (también bautizada como ‘Operación De Gaulle’ o simplemente ‘Golpe de timón’) recogidas por políticos, historiadores, escritores y periodistas en los últimos 33 años, costaría muchísimo negar la credibilidad de esa versión que implica al rey Juan Carlos en numerosas reuniones con Armada y con otros jefes militares, así como con dirigentes de distintos partidos, en las que el tema de conversación era fundamentalmente que había que sacar a Suárez del Gobierno. Cabe citar a suaristas pata negra como Carlos Abella, Abel Hernández, Josep Meliá o Fernando Ónega, pero también conviene repasar las memorias de ex ministros del franquismo, de UCD o de Alianza Popular. Baste recordar que el mismísimo Manuel Fraga escribió en su diario el 22 de diciembre de 1980: “Me llega información segura de que el general Armada ha dicho que estaría dispuesto a presidir un Gobierno de concentración” (Op. cita Gregorio Morán, pág. 250). Por las mismas fechas, Armada se reunía día sí día también con el rey en Madrid y en Baqueira, y con Milans del Bosch en Valencia, y con Enrique Múgica en Lleida y con Tarradellas en Barcelona y con militares golpistas donde petara. La hipótesis de que el rey desconociera por completo lo que tramaba Armada puede reivindicar su inocencia, pero también su inutilidad e irresponsabilidad (rasgo este último rigurosamente reflejado en la magnífica Anatomía de un instante, de Javier Cercas). 

La autora de La gran desmemoria sostiene que el difunto Suárez le contó que para él “estaba clarísimo que el alma de la ‘Operación Armada’ era el rey y que nace en Zarzuela”. Urbano ha procurado diferenciar en sus comentarios esa operación y el golpe ejecutado el 23-F por Tejero, Milans y compañía. No despeja las incógnitas sobre las finísimas líneas que separan el llamado ‘Golpe de timón’ del asalto a tiros de la sede de la soberanía nacional. Tampoco ofrece luces sobre las lagunas que permanecen acerca, por ejemplo, del retraso en la emisión por televisión del mensaje del rey dirigiéndose a los españoles y ordenando a los militares cumplir la Constitución.

Para no cansar con citas y fechas, lo de menos es si son creíbles o no los escabrosos detalles que Urbano cuenta sobre amenazas con pistola o el susto que un perro del rey le propinó a Suárez en sus partes bajas. O el tono exacto de tensión que se produjo el 24 de febrero, horas después del golpe de Tejero en el Congreso, cuando Adolfo Suárez intentó retirar su previa dimisión y seguir en la Moncloa. Hay un cúmulo de testimonios (incluyendo lo escrito por el sucesor Leopoldo Calvo Sotelo) que certifican que Suárez quiso continuar y el rey le dijo que de ninguna manera.

LAS REACCIONES

No es la primera vez que Zarzuela desmiente el contenido de una información o de un libro, pero tampoco se recuerdan precedentes en la dureza del comunicado con el que la Casa del rey ha reaccionado: “pura ficción imposible de creer”, “un libelo”, aunque no tiene intención de querellarse contra la autora por difamación. El mismo día, seis exministros de gobiernos de UCD, dos militares y hasta Aurelio ‘Lito’ Delgado, cuñado de Suárez que trabajó con él como secretario en la Presidencia del Gobierno, firmaron un desmentido rotundo al contenido del libro, en el que aparecen citados como fuentes.

Manifiestan que don Juan Carlos “nunca estuvo tras el golpe del 23-F y jamás fue el ‘elefante blanco’ ni nada semejante” y denuncian el uso de supuestas declaraciones de personas fallecidas “que no pueden defenderse ni contrarrestar ni desmentir tales insidias”, con referencia expresa al propio Adolfo Suárez.

Quien sí ha anunciado acciones legales es Adolfo Suárez Illana, hijo del expresidente, pero no por el contenido del “típico relato novelado-libelo” firmado por Urbano, sino por el hecho de que haya reproducido la conocida fotografía del rey y Suárez de espaldas paseando por el jardín familiar. Suárez Illana ganó con esa foto el Premio Ortega y Gasset de Periodismo Gráfico en 2009. Varios biógrafos de Suárez cuentan que cuando han llamado a su hijo para sus trabajos éste ha respondido que no iba a colaborar con ningún libro sobre su padre. Algunos suponen que Suárez Illana conserva documentos del expresidente sobre los que algún día podría escribir su propio libro.

Quizás el más influyente miembro del jurado que otorgó ese Ortega y Gasset a la mejor información gráfica al hijo de Suárez fuera Juan Luis Cebrián, primer director e incombustible presidente de El País. Este viernes, Cebrián firmó en su periódico un extenso artículo titulado ‘Gato por liebre’, en el que hacía una cerrada defensa del rey, de Suárez y de la transición política, al tiempo que calificaba de falsedades y “tesis tan fantasiosas y creíbles como las revelaciones de los sabios de Sión” las afirmaciones de Pilar Urbano. Entre otros argumentos, Cebrián utilizaba el de su propia autoridad como testigo: “Quienes vivimos y supimos esto [que el rey frustró el golpe del 23-F] hace ya más de treinta años no podemos dejar de asombrarnos...” Una entrevista prevista con Urbano en la cadena Ser quedó aplazada para mejor ocasión.

LAS CONCLUSIONES

Al margen de la habilidad comercial de una editorial para sacar a la venta un libro como La gran desmemoria a los pocos días de la muerte de uno de sus principales protagonistas, procede preguntarse por qué esta vez se ha producido una reacción tan sonora ante unos hechos que los propios “indignados” consideran que “no son nuevos” o que directamente califican de “refrito”.

En el plano político, PP y PSOE han defendido de forma contundente el papel del rey en la transición y en la noche del 23-F. Como Cebrián, también Elena Valenciano ha tirado de la experiencia propia: “Yo lo vi”. Izquierda Plural, sin embargo, ha pedido una comisión de investigación en el Congreso para aclarar lo sucedido en torno al 23-F y exige lo que parece la conclusión más interesante y práctica derivada de esta polémica: la desclasificación de todos los documentos relativos a la intentona golpista.

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Quienes tanto se alarman ante la publicación de un libro que (con mayor o menor crédito) narra hechos ocurridos hace más de treinta años, deberían manifestar una alarma mucho mayor ante la evidencia de que algunos poderes siguen tratando a los ciudadanos como menores de edad. Si creen que el sistema peligra será por su propia debilidad, no porque un libro lo haga tambalearse.

Hace años que historiadores e investigadores españoles y extranjeros vienen reclamando una desclasificación automática de archivos, como existe en otros países democráticos. Pero no. Aquí sigue vigente la Ley de Secretos Oficiales de 1968, aprobada en pleno franquismo, y la legislación posterior (incluida la nueva Ley de Transparencia) es tan ambigua y amplia a la hora de establecer las materias bajo secreto que hace imposible el acceso a datos indispensables para conocer la historia política de este país. El paraguas de lo que supuestamente afecta a “la seguridad nacional” puede amparar todo tipo de asuntos de interés para los ciudadanos que permanecen ocultos. Muchos datos sobre la transición se han ido conociendo gracias a la desclasificación de archivos en otros países, donde existen unos plazos establecidos para abrir al conocimiento público documentos clasificados.

Es cierto que analizar la transición con los ojos de hoy puede inducir a errores de apreciación si se ignora el contexto. Ocurre siempre en la investigación histórica. No se alarmen tanto, porque el problema no es ése sino más bien el contrario: el empeño en mirar el presente y el futuro con los mismos ojos (e intereses) de hace treinta años.  

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